por Martín Faunes

«La más grande y repetida forma de miseria e infelicidad
a que están expuestos los seres humanos consiste en la injusticia, más aún que la propia desgracia.»
Immanuel Kant.

Nada voy a decir sobre lo que pasó conmigo en aquel horroroso 11 de septiembre, porque por último yo sabía en qué estaba metido y el riesgo que corría. No vayan a creer por esto que estuve de acuerdo con el golpe, todo lo contrario, de hecho nos preparábamos para enfrentarlo aunque sabíamos que en ese enfrentamiento la sobrevivencia iba a ser dificultosa. Pero sí hablaré de mi padre, que era un tipo locuaz. Nadie que lo conociera podría dudar de eso. Poco dijo, sin embargo, sobre los días que pasó en el Estadio Chile. Apenas, que lo habían apresado porque había decidido permanecer en su lugar de trabajo como profesor, a pesar de las amenazas que les ofrecían a los que no optaran por irse. Y si lo había hecho así fue porque sintió que ese era su deber, con mayor razón si sus alumnos mayoritariamente habían decidido quedarse para defender su escuela. Solo eso nos dijo, jamás entró en detalles de lo que había ocurrido dentro del estadio, donde habían sido llevado junto a los directivos y a los estudiantes de la Universidad Técnica del Estado, la cual estaba relacionada entonces de manera estrecha con la Escuela Normal José Abelardo Núñez, donde mi padre era el director.

No necesito decir todo lo que quisimos que alguna vez rompiera su silencio, le habría hecho bien no guardarse todas esas cosas que para un viejo radical debieron ser duras si no deseaba recordarlas. No hablo tanto de lo físico, sino más bien al daño que le habían inferido a sus convicciones y al convencimiento de que contábamos con fuerzas armadas constitucionalistas y con una tradición republicana y democrática intachable. ¿Cómo iba a haber entonces un golpe?, él decía, ¿quién se atrevería darlo? En otras palabras, la simbología ética de la escuadra y el compás de su logia Luz y Esperanza, él la atribuía y la proyectaba también al país. Ahora que lo veo desde lejos lo puedo entender mejor y hasta me parece hermoso: los que obran con rectitud piensan que todos actuarán con la misma rectitud, una bella utopía; y esa rectitud obcecada suya y la cuestión del honor, la atribuía a esos que ya habían demostrado con creces no tenerlo. El viejo estaba equivocado. Para nuestras fuerzas armadas la escuadra no era significante, como no lo era tampoco el compás, ni el mazo ni el cincel. Para el ejército símbolos menos constructivos eran los que importaban, el fusil, el corvo, la manopla.

Mi padre se había equivocado y eso lo ponía todavía peor. Alguna vez nos contó, sí, de un débil mental que tenían botado a la entrada del estadio y que milico que pasaba le propinaba un culatazo. Y nos contó del caso del niño que intentó arrebatarle el fusil a un soldado y que había terminado muerto de un disparo junto a la bolsa con que su madre lo había mandado a comprar pan. Nos contó también de Víctor Jara, tan maltratado, pero nada de él, nada de cómo lo habían tratado; y era evidente que el trato con él no había sido digno, por eso, entendiéndolo, y por respeto, nadie quiso preguntarle más.

Bastante tiempo después, de paso por Inglaterra, me encontré con mi primo Pablo que había sido estudiante de Química Industrial de la UTE y había tenido que partir al exilio. Para entonces era catedrático de la Universidad de Bradford. Fue él quien me contó que gracias a mi viejo él había logrado salir de aquel maldito estadio. «Exigió que me soltaran a mí y a varios más, estudiantes de la Universidad Técnica y de la Normal Abelardo Núñez». Su relato me pareció sorprendente.

