por Josefina Muñoz

Recuerdo mi vida transcurriendo desde siempre en un ambiente amistoso, intelectual y político, de muchas y largas conversaciones, ambas vertientes interactuando. Desde luego, mis años en Constitución, viviendo con mi abuela, con mis padres yendo y viniendo entre Santiago y Constitución en tren, ruta que yo también hacía, y que significaba participar de su vida en la capital, bastante más nutrida de escritores, artistas y políticos, a quienes quise, admiré y recuerdo siempre.

En Constitución había tres librerías en las que gastaba mi mesada, pero cada llegada de mis padres estaba acompañada de varios libros que enriquecían mi librero. Me acompañaba la desgracia de leer muy rápido y quedarme sin libros nuevos era casi una tortura. Cuando no había nada, la única alternativa era la biblioteca de los capuchinos con sus Vidas Ejemplares, de las cuales no recuerdo ninguna, salvo la historia de María Goretti que para muchos de nuestra generación despertó el interés por saber qué era lo que no se decía allí, eso que estaba oculto por las palabras, pero ardiendo bajo ellas.

Había muchos comunistas en Constitución, y fui (lo soy aún) amiga de sus hijos, especialmente de los Chamorro. Recuerdo vagamente algunos actos clandestinos en el período de González Videla, periodo en que mis padres debieron esconderse en el fundo de un amigo. Años después, marchas de conmemoración de algún acontecimiento internacional o por algún “héroe” de las gloriosas repúblicas socialistas. Y las actividades en época de elecciones.

Para las elecciones de 1958, mi abuela había muerto y ya estábamos viviendo en Santiago. Tenía doce años, y después de unos días infernales en el Liceo 5, estaba felizmente matriculada en el Experimental Darío Salas, un liceo donde iban, mayoritariamente, hijos de comunistas, la mayoría pobres, pero con mucha cultura política. Siempre pienso que allí aprendí a pensar, a pensar en los otros, a tener pensamiento crítico, a ser solidaria. No es casualidad que dos de sus profesores, queridos maestros, llegaran a ser Premios Nacionales de Educación: Hernán Vera Lamperein y Héctor Gutiérrez Muñoz.

La radio y los diarios eran indispensables en esos años y siguen siéndolo para mí; día a día seguíamos las elecciones en que se enfrentaban Jorge Alessandri y Salvador Allende. Había participado en todas las marchas y actividades y estaba segura de que Allende ganaría. El día de la elección estuvimos pegados a la radio, hasta que ya muy tarde, el sueño me venció, pero estaba segura de que despertaría y Salvador Allende sería el presidente.

Desperté y supe que eso no había pasado. Fue la primera gran desilusión de mi vida, porque apenas 30.000 votos habían arruinado mis sueños. Continuamos con las marchas, mítines, reuniones políticas, conversaciones, lecturas comentadas, con mis pares en el liceo y la universidad, y con los grupos de mis padres, donde siempre me sentí como una más.

Y así llegó septiembre de 1970. Con Jaime nos habíamos casado el 69, en enero de 1970 nació Jimmy, y llegaron las elecciones. El 4 de septiembre de 1970 fue un día de felicidad plena, de llegada, por fin, a la utopía anhelada tantos años. Sin duda, nuestros hijos conocerían un mundo mejor. Como miles, fui apoderada de mesa, porque, aparte de la gigantesca campaña del terror, corría todo tipo de rumores y la prioridad era defender cada voto.

El 9 de septiembre nos cambiamos a la casa que recién habíamos comprado, que comenzó a ser el nuevo centro de encuentro de familia y amigos y que aún sigue siéndolo, aunque “falta el rey que se fue para siempre con la risa y la rosa en la mano”. El aire, el ambiente, los rostros, eran otros en esos años.

Increíblemente, había ganado Salvador Allende con el 36.6 % de los votos, sin mayoría absoluta, por lo que se realizaron numerosas concentraciones y actividades públicas para que el Congreso ratificara el triunfo, lo que finalmente pasó. Sin duda, desde años antes estaban preparados los planes para que eso no sucediera y, si llegaba a pasar, la respuesta debía ser ejemplarizadora, porque si la izquierda llegaba al poder vía elecciones democráticas, el mundo se volvería inmanejable.

