por Rodrigo Barra Villalón
Santiago, marzo de 2025

En demasiadas ocasiones dimos prioridad al WhatsApp y redes sociales; inclusive en presencia de más gente, de la familia, estando en cama con quien escogimos para acompañarnos en el viaje. Una realidad virtual consumió más tiempo que la verdadera, aislándonos.

Muchas relaciones funcionaron mejor a través de redes sociales y cuando las personas se encontraban cara a cara no tenían de qué hablar. Tras el anonimato de lo virtual se abrió paso a la fantasía de crear personajes idealizados, pero insostenibles en la realidad concreta. ¿Cuántos creyeron enamorarse en aplicaciones de citas on-line y al conocerse la atracción desapareció? Ese feeling, la conexión química que solo se daba por sí misma entre humanos fue la que sentenciamos al olvido. Vivimos un mundo tecnológico en donde todo estaba a un click de distancia, donde era más cercana la antípoda que la persona al lado. El like que dábamos en Instagram o Facebook a alguien que prácticamente no conocíamos se nos hizo más común que llamar a un amigo para preguntarle cómo estaba o decirle te quiero a quien teníamos cerca. No niego que la tecnología es un aporte. Sí, siempre que se la sepa usar; el problema es que llegó a destiempo, lo hizo mucho antes de que maduráramos como sociedad, que la educación, que el criterio y se transformó en una herramienta de deshumanización. Marzo de 2020 en Chile, el estallido social que comenzó en octubre, fue desplazado por el coronavirus y del toque de queda se pasó al voluntario encierro. A poco andar dictaron el estado de emergencia y los militares tomaron el control de las calles, cerraron los comercios; solo abrían supermercados y farmacias. Pero el efecto de la pandemia no implicaba más que sincerar el tipo de relaciones que habíamos establecido, y lo que realmente nos afectó de la cuarentena fue tomar conciencia que la restricción era forzosa. Luego vinieron la escasez de alimentos, la contaminación del agua. Las personas se armaron para defender su espacio. Toser encima de alguien era tanto o más peligroso que una bala. Solo era cuestión de tiempo y esperar el desenlace. Recién ahí valoramos lo perdido y no haberlo considerado mientras estuvo presente. Cientos de mensajes corrieron por la forzada pausa, primero memes, riéndose. Luego se dejó de lado la tontera abriendo paso a inspirados recados que invitaban a reflexionar sobre la importancia de lo presencial, del contacto físico, de recuperar el cara a cara perdido y aprender a mirarse nuevamente a los ojos, a empatizar una sonrisa, una lágrima o abrazo. En cuanto todo pase crearemos un mundo nuevo —decíamos—. Ojalá retomemos el encuentro y los emoticones no hayan alcanzado a robarnos la expresión de las emociones comprendiendo que nadie se salva solo; que las fronteras no existen; que la salud es un derecho universal y la economía sí puede esperar; que la vida es frágil y protegerla es un deber colectivo. Pero fue tarde. Y aquí estoy, encerrado, siendo testigo del explosivo contagio que cobra víctimas fatales por el mundo. Ya no existen fronteras ni gente a quien gobernar. A los pocos que resistimos se nos ha llamado a cumplir la incomunicación en nuestros refugios. Cada uno velará por sí mismo con tal de evitar su muerte: igual a como fue en los siglos veintiuno y veinte. Es un tiempo para irse adentro y replantearse cosas, cada quien a su manera y acorde a sus necesidades; qué fue de esa necesidad compulsiva de trabajar y creerse indispensable, de los afectos, de querer tener más cosas para no poder disfrutarlas. Los dejo, ya es tarde y está oscuro, y no me queda lápiz grafito para seguir escribiendo a la luz de esta vela. Será interesante ver qué hago cuando se acabe el último tarro de alimento; el último hombre, solo y aferrándose a la vida por fin sabrá qué se siente morir y no podrá escribirlo… mientras, los delfines seguirán nadando en Venecia.