Jorge Muñoz Gallardo es profesor de Castellano con estudios de Derecho y Ciencias Sociales. Fue colaborador de los diarios “Austral” de Valdivia, y “La Época“ de Santiago. Ha ganado y también quedado como finalista en numerosos concursos literarios realizados dentro y fuera de Chile. Ha publicado tres volúmenes de cuentos y dos novelas con la Editorial Forja. Su último libro, “El búho bajo la luna”, fue publicado el 2023 por el grupo editorial Ígneo (Perú).

TELARAÑA

Por Jorge Muñoz Gallardo

La noche era profunda y envolvía la isla en una atmósfera de misterio, el viento frío agitaba las copas de los árboles y azotaba con violencia las débiles ramas de los arbustos. A lo lejos brillaba alguna luz que parpadeaba entre las sombras y desaparecía, a ratos se escuchaba el aullido de un perro, por momentos pesaba un inquietante silencio. Una silueta avanzó sigilosa deteniéndose cada cierto tramo para oír con atención, observar a su alrededor, luego seguir con la misma cautela. Se dirigía a la playa donde las olas rompían con estridencia sobre las abundantes rocas que se erguían como jorobas negras. Cuando salió de la vegetación caminando por un sendero angosto que descendía hacia el mar dejó ver su figura, era un hombre de unos cuarenta y cinco años, de mediana estatura, fornido, que llevaba una camiseta sin mangas, un pantalón de baño y unas zapatillas deportivas. Se detuvo otra vez, observó a su alrededor, todo estaba igual, solitario y lúgubre. Volvió a mirar la extensa playa cubierta de algas y conchas, allá, a unos ciento cincuenta metros, estaba el bote, amarrado a una estaca. Al llegar se precipitó en la cuerda, la desató, empujó el bote y saltó a su interior, cogiendo los remos empezó a bogar con energía. Una botella de aguardiente era el único acompañante de su peligrosa aventura. Había empezado a llover, un trago del áspero brebaje le infundió calor, también la temeridad que necesitaba. Por suerte el viento había disminuido y el mar conservaba cierta calma, aunque el bote se zarandeaba y sus manos aferradas a los remos le dolían, al igual que los hombros y el cuello. Después de unas seis horas remando en la bruma espesa, donde sus músculos y sus nervios fueron sometidos a una enorme exigencia, llegó a la caleta de pescadores donde lo esperaba un individuo alto, envuelto en un grueso poncho de lana, que cubría la cabeza con un sombrero de ala ancha y después de saludarlo con un gesto significativo lo llevó al pueblo en un viejo automóvil. El vehículo se desplazó por senderos embarrados y más tarde por callejuelas estrechas, cubiertas de adoquines, bordeadas de casas bajas que recortaban sus siluetas negras contra el cielo gris del amanecer. En el trayecto no hablaron pese a que él dominaba seis idiomas y su español era bastante bueno; estaba rendido por el cansancio y la tensión, de no ser por la botella de aguardiente que terminó vacía no lo habría conseguido, eso pensó. Ya instalado en la vivienda de su anfitrión, pudo darse un baño y vestirse con ropa de calle. Enseguida, una taza de café bien caliente, unos huevos revueltos y pan hecho en casa le devolvieron su natural seguridad. Un bolso con elementos de aseo personal, dinero, otras cosas necesarias, un sobre con documentos falsos de impecable factura, completaron la jornada. A la noche siguiente, el mismo individuo lo llevó a la pequeña estación que olía a humo y excremento de caballo, donde un grupo de sujetos abrigados con ponchos, otros con chaquetones de lana, que portaban maletas y bolsos, iban y venían por el andén. Él subió al vagón de un tren que lo llevó al noreste a través de un paisaje que no pudo apreciar en sus rasgos más peculiares debido a la oscuridad y la llovizna persistente. Las horas pasaban lentas, sometidas al monótono compás del tren. Por fortuna en su coche iban pocos viajeros, con la frente apoyada en el cristal observaba, a medida que iba aclarando, como una película borrosa, pasar las aldeas, los campos y los cerros distantes. Se apartó de la ventana y acomodando la cabeza en el respaldo cerró los ojos, entonces recordó su pueblo natal allá en la lejana Europa, vio su casa, el jardín donde solía jugar con su hermana Elisabeth y el rostro de su madre que los miraba desde una ventana; también pensó en su joven esposa y su pequeño hijo al que aún no conocía, si todo salía bien, en poco tiempo más estaría con ellos. Poseía información precisa de las libras falsificadas escondidas en cajas selladas que habían sido hundidas en el fondo del lago Toplitzsee, y de algunos de los archivos soviéticos, esas eran sus monedas de cambio. Si todo continuaba como lo tenía planeado acabaría trabajando en los servicios de inteligencia de la Alemania occidental, así hallaría una seguridad relativa para él y su familia durante el tiempo necesario para conseguir sacar a su mujer y a su hijo por el paso de las Ratas, abandonar definitivamente Europa, y volver al sur de aquel país austral donde pensaba radicarse e iniciar otra vida.