No debe haber un golpe militar en América donde no haya estado la mano de EE.UU. y la Escuela de las Américas, como lo han demostrado los documentos desclasificados que conocemos: Brasil (1964), Argentina (1966 y 1976), Bolivia (1971), Uruguay (1973), nosotros. Así, llegaron a nuestro país muchos exiliados, algunos de los cuales llegaron a ser nuestros amigos, especialmente un grupo de psicólogos argentinos, entrañables. Todos hablaban del horror de las dictaduras, de la tortura, de las muertes; sin embargo, era algo que veíamos imposible en nuestro país.

Uno de los mejores agentes desestabilizadores fue el desabastecimiento, cuidadosamente planificado, además de los errores que pudieron haberse cometido. Recuerdo que cuando comenzó a haber escasez de alimentos básicos, la propaganda de los supermercados Almac de la época decía algo así como “venga a nuestros locales, donde encontrará de todo”; el aviso duró poco, porque el empresariado y los grupos de derecha deben haberlos llamado a terreno. En Providencia vendían pollos en una tienda de calzado y sábanas en un puesto de verduras, y así se iba organizando un mercado negro en que las cosas se vendían en diez veces su valor.

Estuve a cargo de la JAP de mi barrio, atendiendo varias manzanas; cuando llegaban los alimentos, iba casa por casa entregando lo que les correspondía. Nunca hice cola para comprar nada, aprendimos a cocinar con lo que había, como pescado barato, por ejemplo.

En marzo del 73 se celebraron las elecciones parlamentarias, ya en un ambiente muy enrarecido; contra todo lo esperado, el porcentaje superó al de las elecciones del doctor Allende y alcanzó el 43.3%, lo que fue un inesperado y gran triunfo.

Jaime había ganado una Jornada Completa en la escuela de Psicología de la Universidad de Chile y dejó la consulta, para dedicarse solo a sus clases. Yo estaba en Arqueología y había sido elegida presidenta del centro de alumnos.

Y vino el golpe militar, con la violencia extrema que todos conocemos. Recuerdo ese día nublado, la llovizna, los estruendos del bombardeo, el discurso de Allende que hasta hoy me hace llorar, porque es una increíble pieza oratoria, como lo fueron todos sus grandes discursos, dicha a horas de su muerte, sabiendo ya que eso sucedería. Porque demuestra su estatura como ser humano y como político, con sus fortalezas y sus debilidades, pero fiel a sus ideas y a pensar que no hay lucha más justa que aquella que se da para que todos tengan un lugar en el mundo. Fiel a la defensa de la democracia, algo en lo que creo más profundamente año a año. Sin riquezas mal ganadas, triste historia de todos los dictadores del mundo, del nuestro sin duda.

En lo familiar no nos pasó nada irreparable, pero tenemos amigos muertos, desaparecidos, torturados, al igual que una parte considerable de nuestros compatriotas. La mayoría de nuestros grandes e inolvidables amigos se fueron al exilio: Helga Krebs y Julio Montané, Letty Martínez, Carlos Böker; Óscar Stuardo estaba acá y poco después quedó sin trabajo, así que se quedó con nosotros un tiempo. Mi amigo de la vida, Juvencio Concha, preso en Chacabuco. La mayoría no pudo regresar porque no tenían espacio laboral acá; los más afortunados pudieron venir esporádicamente. Nuestra casa fue un lugar de acogida para quienes habían perdido sus trabajos, sus proyectos de vida, y esperaban con angustia y temor la fecha de viaje al exilio, buscaban qué hacer, golpeados profunda y vitalmente. Ahí Jaime tuvo un rol importante en la contención, como amigo, psicólogo y sabio pastor anglicano, que no era, pero me habría gustado que lo fuera, y creo que cumplió el rol a cabalidad.

Los fiscales del Pedagógico exoneraron a cientos de sus profesores, entre ellos, Jaime, que tuvo la suerte de retomar un cargo en el Servicio de Medicina Psicosomática y Salud Mental del Hospital Salvador, gracias a la generosidad y valentía del doctor Víctor Jadresic, actitud poco frecuente en esos años. Reabrió su consulta, atendiendo al mayor porcentaje de manera gratuita, pero desde allí hizo posible que muchas vidas pudieran continuar, a pesar de haber sufrido las violencias inenarrables que generó la dictadura.

