por Ana María del Río

ES MARTES.

Es martes. Me levanto a las 5.30. Oscuro todavía. Veo la ventana de Juan Pablo, el Juanpa, prendida. Se quedó estudiando toda la noche. Ingeniería. U. de Chile. Juanpa. Mi vecino. Me gusta. Yo a él no, creo. No sé. Lo más probable es que no. La historia de mi vida, pienso. Que me gusten aquellos a quienes no les gusto. Y sin viceversa.

Ya, córtala con la lágrima, pienso. Hoy toca cola del pan, atina. Me visto y salgo. Está oscuro. Frío afilado. Las mujeres tejen calcetines chilotes. A cuatro palillos. Una cola, un par de calcetines. Los hombres se balancean de un zapato al otro, se restriegan las manos. Ya ni siquiera hablan de fútbol. Nadie habla. Avanzamos de a centímetros. La cuenta de luz en la mano. Para acreditar comuna. Vivo en La Sierra 1480. Frente al Calvo Mackenna. En las madrugadas, la fila de madres silenciosas apretando a sus hijos envueltos en chales. Caminando dentro de la niebla. Todo silente. La cola del pan, lenta. Qué bien. Faltan dos más y me toca. Entonces, alguien cuelga un letrero: «No hay pan». Me ponen 2 Confort y un tarro de salsa de tomates en la mano. Mierda. Necesito pan. He soñado con pan. Caliente, la mantequilla chorreando. Lo arreglaré, pienso. En mi casa, nadie arregla nadie se encarga de nada desde hace tres días. Nadie respira. Nadie habla. Acaba de morir mi hermano, hace tres días. Accidente de auto y huelga de médicos en Posta Central. Mi madre, encerrada en la oficina todo el día. Sale a las 6.00, regresa a las 24.00. Inamovible. La mujer recia. Frente alta, su abrigo color coral. Destroza su dolor a puerta cerrada. Yo me encargo. Casa. ¿Hogar? No sé. Tengo 19 años. Hija mayor. Todo lo que eso implica. Mi padre, en estado latente, sentado en el sillón de su pieza de donde no se levantará sino para tenderse en su ataúd, 3 años después. Yo me encargo. Tendré que ir a tocarle el timbre a la amante del tetrarca. Es vecina nuestra. Ella tiene sacos de harina en el subterráneo. Tiene sacos de todo lo existente. Es amable. Mide un metro cincuenta y siete, un ojo con nube, pelo negro, lustroso, manos anchas, caderas más aún y tiene vuelto loco al tetrarca. Este llega en las noches en un auto con escolta. Dos hombres nocturnos, junto al auto toda la noche. Fuman. Lo esperan. El tetrarca se va a las 5.00. Lo veo siempre. A esa hora suena mi despertador. El tetrarca le deja sacos de todo. Ella es amable. Nadie le habla en el barrio. Le dicen «la amante». La miran rodeando su contorno, como quien marca la silueta de un muerto. Soy la única que conversa con ella. Poco. No es de muchas palabras, pero tiene una sonrisa bellísima. Se lo digo. Me hace cariño en la cara. –Tú eres la linda, –dice. Pienso que no, que se equivoca. Si fuera verdad, él, Juan Pablo, el Juanpa, me daría bola. Es la historia de mi vida y no me gusta. No tiene trazas de cambiar. Ella abre la puerta. –Qué me cuentas, dice. Le digo lo de la cola donde se acabó el pan. Ella me mira. Aparece su sonrisa. –¿Trueque?, –susurra. –Trueque, –digo. Atravieso a mi casa. Voy a la biblioteca y saco el tomo 2 de la Colección Rivadeneira de Autores Españoles. Encuadernado en cuero y pasta española. Me parece un trueque justo. El pan, pienso, el pan. Tendremos pan para siempre. Son 71 tomos. Eso me tranquiliza. Pienso que la cultura es todo. Pan. Ella hojea el volumen. –Qué maravilla, –dice–Con esto tendré para hablar de libros y cosas cultas con el monito. La miro. Sin preguntas. Presumo que el monito es el tetrarca. –Ven a la despensa, –dice. Me da un saco de harina entero, 45 kilos, y un tarro grande de manteca, como los de pintura al óleo. –Esto va de yapa, –dice y me entrega un cartón de 30 huevos. No puedo creerlo. Me suena el estómago. Pan, pienso. Arrastro el tesoro a mi casa. Lo guardo con llave en la despensa. Haré pan en la tarde, pienso. Luego me doy cuenta de que no sé hacer pan. Vuelvo. Le pregunto a ella. De nuevo su sonrisa luminosa, que la convierte en un ser de otro mundo. –Ven, –dice. Me lleva a la cocina. Abre un saco de harina y saca 3 tazas. Las vierte en un bolo. Luego saca la manteca y la pone en sartén. –Hoy vas a hacer pan, –dice. Una hora después