por Federico Gana Johnson

Me zamarrea con una mano mi madre mientras en la otra equilibra apenas un café humeante. Nunca la he visto tan nerviosa. Yo he dormido poco. Le adivino una profunda, desconcertante tristeza.

«Despierta, parece que hay noticias de militares que se están alzando».

Son las siete y media de la mañana. Me he acostado apenas una hora antes, luego de pasar toda la noche en Chile Films junto al cineasta Jesús Panero, avanzando en el documental que el Partido MAPU, al que pertenezco, me ha pedido sobre el fallecido líder Rodrigo Ambrosio. Trato de ordenar mis pensamientos. Lo que todos veíamos venir pero no podíamos creer, está aquí. Sin embargo, apenas puedo recibir la nebulosa información. Atolondradamente, intento beber el café. Está hirviendo, como todo el entorno. Y entre ese sueño atacado violentamente por la realidad, recién comienzo a atar algunos cabos y comprendo fácilmente entonces por qué en la gasolinera de avenida Santa María con Los Conquistadores, donde pude con sorpresa hace poco rato llenar el estanque de mi citroneta verde sin que hubiera alguien a quien cancelarle, había tantos carabineros y ningún empleado. Mantuve la incógnita de ese extraño instante preciso hasta que ya no cupieron dudas en el mundo entero: mientras el país dormía, también lo estaban matando.

Debo volver a Chile Films, obvio. Es lo primero que pienso.

«No salgas, ¿es que no escuchas las balas?», dice mi madre. Y sí, se escuchan como el bramido que sale del mar cuando hay tormenta. Como el ruido incógnito que sube de las grandes ciudades cuando se las mira desde las alturas.

Jamás podría recordar cuánto rato después crucé el río Mapocho desde Pedro de Valdivia Norte, en mi citroneta. Me asombraron las calles vacías, la ciudad que por primera vez parecía madrugar detenida. Y sí, recién ahora noté que se escuchaban las balas. Una gigantesca balacera animal y afiebrada, en medio de un silencio humano. Fui hacia el oriente por la avenida Providencia, doblé hacia el sur en Tobalaba y continué al oriente por la avenida Cristóbal Colón. Cuando intenté entrar por la pequeña calle que enfila hacia el estacionamiento de Chile Films, un individuo venía corriendo. Me hizo señas para que me detuviera y a gritos entrecortados y jadeantes tanto por la carrera como por el nerviosismo que demostraba, me dijo que ya habían llegado los militares y que hubo ráfagas, muchas ráfagas. Y muertos.

«No entre, por favor no entre. Y lléveme, sáqueme de aquí, vámonos».

Fue la primera persona que, en esas horas incontables que vendrían, subiría a mi vehículo, sin saber yo de quién se trataba. Habría otros más. Y con este desconocido y desesperado pasajero decidimos acercarnos al centro de la ciudad. Bajamos por Colón, Eliodoro Yáñez, Providencia, la Alameda y doblamos en Miraflores. Era mi recorrido diario y resultó extrañísimo. Desconocido.

«Déjeme aquí, después nos vemos».

Sólo eso alcanzó a decirme el pasajero antes de bajar apurado en la plazoleta frente al cerro Santa Lucía y muchas veces en la vida me he preguntado con sincero interés quién sería este desconocido que me impidió el paso a Chile Films. Y, también, quizás me salvó de las primeras madrugadoras ráfagas en el interior de la empresa productora de cine y documentales, donde los militares –después se supo– se habían dirigido con muy especiales y claras órdenes: eliminar a muchos técnicos, productores de cine y autoridades comprometidas con el gobierno de Salvador Allende.

Recuerdo haber bajado por Huérfanos, sin saber para qué. ¿Dónde ir? ¿Qué hacer? ¿A quién llamar? ¿Dónde estarán mis compañeros? Sin embargo, recuerdo la extraña sensación de no tener tiempo para sentir la soledad. Estacioné cerca de calle Bandera, a una cuadra de La Moneda. Caminé hacia la Plaza de la Constitución pero a los pocos metros me di cuenta de que todos corrían alejándose de ella. Me detuve algunos minutos. O apenas un instante, no lo sé. Opté luego por seguir a la gente que corría y, al subir a mi citroneta, cinco o quizás seis personas desconocidas también lo hicieron.

«Hay que salir, hay que irse, compañero».

¿Seríamos todos compañeros? Lo único claro era que todo estaba plagado de incertidumbre.

