Pedro Murúa (Viña del Mar, 1971) es funcionario de la Municipalidad de Viña del Mar desde 1994 y escribe poesía y narrativa. Ha publicado dos libros de poesía, “En otras palabras” el pasado año 2018 y “Voces de un cuadernillo preocupante” el año 2019.

Damos a conocer dos cuentos de un libro de relatos pronto a ser publicado.

SENTIDO DE MUJER Y DEL DEBER

Por Pedro Murúa

Era la tercera vez que se veían. Gustavo Apiolaza, prestigioso rector de la Universidad de la Cordillera mantenía como siempre un trato amable y atento hacia ella. En esta oportunidad algo sería diferente, Milka Brecht aceptó la invitación del hombre y fueron a la cabaña que Gustavo había comprado varios años atrás en el Litoral Central de Chile. Fruto de su abnegada y consciente labor en alguna entidad del sector público, pudo adquirir este y otros bienes raíces. Consiguió un muy buen precio de compra por esta cabaña, su valor fue rebajado en un setenta por ciento respecto del precio real de la vivienda. Por decisión de Milka, decidieron ir en el automóvil del hombre, un BMW del año 1997, conservado en excelente estado, y lógicamente de color azul.

Extrañamente, Milka conocía el lugar, sabía cómo llegar y más aún tenía perfectamente claro el camino de regreso. La cabaña se veía excelente, muy pulcra, elegante, limpia y bien conservada. Probablemente el único detalle fue que al llegar, no obstante estar muy próximas las casas unas de otras, no salió ningún vecino a saludar, y ambos ingresaron a la vivienda sin ser vistos por nadie.

La cena estuvo fantástica: un buen lomo asado, con ensaladas variadas, vino cabernet sauvignon y de postre leche asada, preparada el día anterior por doña Manuela Jeria, mucama ocasional de Apiolaza. Comieron y bebieron con la apacibilidad que brindan los ecos de las olas del mar de fondo.

Milka era una mujer atractiva; a sus 50 años se veía muy bien conservada y muy probablemente no tendría nada de envidiar a muchas de treinta. Un metro setenta y cinco de estatura, delgada, rubia, ojos claros, cuerpo bello y sensual. Por su parte, Apiolaza, diez años mayor, ofrecía la contextura de un hombre preparado y cuidado físicamente, al tipo militar. A Milka le llamaba la atención su trato, siempre atento, y presto a atender a la mujer apenas daba señas de necesitar algo. Por lo demás, era un hombre culto, con una elocuencia fina, aunque enérgica a la vez y que hacía pensar que alguna vez pudo dirigir un grupo de trabajo numeroso. El hombre, a pesar de las interrogaciones de Milka, no hablaba de su pasado laboral, se limitaba a decir que era un afortunado de la vida y que había estado en el lugar y la hora precisa. Por su parte, la mujer, como muchas, guardaba información que la mantenía con ventaja varios niveles por sobre el hombre. Ella sabía de él, sin lugar a dudas.

Después de la cena y ante la curiosa invitación de Apiolaza, se fueron a la cama:

—Escúchame Milka, ya es la tercera vez que nos vemos, somos personas adultas. La cabaña cuenta con tres dormitorios: uno, el principal y otros dos para invitados. ¡Tú eliges!

—Al igual que tú, también elijo el principal —dijo en forma serena, tranquila, con el convencimiento de su estatus femenino y continuando con un plan previamente establecido.