De vuelta en Chile me atreví a mencionárselo. No fue fácil para nada, pero cuando por fin se decidió a contarlo, empezó preguntándome si recordaba a un teniente o subteniente que bajaba la colina desde el Regimiento de La Serena para hacernos clases de Educación Cívica a nosotros, estudiantes del Liceo de Hombres, ese que hoy se llama «Gregorio Cordovez»; y a mí se me vinieron a la cabeza unas clases aburridísimas en que un uniformado, joven entonces, nos dictaba por las horas de las horas una serie interminable de procedimientos ridículos del tipo «cómo debe izarse correctamente la bandera de la patria». Nosotros, que no podíamos estar menos interesados en esas nobles enseñanzas, pedíamos permiso para ir al baño y ya no volvíamos… ni locos; permanecíamos escondidos generalmente entre los anaqueles de la biblioteca. Allí, entre lecturas excelentes, podíamos mirar, furtivos, cómo la bibliotecaria se acomodaba las medias. Mi papá era el vicerrector del Liceo de La Serena entonces, y yo, alumno de tercero o de cuarto humanidades.

Le respondí que sí, que lo recordaba perfectamente, cómo no iba a recordarlo si sus clases no eran sino especiales sesiones de tortura. «Pues, al tercero o cuarto día de encierro lo diviso desde la gradería, y me parece a cargo del recinto porque impartía órdenes a diestra y siniestra. Le pedí a un soldado que fuera a decirle que su ex jefe del Liceo de La Serena estaba aquí preso con sus alumnos de la Escuela Normal, y que exigía su libertad y la de todos sus alumnos. El soldado se quedó mirándome sin saber si tenía que darme un culatazo o si era mejor que le fuera a avisar a su mayor o coronel, que sería entonces. La cosa fue que el tipo prefirió ir a avisarle y yo vi cómo se le cuadraba y le indicaba hacia arriba en las graderías al lugar donde me encontraba yo con mis alumnos, y el ex teniente/profesor intentaba verme.

No sé si me vio o no, pero me mandó a buscar. Yo le dije a tu primo y a todos los que estaban cerca fueran de la UTE o la Normal que se mantuvieran en alerta. Bajé entonces, y el tal ahora mayor o coronel pretendió increparme diciéndome: «¿Qué hace aquí usted profesor Faunes?», y me lo dijo el irrespetuoso como haciéndome ver que me había trastornado. En otras palabras, había querido decirme, «¿Qué hace usted aquí?, ¿se ha vuelto loco?». Yo, que lo quedé mirando de arriba abajo y que tendí a reconocer su voz como la del esbirro que nos había recibido en el estadio con un discurso sobre «la sierra de Hitler», una ametralladora con que pensaba asesinarnos, le contesté que si estaba aquí era porque me habían sacado de mi oficina de la Escuela Normal, que era mi lugar de trabajo, y que aquí me tenían con mis alumnos porque era su profesor, y que lo mío no era extraño, lo extraño era verlo a él aquí involucrado en torturas y en un golpe de estado… imagínate, si el hipócrita había hecho clases de Educación Cívica por tantos años. «¿Acaso está dictando cátedra de educación cívica?».

Así le dije y el tipo se avergonzó. Ofreció dejarme en libertad. «No me muevo de aquí mientras no suelte a todos mis alumnos». Y no quería fíjate… me dijo: «es que usted no entiende su situación ni la de sus alumnos, señor Faunes, se metieron en algo muy grave…» Lo interrumpí violento «yo no tengo nada que entender, me suelta a mí y a mis estudiantes y no hay más…»

Y nos soltó, nos fuimos con tu primo Pablo y el chato Araya, hermano de tu amigo el Chino, y otros treinta o cuarenta de la Normal y la Universidad Técnica caminando muy dignos hasta la Alameda. Ahí dimos la vuelta por la esquina y apretamos corriendo hacia el oriente, hasta no sé… la Casa García…» Y ése: «apretamos corriendo», desusado en su lenguaje, lo dijo con un brillo de niño maldadoso en los ojos, tal vez el mismo que debía yo emitir cuando me escapaba de las clases de Educación Cívica del teniente del Regimiento Arica Motorizado de La Serena a mirarle las piernas a la Blanquita del Fierro, nuestra bibliotecaria; y, seguro igual al que él tendría en aquel día catorce o quince cuando, también como un niño, debió correr por Alameda para recobrar su libertad.