Doblé por calle Morandé hacia el norte, atravesamos el río frente a la Estación Mapocho y seguimos por Independencia. Como la intención era regresar a mi casa en Pedro de Valdivia Norte, tomé la primera calle hacia el oriente y, a media cuadra, dos carabineros nos hicieron la señal de alto. Eran aproximadamente las diez de la mañana y fue la primera vez en el día en que sentí que estaba perdido y, por lo que se escuchaba informalmente y los rumores, a punto de morir. Uno de los policías se acercó a la ventanilla del auto y me increpó:

«¿Es que no se da cuenta de que va contra el tránsito y más encima pasa frente a la comisaría? ¡Dése vuelta y váyase!»

Sí, en las primeras horas del Golpe Militar más cruento que se nos venía encima de nuestras vidas y por largos años, yo pude ser tan estúpido. ¿Y quiénes serían los demás pasajeros? ¿Cómo cupieron? ¿Por dónde continué y dónde se bajaron estos momentáneos compañeros de escape? ¿Y por qué y de qué escapábamos? Lo único que recuerdo en nebulosa es que regresé a casa y mi madre, presurosa y callada, me sirvió desayuno mientras comenzamos a escuchar los primeros bandos militares en la radio y a llenarnos de silencio con el mar de fondo de una balacera inexplicable. Poderosa. Permanente. Destructora. Desesperadamente triste.

LA RESISTENCIA

Guillermo Bown, compañero de curso en la Escuela de Periodismo de la Universidad de Chile, vivía al frente de mi casa, en los tradicionales departamentos rojos de la plaza Valentín Letelier. Cuando tocó el timbre, el sonido tuvo un eco distinto al acostumbrado. Fue un sonido muy solitario, no esperable. Le abrí la puerta, nos quedamos mirando con la certeza absoluta de que ni él ni yo sabíamos qué hacer. Por la radio se empezaba a anunciar el bombardeo de La Moneda. Y siempre he tratado de recordar pero no he podido establecer en qué momento ambos decidimos salir a caminar por el barrio, sin rumbo fijo. Enfilamos hacia la subida llamada Oasis del cerro San Cristóbal cercano pues, tontamente acaso (o fuera de sí, o porque la vida y la Historia nos estaba zamarreando inconteniblemente), pensamos en buscar altura para ver desde la distancia el anunciado por las radios ya oficiales bombardeo de la Casa de Gobierno. Y hasta hoy mismo, se me pasa a veces por la cabeza que en esos minutos de consternación mi mente y la de mi compañero Guillermo estuvieron perfectamente en blanco.

Aún más, a poco de subir los primeros faldeos del cerro nos sentamos en una roca, en silencio. ¿De qué íbamos a conversar? Tras unos minutos, y no recuerdo de quién fue la ocurrencia, comenzamos a estructurar un sistema de comunicación secreto mediante letras y números pues, ante la gravedad de los acontecimientos que imaginábamos, decidimos seriamente que entrábamos en la clandestinidad y necesitábamos, por lo tanto, seguir comunicados a como diera lugar. Fue nuestro instante de locura heroica. Además, desde la roca donde estábamos, no veíamos La Moneda, pero sí escuchábamos el paso de los aviones destructores y, posteriormente, el tenebroso sonido de las bombas.

Al cabo de un rato, volvimos hacia nuestras casas. Era, quizás, mediodía y no sabía qué hacer. Llamé por teléfono a un compañero dirigente de mi grupo en el MAPU y, ahora lo tomo como algo muy improbable, me contestó. Le pedí que nos juntáramos y quedamos de vernos a una hora después de almuerzo, en la plaza Pedro de Valdivia, lado oriente, en un escaño cerca de avenida Bilbao. Recuerdo haber llegado, estacionado tranquilamente, haberme sentado en el escaño convenido, haber mirado hacia todos lados durante un largo rato más allá de la hora de la cita y haberme sentido profundamente solo, pues no únicamente el compañero no llegó sino que tampoco había nadie. Era una plaza sin niños, sin vendedores de globos, sin jardineros, sin regadores de agua abiertos. No pasaban vehículos por las calles, solo estaba mi citroneta estacionada. Estúpidamente estacionada y expuesta, pero no me daba cuenta.

Luego de un rato, decidí irme, pero sin saber hacia dónde. Bajé por Bilbao, doblé hacia el sur por Manuel Montt, crucé la avenida Irarrázaval hasta el sector de Grecia, pasé frente al vacío Estadio Nacional y regresé hacia el norte por la avenida Pedro de Valdivia. Era un trayecto sin destino y así lo empezaba a sentir. Luego de cruzar la calle José Domingo Cañas una niña despavorida se aferró con desesperación a la ventana de mi auto y yo me detuve. Al fin alguien. Gritaba no exactamente frases incoherentes, sino que me sonaron ausentes de cordura, alejadas de la realidad o quizás era la realidad del momento y era yo quien estaría fuera de ella. Gritaba la niña de ojos destemplados, por ejemplo:

¡Que todos salgan a las calles!

