Por Reynaldo Lacámara

Sal, poemas de Cristina Larco

Todos aquellos paisajes que hemos y nos han transitado a lo largo de la vida, nos constituyen si los observamos en su significativo tiempo y espacio.

Es así como la existencia misma se ha ido traduciendo en cada uno de nosotros en nuestros gestos, ausencias, partidas y regresos.

De alguna manera extraña, polvorienta y algo mágica, aquellos mismos paisajes, se han ido anclando silenciosamente, no solo en nuestra memoria, sino también en nuestra piel, en la mirada matutina con que nos descubrimos cada día o en la brisa somnolienta con que nos abraza el atardecer.

Así se ha ido constituyendo en forma silenciosa una segunda piel que, a imagen y semejanza de nuestros propios dioses tutelares, nos protege, pero al mismo tiempo nos desnuda.

En definitiva, esos paisajes nos habitan como lectores y sobreviven en nosotros no solo como testigos, sino también como protagonistas de nuestros días. Somos lo que hemos habitado en medio del la zozobra o el sosiego.

La propia existencia es un paisaje a completar y a compartir.

Esta es la aventura a la que nos invita Cristina Larco, en esta nueva propuesta de su autoría, en este poemario “Sal”.

«Sal» es un peregrinaje a veces profano a veces casi místico, por aquellos senderos y abismos, que solo la poesía es capaz de convertir en imagen o en sonido.

La voz que marca el ritmo de estas páginas es la de quien ha conseguido contemplar el flujo de la vida desde la vereda de lo humano. Desde ahí, la palabra subvierte lo observado, para reposicionarlo en espacios de significación nueva, que acompañan al lector en su propia experiencia de paisaje y de vida, para habitar el aquí y el ahora.

De esta manera, el desierto, los rostros, atardeceres, dolores y esperanzas se convierten en espacios, no solo de identificación o emoción, sino ante todo en vivencias cotidianas también para los que hemos habitado otros paisajes.

Es así como la palabra se convierte en una suerte de andamio que nos invita a conocer, nos permite construir, pero también observar, aquello que se alza ante nosotros. Al modo de sal que no solo conserva, sino que también hace reconocible el sabor de aquello que también nos define.

Para esto, Cristina Larco, se sirve de quiebres sintácticos no solo a nivel de texto, sino principalmente en los tiempos poéticos con que construye cada uno de sus textos.

El tiempo en estos poemas, pareciera estar marcado por la pulsación interna de un viajero asombrado, atento y silencioso. Estos quiebres, entonces, no son frutos de lo fortuito o circunstancial, más bien son expresión de un lenguaje llevado ante su propia y desnuda comparecencia.

En estos textos encontraremos una suerte de sobria exploración verbal. La justa, la necesaria, para que la palabra no se vea superada ni anulada por el virtuosismo estéril o retórico. En estos poemas encontramos frescura en sus imágenes, gracias también al nivel preciso y austero, con que asoma la nostalgia en cada uno de ellos.

Es decir que, por fortuna, en cada uno de estos poemas y en el total de la obra, los andamios no ocultan el paisaje ni tampoco lo disimulan. Más bien, son el instrumento preciso para que el ritmo poético se sostenga en la sobriedad y la transparencia que requiere el ejercicio de memoria y rescate que la poeta nos propone.

Cristina Larco nos ofrece cada poema como una puerta; es decir que podemos experimentar desde la sobriedad ya mencionada, una travesía cotidiana capaz, a modo de espejo o charco de agua, de atravesar umbrales que nos harán parte de una reflexión y construcción adherida a la vida como experiencia basal y rebeldía permanente.

En todo caso, conviene advertir, que es necesario recorrer todas estas sorprendentes páginas sin la prisa del turista sino más bien con el sosiego de quién viene de regreso y que de alguna u otra manera conoce o reconoce las huellas del camino y por lo mismo se hace hermano de su recodos y fronteras.

…»Uno vuelve del desierto, con la luz gravitando en las polleras //… Del desierto uno vuelve como si no volviera», nos advierte Cristina en uno de sus poemas.

Esta es la raíz misma del paisaje que nos habita y que de algún modo u otro, también continuamos habitando, es también la constatación primera que nos traspasan los poemas de este libro.

Sentirnos habitados es otra manera de reconocernos vivos. Esa es la matriz de la vida como desafío y del tiempo como un pretexto para buscarnos en un espacio nuevo y rebelde, en el que cada cual puede construir su propio paisaje.

Caben en este espacio y experiencia, la infancia, el padre, los amigos, algún río tímido, las estrellas, pero sobre todo la certeza de sentirse parte de un flujo existencial inagotable tan certero y cuestionante como aquellos ojos, los nuestros, que nos siguen mirando desde algún lugar de nuestra vida, serenos pero vivificantes, lejanos, pero nuestros. Es nuestro paisaje, nuestra sal y nosotros, andariegos y sedientos, su paisaje.

Hay que beber estos versos antes de que el tiempo se quede sin arena.