Por William Haltenhof

Alzó el libro es sus manos como se toma un pájaro, en la primera página del manuscrito un puñado de letras bellamente delineadas ocupó su atención, era una dedicatoria que decía; “esta historia fue escrita mientras mi pulso sangraba de amor, espero le guste”.

Henriette Vogel, comenzó a leerlo de inmediato, el título del libro era “El terremoto de Chile”, (editado en 1807) el texto contaba una dramática historia de amor ocurrida en la ciudad de Santiago de Chile, en 1647, en esa época una capital bajo dominio del imperio español. Jerónimo, joven español de oficio carpintero, fue a trabajar a la mansión del rico hacendado, don Enrique Asterón, uno de los nobles más poderosos del Santiago colonial.

Jerónimo, desde el segundo que vio a Josefa, quedó prendido de inmediato de la belleza y donaire de Josefa, la hija de don Asterón, que se dejaba seducir y encantar por este trabajador de poca estirpe social, aunque muy guapo y simpático que solía cantar mientras trabajaba.

Cuando don Enrique se enteró de este flechazo expulsó de su casa al enamoradizo sin prosapia alguna, al mismo tiempo lo denunció a la justicia, lo que significó que el trabajador quedara entre rejas. Era una época en estaba prohibido mezclarse con alguien de otra clase social, la rígida escala social era de fuego, nadie osaba sobrepasarla y el que se atreviere debía ser castigado.

El enojo de este hacendado aumentó aún más cuando se enteró que su hija Josefa estaba embarazada de este español sin la estirpe social que se le exigía a quien enamorara a su hija. Para ocultar este acto deshonroso la encerró en el convento Carmelita de Nuestra Señora del Monte. Josefa, joven de ardiente fe católica, aceptó su castigo con resignación; en su vientre llevaba el símbolo viviente de su pecado de amar a quien, moralmente, no correspondía.

Tras meses enclaustrada e intuyendo que su bebé nacería pronto, escapó del convento una madrugada muy fría, sola, desesperada, sin nadie a quien pedir socorro. Decidió buscar apoyo en Dios y se dirigió a la Catedral de Santiago; a punto de ingresar al templo dio a luz a su bebé en los peldaños de la pomposa iglesia mayor del Chile colonial. Justo ese día y a esa misma hora se celebraba la fiesta del Corpus Cristi, por tanto, el interior de la iglesia hervía en feligreses.

El nacimiento del bebé interrumpió el sacro silencio de esta festividad, algunos feligreses que no lograron ingresar al templo asistieron a la joven madre en este inesperado parto catedralicio que nadie esperaba.

Este hecho enardeció al poderoso arzobispo de Santiago, quien enfebrecido de ira condenó a Josefa a la pena de morir en hoguera. Los ruegos de la familia de don Enrique Asterión para salvar a su amada hija no se hicieron esperar, pero fueron inútiles ya que el poder de la iglesia en esos años era absoluto, en lo único que cedió el arzobispo fue que, Josefa, joven colmada de virtudes, moriría no ardiendo sino bajo el filo de la guillotina.

“Nada detiene la mano de la ley de Dios cuando anuncia un castigo”, esgrimió el poderoso arzobispo de Santiago.

La joven, que llamó a su hijo Philipp, sería decapitada en la Plaza de Armas, corazón del Santiago hispánico, a la vista de todos los ciudadanos que quisieran ver el cuello cercenado de la bella joven.

Llegado el día y la hora del ajusticiamiento, mediodía del viernes 13 de mayo de 1647, la plaza estaba rebosante de ciudadanos ansiosos de ver el ajusticiamiento, en el segundo exacto en que la hoja asesina caería sobre el cuello de Josefa. Santiago fue sacudido por un colosal terremoto trenzado en una violencia telúrica jamás sentida, al punto que redujo a polvo los escasos edificios que urbanizaban la preciada ciudad; Josefa, a punto de ser guillotinada, logró salvarse gracias a este cruento fenómeno tectónico.

“¡Milagro, milagro, fue salvada por la mano de Dios!” gritaron algunos asistentes al ajusticiamiento que no se concretó.

