por Patricia Gallero

Un algo oscuro y transparente cae sobre la ciudad mientras José, Raúl y Margarita van a sus trabajos. Un algo que más se huele que se ve; se ve sí, en las puertas cerradas con rejas y cadenas, en las estaciones de metro custodiadas por juguetes de guerra vivientes, pero no es todo, hay más que eso en el aire que José, Raúl y Margarita respiran; un algo nuevo y recordado a la vez; una sombra aplastante que alerta, y gas. Gas con efectos de llanto, de ahogo, de gritos, de piedras, de fuego.

José, Raúl y Margarita caminan más que nunca porque el metro no se abre y las micros desaparecen repletas, hacia una dimensión ajena donde nada es como era. José, Raúl y Margarita hacen como si nada hubiera cambiado; no ven los esqueletos de locales carbonizados ni ven a las fuerzas de (des)orden cerrar los ojos mientras gentes que eran sus vecinos salen de grandes tiendas abiertas a la mala, cargando cajas de televisores plasma, bebidas energéticas y harina; todo al mismo nivel de importancia. No, José, Raúl y Margarita no ven y quieren la vida normal; caminan, compran el diario o la tintura de pelo y aunque hagan fila para adquirirlos, no ven; hacen panorama para cuando ya no haya toque de queda y las sombras siguen descendiendo sobre casas y edificios, sobre las cacerolas ruidosas; se derraman sobre los parques llenos de restos de quemazones y pedazos de vidrio y vereda; las sombras se deslizan pegajosas y traslúcidas sobre todo lo que tocan.

José, Raúl y Margarita alcanzan a ver a los estudiantes cubiertos con pañuelos de colores rasgando a jirones la sombra con sus gritos rimados, pero los ignoran. José, Raúl y Margarita solo ven por la tele la Gran Plaza tapizada de gente que marcha sin casi moverse; imágenes desde la altura de una ciudad que palpita como el corazón que sigue latiendo cuando lo sacan del cuerpo. José, Raúl y Margarita sonríen con los carteles insultantes de ingenio y no alcanzan a pensar más porque el gas sombrío los ha sofocado; la sombra se ha establecido ante sus ojos.

José, Raúl y Margarita transitan, compran, trabajan, incómodos pero normales. A veces toman sus autos que aún no empiezan a pagar, para ir de compras a la vega o al hipermercado del barrio alto; les queda lejos pero aprovechan de comprar por si acaso. Luego bajan a sus casas enfrentando el taco en las avenidas bloqueadas, desviadas. Avanzan paralelos a las filas de jóvenes y abuelos que salen de las sombras y que de repente corren, escapan de los chorros de aguas hediondas; de repente escapan sin dejar de gritar, gritan, corren de los balines y perdigones. Los persiguen seres de camuflaje verde, soldaditos de plomo porque en las sombras se decidió que es momento de jugar a la guerra.

El aire más tóxico se introduce entre los que corren, no se ve nada, se huele, se oye. Los gritos ya no riman, duelen. El dolor es por las lumas y la sombra resbalosa se mezcla con sangre joven y con sangre vieja. José, Raúl y Margarita tratan de avanzar en sus autos apresados en la oscura batalla que están obligados a ver a su lado; suponen que sienten temor. Vuelan proyectiles locos y uno atraviesa un parabrisas, el parabrisas de Raúl; un alarido larguísimo, sirenas de bomberos y ambulancia y gente que llega a sacarlo de su auto detenido en la fila que no puede avanzar; Raúl no se acuerda mucho más; hoy tiene licencia médica y un solo ojo que ve. José y Margarita siguen yendo a trabajar a ciegas en la ciudad envuelta en sombras.