Su nuevo aspecto era el de un vendedor viajero. En la ciudad de R lo esperaba un amigo leal. El amigo lo ayudó a esconderse durante tres semanas en distintos lugares y casas de la ciudad. A mediados de octubre, ya despejada la nieve cordillerana, el fugitivo fue dejado por los colaboradores de su amigo en las cercanías de unas termas abandonadas, desde allí emprendió el viaje a caballo por las antiguas rutas usadas por los contrabandistas, y una mañana vio a un cóndor batiendo las alas con lenta elegancia en la altura celeste, lo que interpretó como un signo favorable. Después de varios días de cabalgar por senderos estrechos, bosques y montes llegó a la planicie, había cruzado la frontera sin tropiezos. Siguiendo las instrucciones de su amigo llegó a orillas de un lago, allí lo esperaba un sujeto con una lancha. Durante el trayecto no intercambiaron ni una sola palabra. Al otro lado del extenso lago se veía un pueblito formado por casas de un piso, ahí permaneció escondido poco más de dos meses. Hasta el momento todos sus contactos se movían como las piezas de un ajedrez, pero sabía que lo buscaban y no debía cometer la menor equivocación. Por eso no respondió a las insinuaciones de la atractiva mujer del amable dueño de casa, aunque cultivó la amistad del perro amarillento y lanudo que le hacía toda clase de gracias cada vez que salía al patio. A finales de diciembre abordó un coche, conducido por el mismo sujeto de la lancha, que lo llevó a la costa atlántica donde subió a bordo de un barco mercante que lo transportó a Buenos Aires. Su vida dependía de aquellos individuos y las vidas de muchos de ellos dependía del éxito de su acción. En la capital argentina se desplazaron nuevamente las fuerzas protectoras, después de una semana de movimientos ocultos y contactos furtivos pudo por fin esperar en el muelle, con el respetable aspecto de un hombre de negocios y toda su documentación en regla, el barco que muy pronto zarparía para navegar hacia Europa. El muelle estaba lleno de gente que esperaba impaciente, algunos jóvenes con mochilas negras hablaban y reían. A través de las puertas abiertas de los galpones, pudo ver la silueta gris del barco, inmóvil junto al muelle y comprobar con ansiosa satisfacción que los ojos de buey de la nave estaban iluminados. Era una noche clara, una brisa tibia soplaba, aun cuando su situación no estaba para ensoñaciones, y él tenía demasiadas cosas de las que preocuparse, no pudo dejar de sonreír pensando que sería gratificante compartir su camarote con una hermosa latina. Pero en ese instante una voz resonó autoritaria a su espalda:

-Hans Schröder, está usted detenido.

Giró con rapidez, se halló frente a dos sujetos que indudablemente eran agentes de la policía. Su sorpresa fue enorme al reconocer, en uno de ellos, al hombre que lo llevó en lancha por el lago.