La catedral de Santiago también fue hecha trizas por este colosal sismo, entre los miles de víctimas que causó este fenómeno telúrico estaba el inconmovible y estrictísimo arzobispo de Santiago. Las gruesas paredes de la iglesia lo aplastaron indignamente, quedando sepultado bajo toneladas de bloques de adobe, techos de reja y pesadas forjadura de hierros.

Jerónimo, que había sido condenado a morir en la horca, también se salvó, ya que iría a morir a la misma hora que Josefa. Ya libre, fue de inmediato en busca de su amada Josefa y el hijo de ambos; cuando los encontró sanos y salvos en casa de familiares su rostro se encendió de felicidad, no podían creer semejante milagro de la naturaleza a favor de la vida de ambos. Sin embargo, el destino les tenía por delante otros duros desafíos, pues la iglesia mantenía en pie firme el castigo de muerte para ambos.

Henriette (cuyo nombre completo es Adolphine Sophie Henriette), notaba que al leer las páginas de El terremoto en Chile, -cuyo autor era el escritor alemán, Heinrich von Kleist, de 34 años, a quien ella conocía muy bien-, su alma amarizaba en un extraño mar de sensaciones que la enternecían y la exaltaban al mismo tiempo. La historia de amor de Josefa y Jerónimo la estremeció, además que un terremoto –que mató a miles y destruyó la ciudad entera- los salvara de morir era algo asombroso, “Dios estuvo con ellos y los salvó” susurró.

Junto al libro venía una carta que comenzó a leer con ardiente ansiedad.

“… Henriette seré sincero con usted; ya nada me contenta, hasta respirar aturde mi conciencia, este mundo está hecho de fangos y letrinas repartidas en las escaleras del poder, arriba, sobre el andamiaje de los ricos y poderosos, sólo existe el hedor insoportable de la soberbia y la mentira, el eco de la vida y sus canciones ya no las siento, el sol aturde mis cabellos, el viento hiere mis pupilas, el frio encanece mis manos…

….ser tartamudo ha hecho de mi un ser risible, mis palabras trizadas por este barrote sonoro me condenó para siempre… no tengo ingresos y ya no sé qué puerta tocar… por eso quiero partir de este infierno y para ello quiero casarme y morir con usted, novia de mi alma, joya de piel humana, diadema de la eternidad, alma amiga que quiero entronizar en mi corazón para siempre”.

Kleist le proponía a Henriette “un matrimonio suicida, glorioso y polifónico”, para disfrutarlo en el otro mundo.

“…casarnos, Henriette, casarnos, -decía la extensa misiva-, no para anclar en esta mazmorra de dolor que es este mundo, sino casarnos para llegar al césped de la felicidad perpetua, ese cielo de almas fogosas que inhalan y exhalan la música del amor eterno nos espera; toma mi mano, hermosa lira humana y te llevaré al Edén de los Edenes, la eternidad…”.

Al culminar la lectura, Henriette, mujer casada de 31 años, madre de una hija, enloqueció de felicidad, jamás antes un puñado de palabras daba en su corazón atizándolo de una pasión que jamás había experimentado, el fragoroso pulso de Heinrich Von Kleist, que estudió Leyes y Filosofía, carreras que abandonó para dedicarse a escribir, esculpía su piel con una vehemencia divinizada que desconocía. Sus palabras al mismo tiempo la colmaron de un sentimiento de serenidad muy entrañable: desde que supo que moriría de un cáncer ovárico, su ánimo se ensombreció, el transcurrir de las horas le eran insoportables. Ahora en cambio sollozaba motivada por una alegría y paz indescriptible.

“¡Por fin una verdadera flecha de luz y amor enciende mi corazón apagado y morir ya no será una tumba, sino un pasaje a otra vida! -exclamó.

Su enfermedad le fue diagnosticada de casualidad tras sufrir un accidente cuando cabalgaba, otra de sus grandes pasiones Desde ese día su vida se tornó oscura y tristona, todas las cosas que amaba realizar, tocar piano, leer, cantar, practicar esgrima, podar y cuidar plantas y arbustos, quedaron sepultadas por esta fatal enfermedad que le quitaba día a día el aliento por vivir.