Así fue como supimos algo más de lo que había pasado con mi padre. Claro que después el viejo radical y allendista nada más dijo, y qué le hicieron o no le hicieron o si se atrevieron a torturarlo o no, fueron cosas que ya no podremos saber; y cómo podríamos si él desde hace años decora el oriente eterno, aunque desde esos caminos que no conocemos, no cabe duda que nos insta a seguir su ejemplo; esto, a pesar que de manera explícita, él ya no pueda decirnos nada más.

MARTÍN FAUNES AMIGO

El protagonista de este testimonio, era Profesor de Matemáticas y Física, y se desempeñó como tal en la Escuela Normales de Talca, de Valdivia y de La Serena, también en la Universidad Técnica del Estado, Sede La Serena, en el Liceo de Hombres de La Serena, donde llegó a ser Vicerrector, en el Instituto Nacional de Santiago, y en la Escuela Normal Abelardo Núñez de Santiago, de la que fue su último director

El ex teniente del regimiento Arica de La Serena de apellido Manríquez Bravo y nombre César, ex profesor de Educación Cívica del Liceo de Hombres de La Serena, murió hace unos cuatro años en el presidio Punta Peuco, siendo hasta ese momento el único procesado por la muerte de Víctor Jara en el Estadio Chile. Después se descubrió a otros, eran oficiales jóvenes que habían estado presos desde el intento de golpe previo llamado el “Tanquetazo”. El ex teniente Pedro Barrientos, hoy ciudadano norteamericano, de quien se está pidiendo su extradición, aunque no parece haber mucho interés de parte del Estado de Chile por agilizar los trámites que harían esto realidad para que pudiera ser castigado que es lo que corresponde.

Volviendo a ese educador ejemplar que era Manríquez Bravo, él bajaba a hacernos clases de Educación Cívica desde la colina en que estaba el Regimiento, ostentaba el grado de teniente. En realidad, más que clases, lo que hacía era dictarnos los 45 minutos completos desde una libreta que contenía saberes profundos, muy cívicos y republicanos y de raigambre democrática como cuántos eran los diputados y cuántos los senadores, que el presidente duraba seis años en su cargo y que la bandera chilena, de no disponerse de un asta, se debía colgar de alguna la ventana o cornisa con la estrella hacia la derecha o hacia la izquierda, o hacia algún lado así que a mí al menos bastante poco me importa.

Este brillante educador, que lo era tal vez por la necesidad de mejorar sus ingresos, porque para entonces los militares tenían un sueldo normal como los de cualquier empleado público, llegó a ser general de ejército, destacándose también como agente de la DINA, y no solo fue quien comandó el campo de prisioneros Estadio Chile, fue además jefe de la brigada de inteligencia metropolitana, encargada de los grupos Purén y Caupolicán, y posteriormente se hizo cargo del Cuartel Terranova, es decir, de la fatídica Villa Grimaldi. Bastante después llegó a ser subsecretario de guerra de la dictadura hasta 1982.

Manríquez murió en la prisión donde estaba condenado desde el 19 de junio de 2012 a 5 años y 1 día por el secuestro calificado de Héctor Vergara Doxrud, ocurrido a partir del 17 de septiembre de 1974, y ha sido reconocido por victimas sobrevivientes y además por el torturador Guatón Romo como responsable por la tortura y desaparición de un gran número de presos políticos en Villa Grimaldi. Entre otros Jorge D’Orival Briceño y Jacqueline Binfa Contreras, y estuvo (ya no está porque se murió) sometido a proceso en múltiples otras causas, pero sin duda las más importantes son por los homicidios del cantautor y hombre de teatro Víctor Jara y de Miguel Enríquez, ex secretario general del MIR. Mi padre, para el 11 de septiembre director de la Escuela Normal Abelardo Núñez, donde fue detenido, se encontró con este «prohombre» en ese estadio que ni siquiera con el nuevo nombre con que lo han bautizado se conseguirá borrar las atrocidades que allí se cometieron.

El testimonio Cátedra de educación cívica fue publicado por primera vez en https://www.lashistoriasquepodemoscontar.cl/gfaunes.htm, posteriormente en los libros «Diferentes Miradas, Las historias que podemos contar, volumen dos» (Cuarto Propio, 2006), y en «Chile: Historias que debemos contar» (Monte Ávila Editores, Caracas, Venezuela, 2009).