(Nairobi era una fiesta)

Por Bartolomé Leal

A Carmen Barros la conocí en África hacia fines de los años 70. Puede parecer curioso tratándose de una persona con tanta fama, de dominio público por decirlo así. Había protagonizado y compuesto la música del primer musical chileno, “Esta señorita Trini” por los años 50. Luego vendría “La pérgola de las flores”. Una actriz y cantante distinguida en el mundo cultural nacional, del cual yo sabía aunque no me interesaba demasiado. No conocía ese entorno de las tablas, el disco y la TV. Esto a pesar de que un primo lejano mío, Carlitos Larraín, era el baterista del grupo Los Gatos donde Carmen era la vocalista, por los años 60. Sin embargo, para mí fue una persona más cuando nos juntamos, nos encontramos mejor dicho, en Nairobi, Kenia, África del Este.

Era el lugar donde la llamada “Marianela” había llegado a trabajar para un organismo de Naciones Unidas, en alguna fecha post golpe militar. Yo llegué un tiempo después que ella, desde París donde estudiaba. Pues allí estaba Carmen Barros, la propia, la famosa, laborando como asistente del área de información y comunicaciones. Siempre la encontraba en su pequeña oficina, resumiendo, recopilando y recortando todo lo que la prensa sacaba acerca de la actividad de aquella agencia internacional. Carmen era un genio en idiomas. Al menos creía darme cuenta de su dominio completo del inglés, alemán, francés, italiano, portugués, ruso y algo más. Entre otras razones, los conocía gracias a las óperas, por cierto.

Era divertido verla batallando con un tubo de pegamento para ordenar los recortes en una hoja, y luego llevarlas a fotocopiar para hacerlas llegar a los jerarcas de la institución, interesados en saber lo que se decía de ellos y del organismo de alcance mundial que dirigían. Me atrevería a afirmar que pocos sabían que esa dama menuda, de modales exquisitos y humor liviano, era una de las artistas mayores de ese pequeño país que casi nadie conocía, más no fuera por sus desdichas. Intercambiábamos noticias sobre Chile, en aquellos años 70 finales, cuando la dictadura estaba más dura que nunca, con todo su poder malvado en acción. Digamos de paso que, en la pega, Carmen fue distinguida como profesional en los servicios de conferencia por sus dotes organizadoras y su manejo de idiomas, algo importante en la dinámica de la ONU.

Una vez la sorprendí a Carmen Barros. Fue cuando en una reunión en su casa, yo acompañado de mi amiga Andrea Matte-Baker (¿por qué no mencionarla en el ocaso de nuestras vidas?), una arquitecta medio chilena medio inglesa, que era hija del doctor Ignacio Matte Blanco, una luminaria de la psiquiatría chilena, quien introdujo el psicoanálisis de Freud y Jung. Por si alguien duda, que vaya al Hospital Psiquiátrico y pregunten por el Salón de Honor. Pues en esa ocasión llegué con el primer LP de Florcita Motuda, el gran cantante y compositor nuestro, a quien Carmelita, como le decíamos, no conocía. Le encantó, su risa tan auténtica resonó por el condominio donde residía. Por supuesto, desafinamos en coro aquello de “Brevemente… gente”. “Cueca espacial” y “El ajo”. Monumentos al optimismo, a la esperanza, al eterno retorno, en esos años 70 tan oscuros. Ella era católica y generosamente de izquierda, puro corazón.

Pero Carmen no se iba a quedar en su sitio ganando el modesto sueldo que le habían asignado. Pronto se interiorizó del mundo cultural de Nairobi, que no era lo máximo por supuesto, sino que consiguió influir en su expansión y desarrollo. Colaboró con los centros culturales europeos más activos, como el francés y el alemán. Llegó a montar óperas y piezas de teatro. Si la memoria no me falla, recuerdo la ópera “La novia vendida” de Smetana, cantada con una pequeña orquesta de aficionados; y la pieza de teatro “Mozart y Salieri” de Pushkin, que ella había montado en Chile. Hicimos buenas migas. Yo no aspiraba a ser escritor en aquella época, pero sí me interesaban mucho la literatura, la música y el folclore local. Me integré más o menos a un grupo que se interesaba en tales temas y tuvimos gratas reuniones, donde Carmen cantaba y actuaba en pequeños sketches parea divertirnos. En el idioma que se pidiera. Una vez le mencioné el tap-dancing (zapateo americano). Hizo unos pasitos perfectos. ¡Lo dominaba!

Eran fascinantes las conversas entre ella y Mauricio Müller, por ejemplo. Un uruguayo que había sido el crítico de música de la famosa revista progresista “Marcha”, y que era no solo un erudito sino que además el tipo más divertido de Nairobi, como decían los empleados locales de la institución donde trabajábamos Carmen y yo, y donde también tenía un cargo la esposa de Mauricio. Él no trabajaba, se paseaba haciendo retruécanos en swahili o kikuyu, las lenguas originarias; era un vago integral, un dandy enfundado en su safari suit; el traje habitual de los neocolonialistas en África, le decíamos. En las tertulias aparecían a veces unos ingleses madurones, conatos de actores, ciudadanos kenianos, por lo normal personajes sin interés, pero actuando y con un par de whiskies entre pera y bigote, se volvían bastante divertidos. A las viejas esposas no les hacían demasiado gracias los aspavientos de sus maridos, pero todo se lo aguantaban con típica flema británica. A pesar de que busco y rebusco, no he encontrado la película que les haga justicia a esos británicos bigger than nature que el imperio engendró.

Guardo pues esos recuerdos cariñosos del tiempo que traté a Carmen Barros en Nairobi. Después la vi en pocas ocasiones, todas memorables para mí. Un cumpleaños suyo en la mítica casa de Ñuñoa, unas empanadas en su departamento en el Parque Forestal, un café en el Emporio de la Rosa original; y en la Casa del Escritor, donde tuvo la gentileza de asistir al lanzamiento de uno de mis libros, como suele ocurrir con poco público pero su presencia valió por las decenas que se esperaban.

Le quedo agradecido a Carmen Barros, Marianela, Carmelita, por aquellos momentos que hoy se deshacen en recuerdos gratos, y sobre todo por haber tenido el favor de una estrella de verdad, lo que vale más que cientos de horóscopos. Sigo creyendo, como siempre lo creí, que era inmortal. Sí señoras y señores…

Carmen Barros con Bartolomé Leal y Néstor Ponce en la SECH