El autor de “El terremoto de Chile”, era un hombre dueño de un carácter complejo e inestable, era muy amigo de la familia de Henriette a quien siempre prestó más atención que a sus hermanas, a ambos los unía el amor por la música, (el escritor tocaba el clarinete) la esgrima, los libros, la naturaleza. Era la primera vez desde que supo que moriría de un cáncer ovárico que lloraba de felicidad.

Von Kleist, quien padecía de sonambulismo y una endémica tartamudez, era un exsoldado prusiano que padeció en carne propia las guerras napoleónicas que asolaron Europa, incluso fue encarcelado. En libertad, fundó el diario Berliner Abendblatter, para desenmascarar los crímenes y abusos de franceses contra el pueblo alemán.

Este escritor le abría las puertas de su alma para compartir un universo inmensamente superior a este, Henriette había leído varias obras de este autor entre ellas, La Marquesa de O, Pentesilea, El cántaro roto, también le vino a la mente las palabras de un famoso crítico alemán quien afirmaba que “Von Kleist es el mayor poeta trágico de Alemania, su obra posee un realismo magistral que toca las fibras de alma hasta límites nunca vistos”. Su mano literaria era no sólo fecunda sino policromática; era dramaturgo, poeta, novelista, cuentista.

En completo secreto acordaron la fecha para el matrimonio suicida, sería el sábado 21 de noviembre de 1811. Como lugar para celebrar la boda eligieron primero visitar la posada Stimming, ubicada a las fuera de Berlín, cerca de la ciudad de Postdam, para luego ir a uno de los lagos más grandes y hermosos de Alemania, el lago Wannsse, solo la naturaleza lagunar sería el testigo de este pacto de sangre y amor.

Llegado el día, bajo un sol tenue y un cielo sin nubes, viajaron en carruaje a la posada, tras almorzar un variado menú compuesto por carne, patatas y verduras surtidas, se trasladaron al borde del lago. Allí bailaron, cantaron, arrojaron piedras al lago, bebieron ron y tomaron café; Henriette, con los pies descalzos, caminaba feliz por la arena mojada del inmenso lago playero.

Kleist de pronto improvisó un poema que recitó en voz alta como para que se oyera no sólo en Alemania sino en el mundo entero;

“Oh destino, ya no me rendiré a tus voraces dientes
mírame, ya no te pertenezco, tócame, ya no me reconoces
abrí mis brazos,
cerré mis heridas, ahora volaré al cielo
la tibia madeja del amor me llevará en sus brazos
dejaré atrás el hedor de este mundo de hielo
de risas nauseabundas,
de palabras hinchadas de soberbia
todo sufrimiento quedará sepultado…
hoy me nacen alas y volaré con Henriette, el sol de mi vida,
al paraíso, ese hogar celeste donde nadie hiere a nadie
vamos al Edén, oh, cielo,
recíbenos en tus brazos polifónicos
¡eternidad, por fin te tengo,
que la muerte sea vida y esa vida, vida eterna”.

Luego, Henriette leyó un poema escrito la noche anterior, su voz era tenue y débil por la indetenible enfermedad que la aquejaba.

“!Oh, Heinrich, amor de mi vida,
lucero consolador de mi corazón lacerado
espada de fuego de mi mano apagada, tómame, lléveme
estréchame contigo, rescátame de mi débil cuerpo
y enciéndeme de amor para renacer
el dolor me consume y lloro
pero tu amor me resucitará
tus besos de agua y tus manos de fuego
harán de mí otra mujer
quiero vivir no para sufrir sino para ser feliz
oh, Heinrich, sanador de mi alma herida,
soy tuya…ámame como yo te amo! “

Ambos poemas calaron hondamente en ambos, al punto de quedar mirándose fijamente largo rato, luego Kleist tomó el rostro de la novia y lo besó, después se abrazaron tiernamente… en tanto el viento fresco del atardecer agitaba el cabello de ambos, la ternura sellaba este pacto de amor a puertas de la muerte, ya eran pasadas las cuatro de la tarde. Como Henriette quería tomar otra taza de café al aire libre, fue en busca de la sirvienta de la posada a quien pidió que le lavara las tazas.

