Alberto López Sanjurjo (León, 1952), profesor de Letras, escritor y ha ejercido también como periodista. Letras de Chile ha publicado algunas de sus obras e invitamos a leer este cuento.

EL DIABLILLO DE PITANZAS

Mañana sábado, iré de compras -dije suspirando al terminar la tercera lista-. Desde hacía años, se habían convertido las compras semanales en una auténtica odisea en busca de lo más barato, y por qué no decirlo, en un verdadero calvario que nada tenía que ver con las antiguas caminatas y placenteros paseos por los olorosos y abigarrados puestos, quioscos y tenderetes de los mercados a los que había tenido que renunciar muy a pesar mío.

Ya habría recibido la paga y, al día siguiente, empezaría esa larga carrera que me llevaría del primer supermercado en que suelo comprar frutas, verduras, carne, pescado así como productos lácteos por un precio módico al segundo en que se consiguen galletitas saladas, latas y fideos rebajados y del segundo al tercero en que se adquieren a buen precio productos de limpieza y de aseo. En esos dorados tiempos, como la paga cubre los gastos hasta el vigésimo sexto o vigésimo octavo día, consistió la cena en un caldo claro con unos garbanzos y dispersos pedazos de pan como única guarnición.

Al acostarme, me rugían las tripas y dialogué un rato con ellas. Luego empecé a mirar el cielo lleno de estrellas por el hueco de la ventanilla y me puse a contarlas. Estaba soñoliento cuando empezó a clarear el firmamento y de entre las nubes blanquecinas apareció, de carne y hueso, un diablillo con cabeza de conejo, hocico de papa, orejas de zanahorias de las que colgaban largos pimientos rojos, vientre de col, brazos de longaniza y piernas de cordero. En sus manos de hinojos, llevaba horcas de cebollas que se movían con movimiento de péndulo. Lo estuve observando largo rato y no parecía inmutarse. Y de repente, tal un cometa, se deshizo su apariencia corpórea y se puso a serpentear por el aposento tal como una larga ristra de pitanzas, dejando a su paso estelas de aromas y lejanos retintines metálicos que parecían salir de la gran cocina. Aguzaba yo dientes, oídos y vista, me la comía con los ojos y me chupaba los dedos, inmerso en ese flameante puchero. Esa misma noche, me tragué al diablillo crudo. No bien recuerdo si fue en un mesón toledano, en un albergue segoviano o en un pupilaje matritense.

Al amanecer, bajé la escalera de la posada y al verme la posadera me saludó con amabilidad y me condujo hasta la mesa que me esperaba, llevando en la bandeja dos jarros humeantes, uno de café y otro de leche así como bizcochos variados, jalea y miel.

Tras ese opíparo desayuno, suspiré de contento y me quedé saboreando esos dulces instantes de la mañana en que empieza el sol a irradiar nuestras vidas. A esa hora, pocos huéspedes se encontraban en la sala y pensé que todavía estaban descansando en los brazos de Morfeo tras largos días de viaje. O a lo mejor, me imaginé yo de súbito y algo inquieto, ya se habían ido todos y era yo uno de los últimos en desayunar.

Al levantarme de la silla un tanto confundido y turbado, quité de la mesa la taza de café y el plato hueco de la víspera en el que todavía quedaban aguadas migajas de pan y tan solo un garbanzo. Fregué los platos y me alisté para salir de compras todavía intrigado por ese curioso encuentro con el diablillo de pitanzas. Antes de cerrar la puerta con llave, revisé en la faltriquera del paletó para ver si no se me había olvidado la chequera y las tres listas que solía dejar en uno de los bolsillos de las espuertas. Estaba por irme cuando empezó a llover. Volví a introducir la llave en el cerrojo y fui a buscar un paraguas. Mejor me quedo –dije entre mí- al ver arreciar la lluvia. Permanecí frente a la ventana un largo rato y, de golpe, volvió a aparecer el diablillo de pitanzas que me hacía señas como si quisiera que saliera yo de inmediato. Me rasqué los ojos pero no desaparecía. Me acerqué a la ventana y tampoco desaparecía. Ahí seguía agitándose en la sala con las manos cargadas de horcas de cebollas.

Me dirigí al sofá, decidido a esperar a que terminara el aguacero.