Habíamos decidido quedarnos y nunca nos arrepentimos de esa decisión; acá estaba parte importante de nuestros seres queridos, familiares y algunos amigos. Sybila nació en noviembre de 1974, en medio de toda esta situación terrible. El toque de queda era riguroso, en las noches se escuchaban balaceras, y a medianoche comenzaron las contracciones. El doctor me dijo que pidiéramos una ambulancia. Mi recuerdo imborrable es el trayecto entre Miguel Claro y la Clínica Central, por una ciudad vacía, abandonada, muerta, en la que los semáforos funcionaban inexorablemente para nadie, de la cual había desaparecido para siempre nuestro proyecto de una sociedad mejor para todos.

Conservamos algunos de nuestros amigos, hicimos otros nuevos, mantuvimos el encuentro de los domingos a pesar de todas las restricciones. Para nuestros amigos exiliados siempre fue un consuelo saber que seguíamos allí, como si nada hubiera cambiado.

Al comienzo hablé de Constitución y regreso a mi pueblo, porque las historias, lo que somos y seremos se teje desde muchos lugares, conocidos y desconocidos. A tres casas de la mía vivía un amigo de mi abuela, profesor, investigador, don Luis Castillo. Llegó una tarde con un regalo para mi abuela, un ejemplar de la Revista Anales de la Universidad de Chile, Nº85-86 de 1952, con un artículo de su autoría. Me lo mostró y me preguntó si podía leer el título: “Mutualismo y simbiosis en la naturaleza”; había aprendido a leer muy pequeña, en ese momento tenía seis años, pero por primera vez, de tres palabras solo conocía una, y eso lo hizo inolvidable. También tenía láminas y hablaba de gusanos, insectos, bichos de mar, pájaros, algo que siempre atraía mi atención.

Lo leí en ese entonces, entendiendo nada, pero intuyendo que allí había algo muy importante. Abro la revista de nuevo y leo un pasaje que sí entendí en ese momento como algo fundamental y que, de alguna manera, significó algo importante para mi vida. “También se vence en la vida por la alianza entre dos o más seres que se complementan. En la que cada cual aporta al otro y le hace falta”. Yo era hija única, faltaban años para que naciera Diego, me costaba tener amigas y debo haber sido autosuficiente y egocéntrica. De este profesor aprendí, bellamente, que el chagual vivía en mutualismo con el tordo y las abejas con las flores. Y que así debía ser la sociedad humana, un espacio donde cada uno es necesario y siempre necesitaremos a otros para alcanzar, si podemos, nuestro verdadero ser.

Y este modelo de neoliberalismo despiadado en que el ser ha sido desplazado por el tener nos convierte en enemigos y competidores, en individuos que no necesitan a nadie, alejados del sentimiento de ser parte de una sociedad.

Tengo una sola nieta, Michelle, despertando con furor a la adolescencia política y social. En su colegio cada año hacen un acto para recordar el ½ litro de leche, la medida 15 de las 40 medidas de la Unidad popular, dirigida a menores de 15 años, embarazadas y nodrizas. Me emocionó mucho cuando me lo contó, porque ya varias generaciones no conocieron lo que fue la dictadura, ni menos el gobierno de la Unidad Popular. Creo que solo podemos llegar a ser mejores seres humanos conociendo lo que hemos hecho, bueno y malo, conservando esa memoria de nuestro pasado que, de muchas maneras, explica lo que somos ahora.

Hoy no creo en los partidos que tenemos, porque el espectro muestra que sus afiliados están más preocupados de sí mismos, que de los problemas que aquejan a la gran mayoría de los ciudadanos. Sin duda, hay un bienestar de objetos, de cosas que se pueden comprar, de viajes que antes era imposible hacer, pero este modelo genera y profundiza problemas mayores. Creo también que la realidad y los hechos son porfiados y llegará un momento de crisis mayor que requerirá transformaciones profundas.

Por eso, siempre tengo en mi velador el poema La inmensa humanidad de Nazim Hikmet, para no olvidarme nunca que soy parte de ella y la necesito, porque, a pesar de todo, tengo esperanzas.

La inmensa humanidad va a
trabajar a los ocho años
viaja en tren de tercera
a pie por los caminos
viaja la inmensa humanidad.

La inmensa humanidad va a
trabajar a los ocho años
a los veinte se casa
se muere a los cuarenta
la inmensa humanidad

El pan alcanza para todos menos
para la inmensa humanidad
y lo mismo el arroz
y lo mismo el azúcar
y lo mismo las telas
y lo mismo los libros
alcanza para todos
menos
para la inmensa humanidad.

No hay faroles en sus calles
ni vidrios en sus ventanas

Pero la inmensa humanidad
espera
la vida es esperanza.