UNA LAS DOS (EL DILUVIO)

Por Emilio Ramón

El diluvio te encontró en mi departamento, querida. No tenías cómo imaginarlo. La tarde era cálida y la luna comenzaba a asomar brillante y rojiza. Apareciste tras mi puerta y a mí el corazón casi se me vuela. Llevabas una falda negra y una boina roja que destacaba aún más tus ojos color cielo. Traías encima el olor del crepúsculo, de la ciudad, de esos cigarrillos mentolados que tanto extrañarías después. Venías a buscar el último testimonio de tu paso por mi intimidad. Daniela, me dijiste, vengo por mis discos, disculpa no haber llamado antes. Te dije que pasaras, que te sentaras, pero necesitabas irte pronto, ella te estaba esperando en un café del centro. ¿Les va bien?, pregunté metiendo el dedo en mi propia llaga. Y sí, les iba bien, pronto se pondrían con un local de chucherías en Lastarria y se irían a vivir cerca del cine. Quise llorar un poco. Quise morir un poco. Quise besarte, sobre todo, mascar tu carne, tenerte dentro de mí, ser una las dos, tal como ahora lo somos. Y comenzamos a escarbar en la colección de discos que ya no sería tan grande. Todo se había acabado, pensé; todo, el helado de chocolate suizo acompañando las viejas películas europeas, los paseos nocturnos por el barrio, nuestras piernas suaves entrecruzadas sobre las sábanas, las tazas de café manchadas con tu labial. Bueno, creo que ya no hay más que agregar, dijiste. Pero justo en ese momento el cielo se nubló y comenzó el diluvio.

