Orlando Mejía Rivera

“¿De qué sirvió que me deslomara cazando microbios en estos días de comienzos de los años veinte, cuando los avances universales, salvadores de vidas, predichos por el inmortal Pasteur parecen haber entrado en un callejón sin salida? Ha pasado la época de oro de los viejos cazadores de microbios. ¿Qué ha sido de la valerosa profecía de Pasteur: que ahora estaba en poder del hombre hacer que las enfermedades microbianas se desvanecieran de la faz de la tierra? ¿Dónde están nuestras esperanzas de contar con vacunas preventivas?”

Paul de Kruif. The Sweeping Wind. (1962)

Por: Orlando Mejia Rivera

Le debemos al historiador griego Tucídides (460- ¿395? a.n.e) una de las más detalladas descripciones de una plaga de la antigüedad. En su famoso libro Historia de la guerra del Peloponeso (Libro II, capítulos 47 a 54) él refiere que durante el verano del año 430 a.n.e, en la ciudad de Atenas, apareció de manera súbita una enfermedad, que le dio de manera indiscriminada a toda la población, caracterizada por fiebre, ojos rojos, flujo nasal, tos seca, voz ronca, enrojecimiento de la faringe y una intensa halitosis. Este cuadro se instauraba en los primeros días. Luego, surgía malestar epigástrico, vómitos biliosos, arcadas, la piel se tornaba amarillenta. Después del quinto día tenían agitación, insomnio, diarrea intensa y abundante, perdida de la memoria, gangrena de los dedos de los pies, y en algunos casos ceguera. Entre el séptimo a noveno día se morían o se recuperaban. El propio Tucídides cuenta que tuvo la enfermedad y sobrevivió, al igual que el 75% de los afectados, pues la mortalidad era del 25%. La epidemia duró alrededor de 4 años y medio a cinco años. Los que la habían sufrido, o no les volvía a dar o presentaban una forma leve que no los mataba ni enfermaba de gravedad. Las aves de rapiña y los perros que devoraban los cadáveres de los contagiados morían también.

La causa de la epidemia ha generado múltiples polémicas y las hipótesis diagnósticas superan las cuarenta patologías. Sin embargo, en definitiva, el sarampión y el tifo epidémico son las mejores posibilidades que existen, tanto desde el punto de vista epidemiológico como clínico, aunque ninguna patología explica la totalidad de los síntomas descritos por Tucídides.

En el año 165 las legiones de Marco Aurelio, que se encontraban en guerra contra los Partos, tuvieron los primeros enfermos de lo que luego se conocería como «la peste de los antoninos». El foco inicial provino de la ciudad de Esmirna y los soldados fueron esparciendo la enfermedad a medida que se desplazaban por los territorios del imperio. Para el año 166 la peste se manifestó en Roma y con algunos periodos cortos de remisión, se considera que sus diversos brotes llegaron hasta el año 180. Luego de su desaparición, durante 70 años, un nuevo brote asoló a la capital y a las regiones entre el año 251 y el 266. Los testimonios clínicos de la epidemia son escasos. Aunque las principales opciones diagnósticas son la viruela, la fiebre tifoidea y el sarampión y cualquiera de ellas podría haber sido la causante de la epidemia, lo cierto es que la mayoría de los historiadores médicos han coincidido en reconocer a la viruela como la causa más probable de la peste. Se calcula que el 30% de la población romana murió, en una época donde la ciudad imperial tenía cerca de un millón de habitantes.

Denominamos «peste negra» a una pandemia sucedida en el siglo XIV, entre los años de 1347 y 1350. La mortandad, según los historiadores, osciló entre el 30% al 50% de una población total que alcanzaba, para esa época, la cifra de 100 millones de habitantes. Es decir, murieron de treinta a cincuenta millones de personas. El origen de la peste negra se establece cuando los ejércitos mongoles la llevan a la ciudad de Caffa, en Crimea. Allí coincide una galera genovesa, que cuando retornó a Europa introdujo el foco de la peste en el puerto de Messina, en Sicilia, en octubre del año 1347. De ahí se expandió por el resto de Europa. ¿Cuál fue la etiología de la denominada peste negra medieval? Las demostraciones paleo-genéticas confirman que la Yersinia Pestis y sus biotipos Oriental y medieval fueron los agentes etiológicos de la mayor parte de la plaga sucedida en la Europa Medieval. Sin embargo, los trabajos de Scott y Duncan en las poblaciones inglesas y los de Karlsson en Islandia, en especial, sustentan la hipótesis sobre la posibilidad de que un grupo minoritario de las infecciones sucedidas hubiesen podido originarse por bacterias distintas a la Yersinia o por virus similares al del Ébola que produjeron una forma de fiebre hemorrágica.

