Editorial Lom, 98 páginas

Por Antonio Rojas Gómez

Juan Ignacio Colil Abricot es conocido de los lectores sobre todo por sus novelas negras, o policiacas, que le han valido ganar un par de premios en España y Argentina. Pero Colil no necesita matar a nadie para ser buen escritor. Y lo prueba con esta novela breve cuyas páginas no destilan sangre. En cambio, ocultan un misterio espeso sobre la condición humana y sobre las difíciles relaciones matrimoniales.

El narrador, en primera persona, es un profesor de historia que ha quedado cesante después de trabajar durante veinticinco años en un colegio. Entonces empieza a recordar que “hubo una época en que yo también tomaba fotografías”. Y en esos recuerdos surge la historia singular, que se va deslizando suavemente, como por los rieles de un tren del primer mundo -esos que a nosotros se nos impidió conocer-, y atrapa al lector sin que se dé cuenta. Porque es allí, en su época de fotógrafo incipiente, cuando el narrador conoce al periodista Ricardo Díaz y a su esposa, la señora Hortensia, que van a convertirse en los auténticos protagonistas de la novela.

“Don Ricardo era el dueño, editor, periodista y corresponsal de El arte de la caza, revista que yo ni siquiera conocía de nombre y que al parecer tenía un nutrido público entre los cazadores, que yo tampoco sabía que existían. En la revista se hablaba de armas, de municiones, de cazadores famosos, de características de las aves, de zonas privilegiadas para la caza y de temas similares” (Pág. 15).

A estas alturas hay que explicar que Santiago, el narrador, escribe en la época del estallido, que fue seguido por la pandemia, y refiere sucesos que reflejan con claridad aquel momento de la historia reciente del país. Sin embargo, su encuentro con Ricardo y Hortensia ocurrió treinta años antes. Y el juego del tiempo, entre una y otra etapa, es un logro notable que revela la calidad de la escritura de Colil. El lector nunca se pierde entre las épocas en que suceden los episodios que van dando cuerpo a la novela, despertando misterios y posibilidades de entender situaciones en apariencia incomprensibles.

Entre esas situaciones hay una especialmente interesante. Veámosla. Ambos, Santiago y don Ricardo, duermen en habitaciones separadas en un hotel barato en las afueras de Victoria:

“En algún momento de la noche sentí ruido en la habitación de él, luego la puerta que se abría y se cerraba. Me levanté y me asomé por la ventana. Vi que don Ricardo caminaba a paso rápido hacia la carretera. Pensé que ya era hora de salir y que me había quedado dormido. Me vestí y lo seguí. La noche estaba fría y la niebla impedía ver con claridad. Aceleré mis pasos hasta que vislumbré la figura de don Ricardo, quien avanzaba con decisión con las manos en los bolsillos. Le grité, pero fue en vano. Él caminaba concentrado y, mientras yo trataba de alcanzarlo, él aumentaba su ritmo como si supiera que yo estaba tras él. Cruzamos la carretera y nos internamos por un camino de tierra. Después de unos doscientos metros, don Ricardo salió del camino, cruzó un cerco, avanzó por el potrero y volvió a cruzar otro cerco. En ese lugar la vegetación crecía con entusiasmo. Don Ricardo se detuvo en medio de ese lugar y se quedó esperando. Yo me detuve también y me quedé observando. En ese momento me di cuenta que no era la hora de ir al campeonato de caza. Recién eran las tres de la mañana y ahí estábamos. Nos separaban unos cincuenta metros. Quizá se iba a juntar con alguien, pero en vez de eso don Ricardo se sentó en el suelo y comenzó a observar hacia el cielo. Miraba con tranquilidad, por lo menos no se veía nervioso. Lo imité y no vi mucho. Las nubes cubrían la noche y se asomaban algunas pocas estrellas. Así estuve mirando el cielo un par de minutos. Traté de ubicar a Venus y Marte pero me fue inútil. Cuando volví la vista al suelo, don Ricardo no estaba. Me sorprendí, lo busqué con la mirada por unos segundos, luego me quedé agazapado esperando que apareciera, pero no lo hizo. Caminé hasta donde él se sentó. Solo las hierbas pisoteadas y las huellas de sus zapatos demostraban su presencia. Me devolví al hotel confundido y avergonzado. No sabía cómo explicarme lo que había visto o, mejor dicho, lo que había dejado de ver. A las seis de la mañana don Ricardo llamó a mi puerta para despertarme” (Págs. 19 y 20).

Muchos años después, Santiago se topó en un diario con la foto de don Ricardo y un párrafo mínimo, mal redactado, que informaba de su desaparición. Eso fue lo que lo llevó a regresar a la vieja casa en la que también funcionó la revista. Allí encontró a doña Hortensia, sola, quien le confirmó que su marido había desaparecido siete meses atrás y nada había conseguido averiguar sobre su paradero. Hasta que, una noche, Hortensia lo llama para decirle que su marido regresó “como si nada. Estuvo mirando televisión y después se acostó. Le pregunté donde había estado estas semanas. Me miró como si hubiese dicho un disparate. Me dijo que fue a comprar el pan y volvió. Nada más. De ahí no ha salido” (Pág. 53).

Pero poco después, el propio don Ricardo cita a su excolaborador para conversar en un bar y le cuenta cosas increíbles de su esposa, doña Hortensia, que parecía una señora tan simple y sin dobleces. Claro que entonces Santiago no sabía que…
Bueno, yo voy a dejar la historia hasta aquí. Ustedes podrán enterarse de lo demás cuando lean el libro. Yo les aseguro que merece la pena.