atravieso a mi casa con una bolsa de harina donde late, caliente, con pulso propio, el primer pan que he hecho en mi vida. Miro la hora. Mierda. Son las 9.30. Tengo prueba a las 12 y no he estudiado nada. Lingüística Diacrónica. Campus Oriente. Luego, la temida clase con Cedomil Goic. No he hecho la traducción de Roman Jakobson, el capítulo «Ensayos de Lingüistica General». La impertinencia del lenguaje poético». Se la prometí al grupo. Luego, tengo reunión en el grupo de célula. Iremos este sábado a la población La Estrella de Maipú para grabar historias de vida. Me lanzo escaleras arriba. Abro el Larousse y comienzo a traducir a empellones. «Cuál es el rasgo indispensable inherente en cualquier fragmento poético? La impertinencia. Esta es la esencia del lenguaje poético», escribo frenética, tecleando en la Underwood de mi padre. Apúrate. A las 12.00, la prueba. La radio prendida. De pronto, un silencio. El inicio la canción nacional y un corte. Fritura. Luego, como desde el fondo de un pozo, la voz de Allende como bajando a una profundida indescifrable: «…un momento duro y difícil: es posible que nos aplasten. Pero el mañana será del pueblo, será de los trabajadores. La humanidad… » Corte. Ruido de fritura extrema. Subo el volumen. «…seguramente Radio Magallanes será acallada y…». Nuevo corte. Me pongo de pie. Manipulo la radio. Hay solo una. Más fritura. «…este momento gris y amargo en el que la traición pretende imponerse. Sigan ustedes sabiendo que, mucho más temprano que tarde, de nuevo se abrirán las grandes alamedas…». Corte definitivo. Una serie de sonidos ininteligibles. En mi calle, bocinas, y un ruido de hierro apocalíptico que se viene acercando por Antonio Varas. Mierda. Luego, el timbre. Bajo escaleras de dos en dos. Abro violentamente. Es él. Es Juan Pablo. Juanpa. Dios. Me mira. Tiene los ojos muy abiertos. –¿Oíste? Lo miro. Quedo sin habla. Él me toma del brazo. –Dios mío, –dice–. Pasó. No me da la voz para preguntar –¿Qué? Me acerca a él. Su cara está arrasada por algo mayor que nosotros dos. –Ven, –dice. Me pesca de los hombros y cruzamos la calle corriendo hacia su casa. Yo levito. Voy corriendo a 7 centímetros sobre la realidad, sin tocarla. Le siento el olor. Colonia de hombre. Debo estar horrible, pienso. ¿Me peiné en la mañana? No me acuerdo. Me lleva a toda velocidad. Subimos al segundo piso de su casa. Ventanas abiertas. Corrientes de aire cierran las puertas violentamente. En la calle, más cerca, el ruido de fierros rechinando. –Ven, –vuelve a decir. Escalera más estrecha. Nos encaramamos al altillo de su casa. Me toma en brazos y me sube por el tragaluz. –No te pesques de las tejas, –dice–. Ahí voy, –dice después. Estamos los dos en el techo. Cierra el tragaluz. El paisaje de los techos de Santiago. Desplegado como si uno fuera Dios. Me mira. Me atrae a él. Está desolado. Sus ojos oscuros, más oscuros que nunca. Sus manos grandes de pulgar largo. Lo amo, por supuesto. Para siempre. –¿Te das cuenta, Ana?, –dice–. El primer gobierno socialista del mundo elegido por votación popular en el mundo. ¡Arrasado por el poder de la Derecha! ¡Todo el ejército en la traición, Ana, todos! Sigue hablando. Pero yo ya no lo oigo. El ruido de motores en el aire tapa su voz. –¡Los Hawker Hunter!, –vocifera él. Me tira al suelo junto con él. Quedo bajo su tórax. –No tengas miedo, –susurra–. No, no tengo miedo, no tendré nunca más miedo alguno, porque ese momento con las explosiones lejanas que parecen pequeñas bombas de humo y el ruido inconcebible de las tanquetas del Regimiento Cazadores pasando por la calle Antonio Varas esa mañana eterna de 11 de septiembre de 1973, se disuelven por completo porque Juan Pablo, el Juanpa me mira bajo él, me pasa su dedo índice por mis cejas, me levanta levemente la barbilla y me besa duro, brusco, desolado, solo, horrorizado con el horror de aire y tierra y el ruido y me hace el amor duro, y brusco y desolado y asolado y eterno, y al mismo tiempo pleno, carnoso, floreciente porque es mi primera vez y me dejaré desollar viva antes de reconocer eso y sé que nunca podré olvidar ese momento aunque pasen los milenios por debajo del arco de mis cejas.