Por Letras de Chile

Cuando era estudiante de colegio, un profesor me habló de los libros de cabecera. No sabía a qué se refería. Me aclaró que se trataba de aquellos libros y autores que nos debían acompañar en nuestra formación lectora. Y que debían estar cerca de nuestra mano, sobre el velador, junto a la cama, pero siempre allí pues podrían transformarse en nuestra compañía en soledad.

Era nuestro profesor de inglés y como sacado de la manga me entregó un ejemplar de una novela, por cierto, escrita en inglés, titulada “Pressure play” (Jugada de presión) de un autor que a esa edad no conocía, pero que a él le tincaba bueno (el libro lo obtuvo de uno de sus viajes a EE.UU. Siempre que viajaba nos traía algunos títulos como para incentivarnos en el estudio del idioma). El libro o lo que recuerdo del libro abordaba el género policial y no recuerdo la trama. Sí su autor: Paul Auster. Desconocido para mí. Eso es tener fortuna, pienso ahora que ha muerto Paul Auster y sin conocerlo, creo que entré en su mente, en sus idealizaciones de la vida y de cómo entender un mundo complejo y azaroso.

Hoy está conmigo y es permanente consulta en mis libros de cabecera.

¡Qué cierto fue aquello! Desde entonces nunca me ha abandonado una “ruma” de libros al alcance de mi mano. Pueden ser cinco, seis, incluso una decena de libros junto a mi lámpara de noche. Y mi sorpresa no cesa. Me he enterado de la muerte de Paul Auster: y dos de sus títulos están junto a mí. Libros que ya he leído, pero que siempre releo como para descubrir dónde estuvo la magia en su escritura, qué recursos o herramientas literarias usó para provocar tal encantamiento y fascinación. Lo último que supe de Auster tuvo que ver con vida privada: la muerte de su nieta y de su hijo Daniel (nombre que al parecer a Auster le encantaba) en confusas situaciones vinculadas a las drogas. Seguramente algún día escribiría de ello. Como escribió de tantas cosas. Al fallecer tempranamente su padre, surgió La invención de la soledad; una historia inolvidable sobre su relación con el padre y difícil como todos las hemos tenido con nuestros padres. Antes me impresionó La trilogía de Nueva York y comprendí que Auster, de alguna manera, en su primer intento buscó escribir novelas policiales y negras. Ahí recordé esa primera obra, quizá tímida, olvidable sin duda, de Paul Auster. Era un tema que le atraía sin ser su única fascinación.

En mi velador continuarán los títulos de Paul Auster —ya no podré incorporar nuevas obras de él—, y esa sensación de vacío confirma que su lectura no fue en vano, que persiste desde mi juventud esa fuerza literaria que no ha muerto hoy; Paul Auster está vivo. ¿Cómo comprender que la muerte de un escritor no es una muerte tal cual es la muerte? Debe ser el misterio de la escritura. Esa por la cual trascendemos. Por tanto, quienes dicen que Paul Auster ha muerto esta madrugada quizá estén equivocados.