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Fuiste a hablar por teléfono al baño. Me pegué a la puerta y te escuché pidiéndole que esperara unos minutos a que la lluvia decayera, que no llevabas paraguas. Le dijiste también que no se preocupara, que la amabas y que pronto estarías con ella y a mí me dolió el alma. Fui a sentarme al sillón poco antes de que salieras del baño. Te paraste en medio del living y miraste los muros, como si no hubieras pasado un año de tu vida aquí conmigo. Luego miraste la ventana. Está muy fuerte la lluvia, dijiste, y yo asentí. Y sí, era muy fuerte, aunque nadie podría imaginar lo que vendría después… ¿Quieres una taza de té?, pregunté y tú me respondiste que sí. Sonreí. Cuando volví con las tazas estabas sentada en el sillón, tecleando algo en tu celular. Te veías tan bella, tan luminosa. Me diste las gracias y tomaste tu taza. Prendiste un cigarro mentolado y comenzaste a quemarlo con ansiedad. Quizás sea mejor que me vaya ahora, no parece que la lluvia vaya a decaer, dijiste como pensando en voz alta. Te habría rogado de rodillas que no te fueras, te habría atado a una silla también, pero no me atreví a nada más que a sonreír. Intentaste pedir un taxi en tu teléfono, pero no lo conseguiste. No había vehículos disponibles. Apagaste el cigarro en el cenicero, te levantaste, tomaste tu cartera y dijiste que te ibas, que esperarías afuera hasta que un taxi te recogiera. Sacaste un papel y un lápiz de tu cartera y anotaste algo. Que por favor que te enviara los discos a esa dirección, que tú pagabas en el envío. No quiero mojarlos, dijiste, y saliste del departamento. Y ya estaba. Sola otra vez, con la colección de discos a medias, con una taza manchada de labial vacía en la mesa de centro.
Diez minutos más tarde sonó la puerta. eras tú, empapada. Entraste, dejando un hilo de agua en el piso. No hay autos, no hay nada, dijiste. Te invité a secarte en mi habitación. Prendí la estufa, te pasé una toalla y algo de ropa. Cerré por fuera y acerqué mi ojo al rabillo de la cerradura. Te vi desnudarte. Te vi secando tu cuerpo delgado, tu sexo glorioso donde tantas veces me había perdido. Quise detener el tiempo, tenerte aquí para siempre, volver a ser una las dos… En ese momento era imposible imaginar que pronto lo seríamos, para siempre.
Preparé más té y te recibí como una taza humeante. Y la lluvia era cada vez más fuerte. ¿Me prestarías tu teléfono?, preguntaste con voz un poco arrastrada; el tuyo se había mojado y no funcionaba bien. Caminaste hasta el baño, la llamaste, le explicaste lo que había pasado, discutiste. Luego bajaste la voz, tanto que casi no logré oír cuando le diste mi dirección y le pediste que de alguna forma te sacara de aquí. Sí, “la loca” estaba cerca y podía hasta estar escuchando tras la puerta, dijiste. Así que fui a mi habitación, busqué en el cajón de las pastillas y volví con algunas que molí cuanto pude antes de ponerlas en tu taza de té. Luego me senté a esperarte. Esa noche no dejaría que te fueras con esa zorra.
Cuando volviste, el té aún humeaba. Me devolviste el teléfono y sonreíste como distraída. Dijiste que pronto recibirías una llamada, si había algún problema. Ninguno, te respondí. Te sentaste y tomaste de tu taza mientras el locutor de la radio daba las últimas informaciones. Todo Santiago estaba bajo una lluvia tan intensa como no se había registrado antes, se recomendaba no salir a menos que fuera estrictamente necesario, y se advertía de ciertos accidentes y cortes de calles. Luego anunció una canción. Era Un anno de amore, de Mina, tu canción favorita. Nos miramos, sonreímos, y por un segundo tu mirada dejó caer esa fría barrera y pude ver en tu interior. Pero fue solo un segundo. Pronto volviste a mirar por la ventana con preocupación, mientras en la radio la voz de Mina seguía lamentándose por un año de amor tirado a la basura. Un año, como el nuestro. Cuando la canción terminó, también terminaste tu taza de té. Pasaron unos minutos en que nadie dijo una palabra, solo el locutor que seguía informando del caos que se estaba formando en toda la ciudad. Vi cómo tus ojos se iban cerrando, poco a poco, pesados e inevitables, hasta que te dormiste, profunda y serena. Las pastillas nunca fallaban. Fui por una tapa, me quité los zapatos y subí los pies al sillón, apoyé mi cabeza en tu hombro y te dije cuánto te amaba. Cuando sonó el teléfono contesté y le dije a la zorra que estabas dormida, que pasarías la noche conmigo. Esperó unos segundos en silencio antes de cortar.

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¿Qué pasó? ¿Por qué estoy aquí?, preguntaste con expresión más de miedo que de sorpresa. Te sonreí y te dije que no te preocuparas, que solo te habías dormido. Pero no logré tranquilizarte; te levantaste, miraste a todos lados como buscando algo, y solo te detuviste al ver la lluvia, cada vez más copiosa, por la ventana. Pude ver en tu rostro cómo reconstruías la escena, la lluvia, tus cosas mojadas. No te llamaron por teléfono, te dormiste esperando, dije con una sonrisa en mis labios. Pero solo me respondiste que querías irte, que te prestara el teléfono, que sería solo una llamada y no volverías a molestarme. Te lo acerqué y me lo arrebataste de la mano; corriste con él al baño. No te seguí. Te esperé sentada en el sillón sin mover un músculo hasta que volviste, varios minutos después. No había señal. Prepararé desayuno, dije, y tú no me respondiste, te acercaste a la ventana y la abriste. El ruido de la lluvia entró claro y penetrante. Era un diluvio. Caminé hasta la cocina, puse agua a hervir y aceite para preparar huevos revueltos, tu desayuno favorito. Entonces te escuché llorar. Prendí la cocina y el aceite hirviendo ahogó el sonido de tus lágrimas.