-¡Vaya holgazán!- ¡Enseguida te vas a levantar! – Me ordenó el diablillo de pitanzas- dándome un tirón de orejas y amenazando con zamparme a la fuerza las ristras de cebollas que tenía en la otra mano.

-Levántate que yo te acompaño de compras y no te preocupes por el valor de las cosas. Hoy es tu día de suerte y si no lo quieres desaprovechar, sacúdete esa pereza que te aniquila la voluntad.

Me incorporé más atontado y azorado que nunca y decidí salir bajo la lluvia pensando que tal vez se me refrescaría la mente e irían desapareciendo esos endiablados desvaríos.

Llegué al supermercado empapado y cogí un carrito de compras. Y volvió a surgir el diablillo de pitanzas. Era como si él mismo escogiera los géneros en mi lugar sin necesidad de sacar yo cuenta alguna y pasaba de un estante a otro, de una sección a otra llenando el carrito de exquisitos productos que ni figuraban en la primera lista. Huelga decir que al acercarme a la caja, desbordaba el carrito. Y me puse a colocar en la cinta cuanto había escogido.

Mientras hacía fila esperando que terminara la cajera con el cliente que me precedía, me imaginaba los suculentos manjares que cocinaría en casa. ¡Qué delicia y sabrosura! Ya ves, me decía el diablillo de pitanzas al oído, siempre cumplo con lo que prometo. Llegó mi turno y se pusieron a bailar los números en la luminosa pantalla de la caja al igual que las finas manos de la cajera mientras iba yo metiendo los géneros en las espuertas. Y en el momento de pagar, me dijo la cajera con una sonrisa un tanto mecánica:

-Son 25 OOO pesos, señor.

La miré con unos ojos bondadosos y esbocé una risita corrosiva que mal ocultaba mi embarazo. Por supuesto se había esfumado el diablillo de pitanzas y me encontraba solo y desamparado, hundido en un trance del que no me imaginaba ninguna salida posible. Pensé huir corriendo pero al ver la cara de los dos membrudos vigilantes detrás de las hileras de cajas, desistí inmediatamente de mi empresa. Pagar esa cantidad superior a mi sueldo era una auténtica locura. Me encontraría en números rojos. Ocultaba mi estado cada vez más anémico fingiendo buscar algo en los bolsillos del abrigo y luego de los pantalones. Me estaba observando la cajera con mucha paciencia, muy al contrario de los clientes que estaban haciendo fila detrás de mí.

Por instinto, saqué del bolsillo la chequera. ¡Qué vergüenza! ¿Cómo saldría yo de ese mal paso? ¡Qué me ha pasado, demonios? Y tras un largo silencio, pronunció la cajera esa frase salvadora:

-Tan solo aceptamos las tarjetas de crédito, señor.

Me ofusqué y le dije muy seria y fríamente que no tenía otro medio de pago. Que en los códigos de comercio etc. etc. que según las leyes del consumidor etc. etc. y me lancé en un largo soliloquio improvisado y razonado que a todas luces impresionó a la cajera pero no a los demás clientes que empezaban a dar voces.

-¿Seguro que no lleva su tarjeta? – preguntó la cajera a la vez molesta y comprensiva.

-Le aseguro que no. Se me olvidó en casa. Así que vamos a hacer una cosa. Voy a retroceder y dejar el carrito en la parte delantera del expositor donde están los chicles, bombones y caramelos y regreso en seguida con la tarjeta, se lo prometo.

La cajera llamó a los dos gigantes y ambos hicieron que los clientes de la fila me dejaran pasar, es verdad a regañadientes, para que dejara yo, en el debido lugar, el maldito carrito.

Así que pude salvarme de ese impetuoso lance sin jamás entender lo ocurrido y, por supuesto, sin jamás volver a ese supermercado. Lo imputé a los achaques de la vejez, a los desvaríos vinculados a las carencias o a los desequilibrios nutritivos o a desenfrenadas y desconocidas apetencias culinarias.

Tan solo una vez, muchos años más tarde, volví a verlo. Me habían invitado a cenar unos amigos míos. Todo pasó de maravilla hasta que se sirviera el plato fuerte: el puchero casero de tres carnes, conejo, cordero y chancho con sus respectivas verduras: papa, zanahoria, pimientos, col e hinojo. Empecé a sudar y a sentir mareos como embriagado por vapores maléficos. Pero me armé de valor y con voracidad me tragué al diablillo cocido. Tan solo aparté los garbanzos por si acaso…