Por Eddie Morales Piña

Dentro del imaginario colectivo en relación con la producción de libros como una política cultural de Estado, no se puede soslayar lo que ocurrió al respecto durante la presidencia del Dr. Salvador Allende. En aquel tiempo se implementó un programa editorial que llevó la presencia del libro a múltiples sectores. La masificación de la lectura mediante la publicación de obras literarias de distintas épocas, tendencias y autores variados. Como lo ha consignado la investigación académica, el proyecto editorial fue algo no visto con anterioridad -ni tampoco a posteriori-. Parte de mi biblioteca conserva los libros que adquirí antes del 73 publicados por la Editorial Quimantú, -este era el nombre escogido para formar parte de las diversas colecciones que entraban en aquel proyecto. Este tema ha sido suficientemente estudiado por la academia, y es un dato relevante al momento de analizar lo que fue aquel gobierno interrumpido. A cargo de la editorial estaba el escritor y periodista costarricense Joaquín Gutiérrez, cercano al presidente Allende.

Los libros de literatura ficcional –porque también había otros de naturaleza más bien ideológica, como “Los cuadernos de Educación Popular”, de orientación marxista, cuyo objetivo era “entregar a los trabajadores chilenos las armas teóricas necesarias para transformar la sociedad en forma consciente y creadora”, según dice los textos- se agruparon en dos colecciones, a pesar de que después hubo otra que se denominó “Colección Cordillera”, donde leímos obras de Carlos Droguett, Walter Garib, Franz Kafka, Braulio Arenas.

La primera tenía el título de “Quimantú para todos” cuya finalidad fundamental era “satisfacer una amplia necesidad cultural y ofrecer lo mejor de la literatura chilena y universal de todas las épocas, a precios populares”. Efectivamente, los libros se vendían en los quioscos de diarios y tenían un valor menor a una cajetilla de cigarrillos. Los primeros ejemplares fueron “La sangre y la esperanza” de Nicomedes Guzmán (octubre de 1971), “Todas íbamos a ser reinas” de Gabriela Mistral, “El chilote Otey y otros relatos” de Francisco Coloane, “La viuda del conventillo” de Alberto Romero, “Poemas inmortales” de Pablo Neruda; luego vinieron autores como Máximo Gorki, Manuel Rojas, Mark Twain, Diego Muñoz, Enrique Lihn, Edgar A, Poe, Guillermo Atías, Antón Chejov, Julius Fucik, Jack London, Bruno Traven, Federico García Lorca, Knut Hamsun, entre otros muchos. De esta colección conservo casi todos los ejemplares que compraba sagradamente en un quiosco en Valparaíso.

La segunda colección se llamaba “Minilibros Quimantú”; según leo en uno de ellos: “Quimantú pone aún más al servicio de nuestro pueblo los bienes culturales que durante tanto tiempo le fueron negados”. Los minilibros, tal como su nombre lo indica, fueron pequeños textos de un formato 15 x 10 cm, libros de bolsillo, cuyo tiraje era de una cantidad apreciable de ejemplares. Tomo uno al azar: “Los siete ahorcados” de Leonidas Andreiev, y veo en la última página que el tiraje era de nada menos de 80.000 ejemplares, mientras que “Rimas” de Gustavo Adolfo Bécquer alcanzaba los 100.000. El primer libro publicado fue “El chiflón del diablo” de Baldomero Lillo (julio de 1972). La colección la tengo también casi completa, porque algunos títulos los presté en su momento, pero no retornaron a casa.

Estos son los “minilibros”, entre otros, que están en mi biblioteca, incluidos los ya nombrados de Lillo, Bécquer y Andreiev:

“El enemigo de Napoleón” de Arthur Conan Doyle.
“El Cuarenta y Uno” de Boris Lavreniev.
“Cuentos de la selva” de Horacio Quiroga.
“La camará” de Fernando Santivan.
“Malva” de Máximo Gorki.
“Motín a bordo” de Julio Verne.
“El diablo en el cuerpo” de Raymond Radiguet.
“Una mujer partió a caballo” de D. H. Lawrence.
“Regalo de Navidad” de O. Henry.
“Dubroski, el bandido” de Alejandro Puchkin.
“La moza” de Hermann Sudermann.
“La reina de los caribes” de Emilio Salgari.
“Pequeña historia de una pequeña dama” de Armando Cassígoli.
“Bartleby” de Herman Melville.
“Macario” de Bruno Traven.
“El muelle de las brumas” de Pierre Mac Orlan.
“El fantasma de Canterville” de Oscar Wilde.
“El regreso” de James Oliver Curwood.
“Los gallinazos sin plumas (Cuentos del Perú).
“La fiesta de las balas” (Cuentos de México).
“Banda de pueblo” de José de la Cuadra.
“Míster Jara” de Gonzalo Drago.
“La risa roja” de Leonidas Andreiev.
“El destino de un hombre” de Mijail Sholojov
“La carta” de Somerset Maugham.

El número 56 de la colección no alcanzó a ver la luz bajo el sello Quimantú, pues estaba en prensa en septiembre de 1973 cuando vino el golpe de Estado. Ese “minilibro” correspondía a una obra de David H. Lawrence titulada “El escarabajo”. Sorprendentemente, apareció en el mes de enero de 1974, ahora bajo un nuevo sello: Editora Nacional Gabriela Mistral y con sólo 20.000 ejemplares. Luego vinieron nombres como P. H. Lovecraft, De Amicis, Conan Doyle, Twain, Balzac, Poe, Salgari, y chilenos como Daniel Riquelme con su conocido “Bajo la tienda”. Algunos de estos ejemplares también están entre mis libros. Poco tiempo después, los minilibros desaparecieron para no retornar. Los dibujos de las portadas de aquellos textos también marcaron una impronta artística y ahora son verdaderos íconos de una época.

Por último, no puedo dejar de señalar que hubo también otra colección entrañable que se llamó “Nosotros los chilenos”, destinada al conocimiento de nuestra identidad nacional desde diversos aspectos. Entre estos conservo los dos tomos de “Los terremotos chilenos” de Patricio Manns, publicados en abril y mayo de 1972, además de otros como “Chiloé, archipiélago mágico” de Nicasio Tangol, y “Poesía chilena” de Jaime Concha.

Los libros de Quimantú forman parte de nuestros patrimonios que debemos conservar en la memoria colectiva como una instancia histórica difícil del olvidar.