El hombre se acostó primero, consciente de que ello le permitiría tener la visión de Milka y todo el ritual o proceso previo antes de que ella se tendiera. Y fue como esperaba; la bella rubia, junto con dejar ver parcialmente parte de sus senos, se incorporó a la cama con un pijama de color escarlata. Optó por el lado de la cama que se encontraba más próximo a la puerta de la habitación. Ya juntos, el hombre acarició la suave faz del rostro de Milka, mientras ella asintió besándolo suavemente, sin pasión, y haciéndole saber un grado de deseo menor, virtualmente inexistente. Una vez que el hombre se volteó hacia ella, comenzaron las caricias, aunque sobre las ropas. Ella se limitó a abrazarlo y cruzar las manos en torno de su espalda. Apiolaza, por su parte, quiso ir más allá y trato de desprender el pijama de la mujer. Milka no lo toleró:

— ¿Qué ocurre, estás bien? —dijo el hombre un tanto extrañado y molesto. Justo cuando se predisponía a tomar disimuladamente media pastilla de viagra.

—Gustavo, creo que aún no estoy preparada para eso. ¿Podemos dormir en esta oportunidad como amigos? Entiendo que te molestes, pero has sido tan tierno y me has hecho tan feliz las veces en que nos hemos visto. Te pido un tiempo más para que concretemos nuestra incipiente relación.

Al contrario de lo que se podía esperar, Apiolaza guardó silencio, no se molestó, se alejó levemente y dijo:

—Te entiendo y cuentas con todo mi respeto, ya habrá el momento más idóneo para lo nuestro; tengo la paciencia necesaria y creo que esta relación se puede proyectar a largo plazo. Por ahora si estimas durmámonos.

—Gracias —dijo Milka, sin emitir juicio alguno. Se preparó para voltear su cuerpo y mirar hacia la pared más próxima, esperando lucidamente a que el hombre se durmiera. Entrenada para gestiones de este tipo, sólo una vez que se durmió Apiolaza, lo hizo ella. Y según la misma lógica, despertó primero en la nublada mañana de aquel domingo, temprano, a las cinco en punto y en el silencio más profundo de una comunidad que sabía de ello.

A las cinco y diez minutos, Milka se levantó de la cama, con una sagacidad y cuidado que hizo imposible algún tipo de reacción por parte del hombre. En primer lugar y ante un posible despertar de este, se dirigió a la cocina para encender el hervidor de agua. Mientras lo hizo, Apiolaza no dio muestras de querer abrir los ojos. Después de ello y sigilosamente se dirigió al living de la cabaña, abrió su cartera, sacó un rosario cristiano, lo guardó en su bolsillo, en seguida sacó una impoluta y pocas veces usada pistola. Antes del cometido final, se dio cuenta de la presencia de una gata rubia (un tanto descuidada). La gata se limitó a frotar suavemente su cuerpo en las canillas de Milka. Afortunadamente no hizo nada más. Por un momento temió que hiciera un ruido que arruinara su plan.

Milka se dirigió a la habitación donde aún dormía Apiolaza. Con la precaución que otorga la experiencia incorporó al arma de fuego un silenciador y disparó dos balazos en pleno corazón del hombre. Los tiros fueron ejecutados con tal precisión y juego de manos, que el hombre, en lo fundamental, efectuó un sorpresivo salto, no pudiendo su organismo generar las fuerzas necesarias para un posible contraataque. Falleció al instante.

Antes de salir de la cabaña, Milka hizo lo posible por borrar todo vestigio de su presencia; si lo logró o no, el tiempo lo aclarará. Su equipo de rescate se encontraba a sólo dos cuadras de la cabaña; ahí la esperaban Manuel y Ramiro, en la clásica Chevrolet C10 de 1973. El cometido fue logrado. En el trayecto a la ciudad no quiso pensar en el pasado, ni en la oportunidad en que décadas atrás había estado ahí, ni en el otro nombre que usaba Apiolaza, ni en los golpes, ni en las quemaduras en sus senos, ni en los roedores recorriendo su más próximo sentido de mujer, ni en el resto de sus amigos que gritaban y gritaban en aquella (otrora) inexpugnable casa de torturas.