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Esa noche intentaste irte caminando. Te dejé, sabía bien que no llegarías a ninguna parte. Cuando tocaste mi puerta minutos más tarde, empapada y con el maquillaje corrido, te recibí con una sonrisa y una taza de té. Las calles se estaban transformando en pequeños ríos y el viento ya era casi imposible de soportar. En la radio decían que Santiago había sido declarado zona de catástrofe, el metro y la locomoción colectiva no estaban funcionando, el aeropuerto estaba cerrado y ya había algunos muertos por derrumbes. No había líneas telefónicas ni internet. Tiritabas de frío y de desesperación. Fui a la cocina a preparar una sopa. Le puse un poco de sal y un poco de Alprazolam. No hay nada como el Alprazolam para la pena, querida. La tomaste mientras yo acariciaba tu cabello mojado.

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Al tercer día te llevé el desayuno a la cama. Ya no hablabas. Ya no sonreías. Tu expresión tenía más que ver con la desesperanza y yo quise pasar mi mano por tu mejilla. Afuera, la lluvia y el viento no daban tregua. Las calles estaban inundadas y ya nadie circulaba. El locutor de la radio confesó no haber podido irse a casa, ni los operadores, ni los radiocontroles. Estaban encerrados en sus puestos de trabajo y no eran los únicos. Cientos, miles de cautivos producto de un diluvio que a mí me había hecho el mejor de los regalos. Tomé tu ropa aún mojada y la llevé hasta la lavadora, no sin antes olerla, impregnarme de tus olores; quise que esos momentos no se fueran jamás, tenerte en mi cama, tu piel, tu olor a vida y a futuro sin escribir. Te escuché llorar, pero cerré mis oídos y expandí mi olfato, querida, para empaparme de ti.

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El quinto día se fue la luz eléctrica. Ya no habría más radio ni más mundo exterior. Ahora seríamos solas tú y yo, amor mío. Yo tenía unas velas que nos ayudaron durante algunas noches, aunque tuve la delicadeza de guardar un par. Tú ya no te levantabas de la cama. Solo llorabas y a veces tomabas de las sopas que te preparaba; nunca me dabas las gracias. Por las tardes te pasabas horas largas mirando a través de la ventana el mundo que se iba volviendo cada vez más extraño. Un torrentoso río café arrastraba árboles, vehículos, anuncios publicitarios. Recuerdo al primero que vi caer; fue desde el cuatro piso de un edificio a diez metros de aquí. Se paró en la ventana y saltó. El viento desvió su camino y lo hizo caer sobre las ramas de un árbol que aún resistía la corriente. Con sus últimas fuerzas intentó nadar, pero no logró nada y desapareció pronto entre las aguas que ya cubrían el primer piso de los edificios. A veces llorabas, a veces cantabas melodías italianas en voz baja, casi susurrando, como acariciando las palabras. Y yo te preparaba tazas de té con pastillas para la pena, querida, para que tus ojitos de gato no estuvieran tan tristes. Eso hasta que no hubo más agua potable. Fue al día séptimo o al octavo en que el agua café reemplazó a la transparente de siempre y solo nos quedamos con unos bidones que yo siempre tenía en la alacena. Una tarde estabas parada en la ventana mirando hacia afuera cuando una figura humana cruzó el paisaje en caída libre. Un vecino que no resistió y decidió dejar la vida por la puerta falsa. Vendrían muchos más en los días siguientes.

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El día diez, o el doce, o el quince, cantaste completa Un anno de amore junto a la ventana. Tu voz sonaba hermosa, desbordante, llenaba cada espacio del departamento, y me di cuenta de que llevaba días sin oír ninguna voz humana. Me acerqué y te acaricié el cabello. Te besé en la mejilla mientras cantabas y una lágrima comenzaba a caer. Me hace muy feliz tenerte aquí conmigo, te susurré al oído. Tú respondiste sin mirarme a los ojos: si estas ventanas no tuvieras defensas, hace días habría saltado… Y esa, querida mía, fue la última vez que escuché tu voz.