Cuando la novia llegó al lado de Von Kleist, este, en un gesto silencioso le dio a entender que había llegado el momento, tomó su revólver y lo puso en el corazón de Henriette, ella sonrió levemente al contacto con el acero del arma, su rostro dio el “sí”, tras pulsar el gatillo la bala kleistiana penetró velozmente en su corazón destrozándolo, la joven de pelo ondulado cayó de espalda sobre la arena, su vestido calipso con cinturón negro quedó salpicado de sangre.

El poeta observó un rato el cuerpo de su esposa cuyos ojos miraban fijamente al cielo; Kleist, casi en silenció, susurró la frase “oh, eternidad, por fin te tengo”, puso otra bala en su arma, se desajustó el cuello de su camisa, se acostó a lado de la joven, le tomó la mano y se disparó en su boca acallando así la insatisfacción y turbulencia permanente que habría cruzado toda su vida.

La sirviente detuvo el lavado de las tazas al oír los disparos, a veces solían oírse balazos de cazadores furtivos que merodeaban por la zona, pero estos sonaron demasiados cercanos. Los dueños de la posada corrieron junto a la sirvienta y otros empleados al lago donde suponían fue el epicentro de los tiros. Enorme fue la sorpresa al descubrir los dos cadáveres recostados muy juntos, se veían serenos como si estuvieran descansando luego de una jornada agitada a la orilla del Wannsee (“quiero ver” en castellano).

La empleada de la posada de pura impresión al ver los cuerpos desangrándose puso la mano en su boca sobresaltada, no podía creer lo que sus ojos le mostraban ya que sólo hacía pocos minutos había dialogado con Henriette, recordó que le había comentado que le gustaba pisar la arena húmeda del lago con sus pies descalzos.

“El agua en mis pies me hace feliz”, le comentó sonriendo.

De inmediato ambos cuerpos fueron llevados a resguardo a la posada, a esa hora el lugar estaba muy concurrido sobre todo de viajeros de ciudades distante de Berlín. Si bien los balazos quebraron el ambiente bucólico reinante, nadie imaginó que estos causaron la muerte a una pareja que disfrutaba el atardecer a orillas del enorme lago.

El fallecimiento de los amantes rubricado por un curioso contrato de amor suicida del que no había antecedente alguno, sacudió las bases de la sociedad germana, posteriormente se supo que Kleist había confesado a una prima cercana sus deseos de acabar con su vida a través del suicidio, palabra que asociaba a “liberación”, idea que floreció y tomó cuerpo cuando su amor por Henriette fue correspondido.

La familia de la novia no podía creer que Adolphine (así la llamaban en la intimidad) haya decidido partir de este mundo tras un pacto de amor suicida con quien era su gran amigo, a nadie nunca dio a entender que idea semejante pudiese ser concebida en su mente, algunos conocidos de ambos creían que, de alguna manera, estaban en esta vida condenados, ella por una enfermedad incurable y el por una vida errática e inestable, a trote entre acantilados inmensos y borrascas desbordantes, autor fecundo en ideas y proyectos literarios cuya originalidad y calidad no fueron comprendidas en su época sino mucho tiempo después. Tempranamente el genio y el sufrimiento en Kleist se encadenaron, nunca pudo desanclar esos hierros que ahorcaron su alma.

Hoy ambos amantes están enterrados juntos cerca del lago Wannsee, una hermosa y austera lápida, que tiene labrado el texto “oh inmortalidad, eres toda mía”, corona la tumba.
La sirvienta de la posada nunca pudo olvidar el rostro de Henriette quien, feliz, corría por la arena cuando pidió que le lavara las tazas… Cada año, el día de ambas muertes, visita el lugar exacto y a la hora exacta cuando descubrió a ambos novios muertos… o bien, felices en la otra vida.

William Haltenhoff Nikiforos (Tocopilla, 1956), periodista y escritor, autor de obras de teatro, poesía, cuento y novela, con numerosos premios a su haber. Ha enviado el cuento “Terremoto en el corazón de Alemania” y quedan invitados a leerlo.