JOHN

El doctor Fabián Santelices Goic desde siempre fue un coleccionista de objetos de arte, libros y material musical en diversos formatos. Criado en una de las familias más pudientes de la ciudad de Santiago, desde pequeño fue observado en los prados y jardines de la vivienda familiar recolectando y guardando para sí hojas, gusanos y piedras. A los 26 años obtuvo el título de médico cirujano sin mayores problemas. El legado de sus padres, también doctores, al parecer hizo que su carga genética fuera favorecida y terminara los estudios de acuerdo a su planificación, en el tiempo justo y a la edad estimada. Muy tranquilamente, a diferencia de algunos coetáneos de cátedra, que debían realizar ingentes esfuerzos por culminar exitosamente cada una de las asignaturas; a Santelices no, su capacidad le permitió pasar cada escollo sin mayor dificultad.

No obstante, una vez titulado, jamás ejerció la profesión. En su lugar se dedicó a los negocios de la familia y a cultivar en las artes y la cultura su inquieto intelecto. Muy pocos de sus vecinos sabían de su profesión. Incluso, sin el menor remordimiento, se recordaba de algunas ocasiones en que por azar del destino se requería con emergencia la presencia de un doctor, él permanecía quieto, frío e impávido; ya fuera una mujer embarazada tirada en el suelo, o cuando alguno de sus vecinos era víctima de un infarto u otro mal. Uno de ellos, incluso murió por falta de atención. Probablemente el mayor provecho, y casi exclusivamente, de su formación profesional lo obtuvo su esposa antes de morir, a quien cuidó por dos meses, antes que un venenoso cáncer al hígado se la llevara.

Siempre su espíritu vital se encontraba al acecho de remates o ventas de ocasión de objetos que hicieran aumentar sus ya diversas colecciones; miraba la prensa, sitios web o conseguía datos otorgados por amigos. En los últimos años su interés se había inclinado hacia las colecciones de libros y discos de vinilo. Gracias a su acomodada situación económica no tenía mayores dificultades y cada vez que podía enfrentaba de buen gusto la posibilidad de acrecentar alguna de sus colecciones.

La mañana del 11 de agosto de 2015 se encontraba en su oficina, cuando en el sitio web sobre avisos económicos más conocido, observó un recuadro en el que se anunciaba la venta de diversas colecciones, por cambio de casa, en el sector oriente de la capital. Sin pensarlo mayormente, llamó al teléfono indicado, dejando establecida una visita a la casa para el mismo día a las cuatro y media de la tarde.

Llegó al lugar puntualmente, una vez tocado el citófono, la voz de una persona joven contesto:

—Hola… buenas tardes. ¿Qué desea?

—Buenas tardes, soy Fabián Santelices, he venido por el aviso del sitio web —dijo con voz tranquila mientras miraba los alrededores de la casa. Le llamó la atención la gran cantidad de abejas que pululaba en torno a los arbustos que la rodeaban.

—Ah claro, voy en seguida. —Ya afuera, la voz joven le dijo que no temiera, que las cientos de abejas eran inocuas y en meses no habían picado a nadie. –Adelante señor Santelices, entre por favor, mi nombre es Nicolás Paic.

Al ingresar a la casa, seis perros le dieron la bienvenida. Se incomodó un poco ya que si bien respetaba bastante a los animales, no era de aquellas personas que quisieran tener una mascota en su hogar. Desde la muerte de su esposa había preferido estar solo la mayor parte del tiempo. Por lo menos hasta aquel día no le llamaba la atención contar con la compañía de una mascota. Por cierto, reparó en el aroma y en el ambiente a perro que se respiraba en el lugar.

—Son mis acompañantes, usted entenderá, vivo solo en esta gran casa y ellos me hacen compañía. Si usted se da cuenta, son todos perros quiltros, los he recogido de la calle, los quiero mucho -dijo Paic- al comenzar a señalar el nombre de cada uno. A la vez, Santelices le escuchaba desganado y con una forzada paciencia.

—He venido por…—alcanzó a decir Santelices cuando lo interrumpió el joven.

