Alberto López Sanjurjo nació en León en 1952. A los 19 años, sus padres lo mandaron a completar sus estudios a Europa, donde se graduó de profesor de letras. También ejerció de periodista, autor de numerosas obras; actualmente se dedica al cultivo de su huerta y a las letras. Invitamos a leer su relato enviado a nuestra página web.

MI QUERIDO VECINO

Por Alberto López Sanjurjo

Al llegar a cierta edad, uno tiene el privilegio de sentirse algo más libre. Eso no significa que uno lo sea de veras, pero este es otro tema del que hablaremos en otra ocasión.

Tal vez ese estado de ánimo, quizás pasajero, tenga que ver con el hecho de no trabajar más, de no tener ya hijos a su cargo o de haberse alejado, voluntariamente o no, de las demás actividades sociales y relaciones humanas. A lo mejor por ello se siente uno con menos obligaciones y preocupaciones que en épocas anteriores, algo como una ligereza del ser, una levedad del estar, algo como un distanciamiento o apartamiento de las cosas, en otras palabras: no darle valor, valer o valía a lo innecesario y superfluo y, por ende, dedicarse a quehaceres sencillos que se acerquen más a pasatiempos u ocios reflexivos como es cultivar su jardín y su mente.

En lo que al ingenio se refiere, que todavía por suerte no desvaría demasiado, antes lo alimentaba en forma obligada y muy poco en forma diletante. Un sinnúmero de libros, revistas y periódicos he leído en mi vida y me voy dando cuenta de que si es verdad que contribuyeron a mi educación y formación, muy raras veces los he leído de manera placentera. Ahora sí que estoy contento por la sencilla razón de que lo puedo hacer de este modo, al menos con algunos libros y unas revistas, dado que los periódicos de hoy, en su mayoría, no son más que insulsos instrumentos mercantiles, más fieles al capital financiero y a los intereses del poder dominante que a la mera relación de los hechos, a la búsqueda de la verdad o sea la investigación o a la cultura en términos amplios, por ejemplo. ¡Y que no me digan que la culpa la tiene la revolución tecnológica, informática y digital! Vaya uno adonde vaya, los contenidos de los nuevos, nuevos, nuevos medios de comunicación -por ser de pantalla y portátiles- son tan rancios y nauseabundos como aquellos de papel de épocas no muy lejanas cuyas portadas llevaban, explícitamente o no, las insignias du “sabre et du goupillon” o sea del Ejército y de la Iglesia.

En lo que al jardín se refiere, lo tenía antes como una actividad mediocre al igual que limpiar su coche cada fin de semana. Hablo del jardín y no de la actividad agrícola en sí que eso es otra cosa de la que, aparentemente, uno no se desprende tan fácilmente. Prueba de ello es mi vecino, jubilado al igual que yo. Afortunadamente, este es el único punto en común que tenemos.

Él se ocupa de su jardín, por cierto, mucho mayor que el mío, como si fuera una explotación agrícola y no logra darse cuenta un solo momento de que ese periodo vital que desgraciadamente va convirtiéndose en una excepción y que se llama el retiro, es de vital importancia. Quizás no lo sea para él, pero sí lo es para su vecino.

Para mí, su jardín es la antítesis del jardín. Se parece más a un patio de finca sin ánimo ni encanto y, sobre todo, no lleva ninguna flor o, a lo mejor, allí se resisten a crecer. Uno tiene la impresión de que cuando está sentado mi vecino en su tractor cortacésped, puestos la gorra y los guantes de cuero de esos que utilizan los pilotos de fórmula 1, añora el volante de su cosechadora o segadora atadora que manejaba cuando cultivaba sus cientos de hectáreas. Así parece tener la mente, a imagen de su jardín: una infinita sucesión de surcos áridos y empedrados.

