María Gorodontseva (Moscú, 1994) se interesó en el mundo hispano desde los veinte años. Sabe hablar quechua y desea aprender otros lenguajes de las culturas precolombinas. Se interesa especialmente por la lectura y la escritura.

UN ANILLO

por María Gorodentseva

En una casa de empeños un cliente ofrecía un anillo a un tasador. ¿Qué anillo era? No sé, pero pude escuchar que ese anillo pertenecía a la bisabuela del infeliz, y que era muy valioso. La bisabuela lo consiguió por pura casualidad: algún noble, asombrado por el sabor de los duraznos que probó en el mercado donde ella trabajaba, se lo regaló, y desde entonces aquel anillo se convirtió en la reliquia familiar. ¿Era cierto? ¡Qué sé yo! Yo estaba afuera, mirando el espectáculo del tasador: él ponía cara de aburrido y hurgaba en los dientes. Para aquellos que no saben, los tasadores son grandes actores. Cuantas veces traté de adivinar sus emociones por sus rostros, nunca lo logré, y debo decir que no soy novato en estas adivinanzas. El tasador se daba vueltas y bostezaba, por lo que no podía ver lo que decía: ¿ofrecía un precio demasiado bajo o se negaba a comprar la joya? Probablemente lo primero, porque los tasadores viven del dolor humano: no les importa la cosa, sino la pena con la que las personas la empeñan. La humillación del hombre es su alegría.

Al final, el pobre salió. El anillo yacía en su bolsillo. Del bote de basura cogió una botella y con un movimiento hábil la convirtió en un arma. Mirando a su alrededor —me vio, pero yo no era un peligro para él, tampoco le interesaba, porque era igual de pobre que él— se metió en un callejón donde acababan de entrar un par de personas. ¿Qué resonaba en sus oídos? ¿Necesitaba dinero para drogas? ¿Alcohol? ¿Mujeres? ¿O tal vez su pobre hija ahora se estaba muriendo de hambre o fiebre, y él debía salvarla a toda costa? No sé. Yo no soy Dios, tampoco un autor omnisciente que probablemente ahora se esconde en algún lugar a la vuelta de la esquina disfrutando esa escena, para luego describirla en algún cuento y venderlo a los ricachones gordos y perezosos. Estos lo van a leer como una historia de terror, y después van a despertarse por la noche con un sudor frío y sollozar piadosamente: ¡gracias a Dios que tenemos dinero! No lo sé, porque soy igual de pobre que él y, al terminar mi cigarrillo, entro en la casa de empeños para ofrecer mi anillo al tasador.