—Ah, disculpe, usted viene por lo de las colecciones en venta. Verá, señor Santelices, mi padre murió sólo un mes atrás, y la mayor cantidad de cosas que he puesto a la venta le pertenecían. Necesito desocupar un poco la casa ya que pronto la venderé. Son muchos libros, pero usted verá, soy muy mal lector. Hay otro tanto importante de discos de vinilo, pero mis gustos musicales distan demasiado de los de mi padre, que era más bien habitual a lo que se llama repertorio clásico. Hay obras de pintura, traídas de Europa principalmente, pero que, a decir verdad, no las tolero del todo. Bueno, prácticamente todo lo que hay acá está a la venta, se lo digo de antemano.

—Bueno, gracias, veamos -dijo Santelices.

—Muy bien -dijo Nicolás e hizo pasar al doctor a la habitación donde mantenía los libros dispuestos para ser vendidos.

Al ingresar en ella, la mirada de Santelices se agudizó, captó inmediatamente la gran cantidad de obras importantes que tenía a la vista; ediciones exclusivas, otras raras y varias primeras ediciones. En primer lugar, le llamó la atención la bella edición del Ingenioso Hidalgo Don Quijote de la Mancha ilustrada por Salvador Dalí, que se encontraba a sólo unos centímetros hacia la ventana, y luego tomó en sus manos, una edición española de la Divina Comedia de Danta Alighieri con fecha de publicación el año 1885. Más se maravilló al ver una edición mexicana de las obras completas de Herman Hesse. El hombre se encontraba particularmente extasiado, aunque sin ser elocuente ni manifiesto al respecto. Dejó sobre un escritorio que había en la habitación, cincuenta libros separados.

—Al final del recorrido hablamos de dinero -dijo Santelices, mirando al joven que proyectaba un final feliz para aquella visita.

—Muy bien señor —Dijo Paic —, conduciendo al hombre a la siguiente habitación para que viera los elementos u objetos de música.

Un melómano empedernido como Santelices, no podría dejar pasar en vano el hermoso material que se encontraba frente a sus ojos. El primer tesoro que observó fue una caja con la edición de las nueve sinfonías de Beethoven publicadas en formato de vinilo en 1988 por Deutsche Grammophon y dirigidas por Herbert Von Karajan. La caja se encontraba en perfecto estado. Otro tanto le maravilló el box set con las obras completas en formato CD de Johann Sebastian Bach, pero lo que más le conmovió fue la fantástica colección de autores contemporáneos, como Xenaquis, Max Richter, Steve Reich, John Cage, entre varios otros maestros y de quienes tenía algunas ediciones, aunque no tan variadas ni en colecciones tan bellas como aquellas de origen europeo y que estaban frente a sus ojos. Se tomó unos veinte minutos y dejó a un costado de la habitación unos cien discos de vinilos y alrededor de ciento cincuenta CDS.

Hasta aquel momento el episodio se encaminada a lograr una buena venta por un lado y una magnífica adquisición por el otro. Pero, como a veces ocurre y los imprevistos suelen ser más usuales de lo que quisiéramos, ocurrió que al invitar Paic a ingresar al doctor al cuarto donde se encontraba la colección de obras de pintura, el doctor miró hacia el final del pasillo que unía las cuatro habitaciones y observó un antiguo sillón con brazos de caoba en el que yacía un perro estirado y solitario.

— ¿Y aquel? —dijo el doctor. — ¿No se divierte con los otros perros?

—Lamentablemente no —dijo el joven vendedor. —Aquel se llama John y es inválido, luego de un atropello quedó tetrapléjico.

—¿Es cierto? —dijo el doctor, un tanto incrédulo y acercándose al animal. Mientras tanto, este último, al notar la aproximación de los dos hombres, hizo señales haciendo de manifiesto su temor, abriendo sus ojos y adoptando una actitud, dentro de lo que podía, más defensiva. Intimidado tal vez al sentir la presencia de un extraño y las consecuencias que podría acarrear para su futuro vital. Se tranquilizó al ver que Paic lo acariciaba y le celebraba con expresiones que a priori sabía serían gratas para el enfermo animal.