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El día veintidós dejaste de comer. Habías bajado varios kilos, pero ahora ya no quisiste nada más, ni siquiera las sopas con Alprazolam que disfrutaba preparando para ti. Te pasabas los días entre la ventana y la cama, sin hablar ni salir de la habitación. La lluvia llegaba ya al tercer piso de los edificios y arrastraba techumbres, postes eléctricos, árboles grandes, cuerpos humanos. En la despensa solo quedaba un bidón de agua, unas bolsas de arroz y un par de sopas para preparar. Si la lluvia continuaba, pronto no habría nada para comer y moriríamos de hambre. Nos imaginé muriendo juntas, amore mio, tomadas de la mano, mirando por la ventana la lluvia hermosa que parecía nunca acabar.

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El día treinta se acabó todo lo que había en el departamento. Ya no quedaba agua ni arroz ni sopas para preparar. Y la lluvia seguía azotando la ciudad como vengándose por la peor de las afrentas. Solo me quedaban las pastillas para dormir y así soportar los días hasta que pasara algo, el fin de la lluvia, el apocalipsis o lo que fuera. Yo me pasaba horas sentada junto a ti en la cama, vigilando tu sueño, acompañando tus vigilias. Ya no llorabas, no te quedaban lágrimas. Yo tampoco tenía, se me habían secado mucho antes de que comenzara el diluvio. Me levanté y traje un par de pastillas. Puse una en tu boca y una en la mía. Traga, te dije, y tú me hiciste caso. ¿Qué más podríamos haber hecho, querida?

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El día treinta y tres salí del departamento a buscar algo de comida, o de lo que fuera. Ya era imposible aguantar más sin un poco de agua. Algún vecino quizás había abandonado su departamento dejando algo a lo que echar mano. Bastaba con derribar una puerta, solo eso. Antes de salir me preocupé de esconder todos los cuchillos y todas las cuerdas de la casa. Lo puse todo en una caja con llave. Vuelvo en seguida, te dije, mientras acariciaba tu piel, cada vez más demacrada, sin saber que sería la última vez. Salí al pasillo oscuro y comencé a tocar puerta a puerta. Nadie contestaba. Subí al piso ocho y al nueve y al diez y no conseguí nada. Ningún ruido que evocara a existencia. Por las rendijas de algunas puertas salía el inconfundible olor de la muerte. Intenté con ellas, pero mis fuerzas no lograban ni siquiera forzar un poco las cerraduras. Volví al departamento con la certeza de que todo se había acabado para nosotras, pero que lo viviríamos juntas, que todo esto era un regalo para ti, para mí y para nuestras vidas que se consagrarían a un trágico final en común. Pero no fue así. Te me adelantaste, querida, y eso me rompió el corazón. Te encontré tirada en el piso boca arriba, con espuma en la boca y los ojos fuera de sus órbitas, junto a un montón de cajas de mis pastillas…

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Me senté en la mesa con las cortinas abiertas para mirar el diluvio que tus ojitos felinos tantas horas habían observado. Prendí un par de velas, las últimas que quedaban, y puse el mejor mantel. Comencé por tus dedos, siempre me habían encantado, delgados, finos. Las princesas debían tener dedos como los tuyos. Luego las piernas, los muslos, los brazos. Al fin podía tenerte dentro de mí, en mi cuerpo, en mi sangre. Por fin éramos una las dos, lo que siempre había soñado y que me regalabas como el último testimonio de tu paso por este mundo extraño y cruel. De pronto, de un momento a otro y tal como había llegado, la lluvia dejó de caer y el viento dejó de soplar. Así, al enterrar el tenedor en tu sangrante corazón, un rayo de sol se coló entre las nubes y acompañó a mi mandíbula sonriente mientras te hacía mía para siempre.


Emilio Ramón (Santiago, 1984) es profesor, escritor y editor. Ha publicado la novela Labios Ardientes (2014), el libro de relatos Noches en la ciudad (2017) y la novela Los muertos no escriben (2022). Por el lado de la escritura musical, es coautor del libro Disco punk. Veinte postales de una discografía local (2020) y autor de Ramones en 32 canciones. Ha colaborado en diversos medios web.