¡Que tenemos que estar unidos, cada uno en su organización!

¡Dicen que están matando gente, tenemos que hacer lo mismo!

¿Me puedo subir a tu citroneta y seguir contigo?

¿Dónde vas?

Finalmente se acercó ella a otro vehículo y habló al conductor, quizás en los mismos términos que conmigo. Seguí solo. ¿Quién habrá sido esa niña? ¿Habrá vivido? Nunca supe.

Yo no sabía dónde ir, solo hacía que el vehículo avanzara. Como un caballo que sabe su camino de vuelta a casa y al que no hay que guiarlo con el manejo de riendas. He tratado de recordar, sin éxito alguno, el recorrido del tramo entre las esquinas de Pedro de Valdivia y Vicuña Mackenna, por Irarrázaval. Iba en busca de la Plaza Italia. Sólo recuerdo estar recorriendo nuevamente la Alameda, al poniente de La Moneda y haber llegado a la esquina de Las Rejas, donde un pelotón de militares detenía el paso. Un soldado de ojos extrañamente desorbitados que me impactaron por el temor que demostraban y con una carabina al brazo, se me acercó y con voz llorosa y gritona, intentó explicarme:

«Estoy aquí desde anoche, pedimos los documentos a los autos y después se van. Pasan todos. ¿Usted sabe qué ha ocurrido en otras partes? Es que mi hermano, como yo, también entró al regimiento este año y no sé nada de él desde anoche».

Y de ese niño-hombre desambientado y triste, solitario entre los suyos y confuso, miembro forzado de un grupo adueñado de una arteria importante de la ciudad, agotado muchacho uniformado y obedecedor de órdenes superiores, surgió repetidamente la pregunta desesperada que nunca, hasta el instante en que escribo estas líneas, he podido olvidar:

«¿Usted ha visto a mi hermano? Míreme, se parece a mí. Si lo ve, dígale que estoy bien».

Seguí conduciendo, nuevamente envuelto en el olvido momentáneo, pues no recuerdo ni ya nunca sabré cómo ni a qué hora regresé a casa, pero sí fue dentro del horario de toque de queda recién instaurado. Creo, no estoy seguro, que oscureció pronto. Demasiado pronto. Mi madre, que estaba plenamente informada de todo, pues había pasado el día apegada a la radio, me recibió contándome las malas noticias y así supe que todo parecía perdido.

A los pocos minutos irrumpió mi cuñado, que vivía en el mismo sector de Pedro de Valdivia Norte. Venía con una botella de champagne en la mano, feliz y entusiasmado, expresando que la había conseguido en el almacén de la esquina que ya empezaba a distribuir, casi gratuitamente, todos los productos acumulados sumándose al provocado desabastecimiento que imperaba en el país. Este familiar mío, pro dictadura acérrimo, abría así los brazos a los militares. Pasando estúpidamente por sobre el sentimiento de desconsuelo que primaba en el hogar donde yo vivía con mi madre, descorchó la botella de champagne con alegría desbordante y descontrolada. Cayó líquido espumoso al piso de parquet de la sala de estar. La dueña de casa, imperturbable, ordenó a mi cuñado traer un paño de la cocina y limpiar el piso. Recuerdo haber mirado en silencio a este hombre irrespetuoso, triunfal momentos antes, obedeciendo la orden y limpiando arrodillado.

A mi madre, comprometida con el gobierno de Salvador Allende la vi, sin embargo, derrotada en ese instante y en esa tarde, sobre todo cuando conocimos las noticias sobre el Presidente, históricamente asesinado. Y yo mismo comencé a comprender mejor las cosas y a advertir entre tinieblas e imágenes contrapuestas algo del futuro que se nos venía encima.

Habré comido y bebido algo también esa noche, pero lo imborrable en mi memoria es haber subido al segundo piso de mi casa y abierto apenas la ventana del baño, que miraba hacia el oriente. Y permanecer ahí, afirmado al marco de la ventana y, con la sensación de estar escondido, escuchar el sonido como una tormenta de mar enfurecido. Era la realidad de metralletas y guerra mancomunado con el profundo silencio muerto de la ciudad en la que, paulatinamente, se iba tendiendo un manto de soledad, división y una cierta carencia de Humanidad de la cual nunca nos íbamos a liberar completamente.

De veras. Nunca.