Y cuando parece aburrirse, saca la escopeta y mata unas cuantas palomas cuyas plumas vuelan hacia mi jardín. A menudo va recogiendo cadáveres, no solo de pichones sino también de ardillas, ratas de campo, erizos, ranas y, a veces, de cachorros de zorro o gatitos extraviados e incluso de faisanes salvajes que tuvieron la desgracia de cruzar en su camino los potentes alambres eléctricos disimulados en lugares “estratégicos” de su jardín, expresión muy suya. Y luego, los quema en un barril.

Y cuando se le ocurre fumigar, ah, ¡Dios mío! Mejor estar en su casa con postigos, ventanas, puertas y conducto de chimenea cerrados. Cuántas veces no he encontrado en mi jardín cuerpos inertes de gorriones, golondrinas, mirlos y palomas que tuve que recoger con guantes por temor a la contaminación química.

Hace años ya, intenté explicarle lo poco adecuado de sus prácticas agrícolas, pero fue un diálogo de sordo. Ese tipo es una bestia, un criminal, un zoquete.

Otra de las actividades no meramente agrícola de ese patán adinerado es la vigilancia humana. Sospecho que mi querido vecino es uno de esos llamados “vecinos vigilantes”, “vecinos ciudadanos”, miembro activo de la “participación ciudadana” aunque no lleva ningún “ojo” en su puerta de entrada, pero sí los tiene en el cogote: siempre anda con cien ojos. Lo que me induce a pensarlo es su comportamiento inquisidor y por ser largo de lengua, actitud que va más allá del cotilleo pueblerino.

Pues, siento recelo al imaginar que mi querido vecino pueda ser uno más de esa larga cadena oficial y legal del buen delatar republicano, muy de moda en los albores del siglo XXI en algunos países europeos. Por mi parte, no paro de preguntarme por qué reclutan los gobernantes fuerzas privadas ocultas o no, según los casos, si siempre han existido fuerzas públicas cuyo oficio consiste en mantener el orden público, que sea en el campo o en la ciudad y cuyos presupuestos se han disparado últimamente, pero eso es harina de otro costal. ¿Serán las fuerzas ocultas de las fuerzas privadas de las fuerzas públicas? Si alguien tiene una respuesta clara y lironda, le ruego que nos ilumine a todos en esos tiempos asaz oscuros.

En tiempos de paz con mi vecino que ahora son tiempos de silencio, quise salir de dudas y al encontrarlo un día por la mañana, lo saludé como de costumbre y lo llevé hacia “el ojo” con mucha habilidad y paciencia para que mordiera al anzuelo. Se trataba tan solo de averiguar mis sospechas. Y cuál fue el asombro mío cuando me confesó sin ambages ni tapujos que era uno de ellos y que se sentía muy orgulloso de serlo. No quise insistir y luego hablamos del tiempo y de todo y nada.

A la semana, tal vez porque mi querido vecino no percibió en aquel momento ninguna muestra o gesto de hostilidad en mi porte, él fue quien volvió a tocar el tema al evocar un suceso banal de esos que inflan a diario los medios. No le presté mucha atención por lo irracional y exaltada de su verborrea, llena de delirios obsidionales, y tan solo le pedí en forma amena que se serenara. Pero seguía, seguía sin parar con el frenesí y la misma confusión como si estuvieran a la puerta de nuestros jardines los Enemigos a quienes sin embargo y de forma extraña no quería él nombrar ante mí.

Cansado, procuré cambiar de asunto y llevarlo hacia aguas más mansas y apacibles. Y mientras más intentaba yo desviar la temática, más se desbordaba el río.

Y, de repente, cantó el gallo. Aproveché la oportunidad para despedirme de él. Y ofuscado, me dijo en tono autoritario y amenazante:

¿Y usted, adónde va? Que no he terminado con usted.

Siendo yo de índole impetuosa que eso no pasa con los años, me dio ganas de clavarle una estaca en el ojo, pero le contesté gentilmente:

-Yo soy como la liebre del bosque, querido vecino. Tan solo espero no terminar en el barril de su jardín.

Alberto López Sanjurjo