—Así es, pasemos por favor a la habitación donde se encuentran los óleos. Dejemos a John, que al ver a algún extraño se siente muy ansioso. Entre hacia acá por favor, señor Santelices -dijo el joven.

Santelices se quedó un poco atrás, mirando al animal, quizás, tratando de asociar sus conocimientos de medicina para aplicarlos en aquel pobre perro y ayudarle a sobrellevar una vida un poco más vital. En un segundo trató de hacer la relación entre el sistema nervioso de un ser un humano y lo que intuía debía ser en un perro, el mismo ejercicio llevó a cabo respecto de la estructura ósea del animal. Esto ocurría mientras Paic, quería nada más que el cliente ingresara en la habitación próxima.

—Entre por favor, señor Santelices -dijo ligeramente molesto.

Pero el hombre seguía inmóvil. Las reflexiones sobre la anatomía del animal y sus posibles fuentes de reparación dieron paso a una suerte de conmoción y tristeza. A él mismo le parecía tan curioso, pues sus capacidades jamás fueron puestas en beneficio de persona alguna, qué ocurría en él respecto del animal. Por otra parte, se daba cuenta del gran corazón de Paic al mantener con vida, alimentar y querer a un ser en este estado. Accedió e ingresaron a la siguiente habitación. Mientras miraba los óleos, no cesaba de pensar en el mastín. En esta habitación y ya bastante abstraído de su cometido original, separó cuatro óleos. El que más le maravilló fue una naturaleza muerta pintada por Alfredo Helsby, fechada en el año 1900. Al salir de la habitación, Paic se encontraba con la sensación de misión cumplida, no obstante no contaba con la propuesta que el doctor formularía.

—Mi oferta por el material que he seleccionado es de veinte mil dólares y agregaría mil más si me permite usted quedarme con el perro enfermo. Con John. Esa es mi propuesta —dijo, mientras Paic se rascaba la cabeza con un aire de sorpresa e incredulidad que pocas veces había sentido.

—¿Perdón? -señaló alzando sus frondosas cejas. John no se encuentra a la venta. ¿Se da cuenta usted de lo que me pide, señor Santelices? ¿Por qué querría usted quedarse con John?

—Creo que tengo los medios y las capacidades para dar una mejor vida al animalito. Soy doctor y aunque nunca he ejercido mi profesión, soy un profesional de la salud.

—No señor; John no se encuentra a la venta.

—Muy bien —dijo el doctor. —Creo que por hoy es mejor dejar esto hasta acá. Hoy no compraré los productos que he seleccionado. Me gustaría que usted meditara la oferta que le he hecho señor Paic. Piénselo y de aquí a veinticuatro horas le pediría que me diera una respuesta.

—Está bien, aunque como le he dicho John no se moverá de esta vivienda. Pero si usted estima, me puede llamar por teléfono mañana al mediodía.

Santelices dejó la vivienda y regresó a su casa sumergido en una serie de pensamientos confusos: por una parte, las colecciones se veían perfectas, ampliarían su ya importante salón de elementos culturales, pero por otro lado, sentía la inefable sensación de palpitar la inutilidad de todo, al ver las condiciones en que se encontraba aquel perro. Aquel día se fue muy temprano a la cama, después de apagar la televisión, pensó en el vacío interior que cubría su ser, la inutilidad de las cosas, la inutilidad de una vida sin sentido, formado en la mejor universidad del país, para ayudar al prójimo, al hermano, y no para llevarse parte importante de su vida juntando cosas, propiedades y soledades. John le daría la posibilidad de, por lo menos, dedicarle sus días a alguien, de querer sanar a algún ser, aunque fuese un animal medio moribundo.

Por su parte, Paic, en aquella nublada noche, y en su lecho solitario de hombre joven, pensaba en la oferta del doctor. Un nuevo automóvil o el esperado segundo viaje a Europa se presentaban como las posibles opciones para la futura inversión. Eso lo entusiasmaba y generaba en sus expectativas una ansiedad que no le permitía conseguir el sosiego necesario para dormir. Pero… ¿y John? ¿Lo dejaría ir? Por un momento pensó… pero se regañó a sí mismo. Además no tenía claridad sobre las reales intenciones de Santelices respecto del animal. Estuvo en eso casi una hora, hasta que el recuerdo de su recién fallecido padre lo serenó he hizo que la brisa del sueño dejara caer sus gotas en su pensamiento. Se durmió.

Al día siguiente y puntualmente a las doce del día, Santelices le llama por teléfono.

—Buenas tardes, Nicolás, le llamo para saber si pensó en la oferta que le hice.

—Claro que lo pensé -dijo Paic con aire de intranquilidad. He pensado en su oferta y la acepto, pero John se queda en mi hogar. Él no se vende.

—Muy bien, le entiendo, es usted muy joven aún. No nos apresuremos, puedo otorgar otras veinticuatro horas. Pero si usted me permite, mañana estaré en su hogar a las once diez de la mañana para que hablemos personalmente.

—Está bien, lo espero mañana, señor Santelices.

Así fue como las ilusiones del doctor se fueron haciendo más difusas. Observaba que el joven era realmente un querendón de los animales y sería muy difícil hacerlo cambiar de opinión. Se aferró a una última esperanza, subir la oferta. Es un buen hombre dijo, pero todo el mundo tiene su precio. Estas cavilaciones le invadieron toda aquella tarde. Lo propio en Paic, quien veía la posibilidad de que sus proyectos se esfumaran. Era muy posible que llegaran otros interesados, pero alguno con el dinero suficiente como para efectuar una compra tan considerable como la de Santelices, era prácticamente imposible. Estos pensamientos lo entristecieron y tuvo una muy mala noche.

A la mañana siguiente, al llegar Santelices, el joven aún dormía, así que le pidió que lo esperara un momento afuera de la casa. Cinco minutos después salió y le abrió la puerta. Lo invitó a pasar, se encontraba vestido con unos pantalones de traje de color gris que pertenecieron a su padre. Al ingresar en la sala, algo les llamó la atención a ambos: los perros no salieron al encuentro del visitante, como ocurría siempre que alguien ingresaba al hogar. Por cierto, ambos hombres lo notaron. Por lo mismo, se dieron a la tarea de investigar para establecer donde se encontraban. Los encontraron al fondo del pasillo rodeando el sillón donde se encontraba John. Ambos, se acercaron y vieron la lamentable escena: John yacía muerto.

—¡Pero, qué ocurrió! —dijo Santelices con una voz triste, aunque enérgica e indicando con sus manos al animal muerto. ¿Usted no…?

La negativa de Paic con su cabeza fue manifiesta, aunque prefirió no emitir juicio. Ambos permanecieron en silencio por unos cuatro minutos. Luego, intercambiaron algunas palabras y teorías respecto de lo ocurrido, como queriendo exculparse mutuamente de ello. El uno, pensando en los sueños inmediatos que no serían cumplidos y el otro en el incremento de la ya existente colección de objetos de arte, así como de rescatar algo que fuera de su sentido de humanidad.

Ambos hombres se despidieron fríamente. Fue una reunión que les dejó un áspero y amargo sabor. El trato no se cerró. Un rato después, Santelices dejó la vivienda. Condujo su vehículo y se dirigió a la tienda de venta de productos de mascotas para devolver los medicamentos, varios protectores de miembros posteriores y una camilla de color rojo que hubiera hecho muy lindo juego con el color negro y blanco de John.