La epidemia de gripe, entre 1918 y 1919, generó la muerte de cuarenta millones de personas en el mundo. Taubenberger, Reid y Hultin aislaron, en 1997, el virus de un cadáver congelado de la Antártida y descubrieron que fue una cepa H1NI de origen aviar.

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La metáfora del barco y su guía en noches de tormenta proviene del tratado hipocrático Sobre la medicina antigua. Luego Platón la parafraseó en La república. Cuando el mar está en calma el capitán de la embarcación puede disimular que es un mal piloto y sus errores no son advertidos por los demás. El símil del capitán incapaz lo usa el filósofo para juzgar a los malos gobernantes, que utilizan el poder político para beneficio propio y en épocas críticas pretenden resolver lo que debieron evitar con anterioridad. La pandemia del coronavirus está revelando que nuestro mundo globalizado e hipertecnológico es, en verdad, frágil como la Europa medieval de la peste bubónica o la sociedad occidental moderna consumida por un brote mortífero de gripa.

Ahora, por fortuna, no llegaremos a los cincuenta millones de muertos del siglo XIV, ni a los cuarenta millones de fallecidos de la segunda década del siglo XX. El conocimiento médico nos ha posibilitado conocer pronto la estructura genética del virus y los científicos luchan para encontrar una vacuna efectiva. Pero compartimos con las epidemias del pasado algunas características y comportamientos comunes. La soberbia de algunos que vociferan que la tecnología médica erradicará a las enfermedades infecciosas del planeta, debe ser acallada ante la única medida preventiva efectiva que hemos encontrado: la cuarentena y el confinamiento de los ciudadanos. Es decir, la misma conducta antigua tomada desde el año 1347 en Italia, foco inicial de la peste negra. También escuchamos, en menor proporción, las voces de los que acusan a los “otros” de ser los culpables. Antes, hablaban del envenenamiento de las aguas por las minorías: los judíos, las brujas, los súcubos.

En nuestros tiempos se señala a los “chinos”, los “laboratorios”, la KGB, la CIA, etcétera. Además, están los que se lavan las manos de la responsabilidad social y política y lo atribuyen al “castigo de Dios” o al “inesperado virus” de la naturaleza. Otros, con el lenguaje bélico y la lógica de la guerra, inventan un nuevo enemigo ideológico. Hay que derrotar al “covid 19”, el terrorista viral.

Quizá la realidad es muy distinta. El virólogo Nathan Wolfe advirtió desde finales del siglo XX que las veinticinco enfermedades infecciosas más graves para la salud humana se derivan de zoonosis. Este proceso de adaptación y mutación implica cinco fases biológicas. En la primera el patógeno solo existe entre animales. En la segunda, se trasmite de animales a humanos, pero no entre humanos (la rabia). En la tercera se transmite entre humanos, pero con brotes de corta duración y luego se extingue (el Ébola). En la cuarta, el patógeno existe en animales y mantiene ciclos regulares por transmisión entre humanos (el dengue). En la quinta el microorganismo se vuelve exclusivamente humano (el VIH). El Covid 19 podría estar en la fase tres o tal vez iniciando la fase cuatro. La evolución de la pandemia nos lo dirá. Los letales virus de la influenza aviar (H1N5 y H7N9) están en la fase 2 y hay unos pocos casos humanos identificados que anticipan su inminente mutación a la fase 3.

Las causas de fondo de este panorama son ambientales y sociales: deforestación acelerada, manipulación de animales salvajes, cambio climático, desequilibrio demográfico, hambrunas, polución, desigualdad social. Ante la privatización y las leyes del mercado de los sistemas sanitarios, en este siglo XXI, se ha abandonado la salud pública y las políticas de prevención global. Los expertos saben que si no hacemos una transformación profunda de las estructuras sociales y económicas, esta solo será la primera pandemia de otras que ya estamos incubando en un planeta devastado por la locura individualista del consumismo y la depredación antiecológica. El mundo actual que nos tocó se parece al mítico Titanic, pero el agua está comenzando a entrar y ninguna clase social, ni país, estarán a salvo. Hans Jonas, en su libro El principio de la responsabilidad (1979), lo expresó con clarividencia: es el momento crucial para una “ética del bote salvavidas” y la humanidad es un trasatlántico que amenaza con hundirse.

Publicado en LA PATRIA, Colombia, No, 1284, sábado 9 mayo 2020

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Orlando Mejía Rivera (Manizales, Colombia, 1961) es médico y escritor, con estudios de filosofía, periodista cultural, investigador en la universidad, entre otras actividades que ejerce con talento y laboriosidad. Como escritor ha cultivado el ensayo, la novela, el cuento y el microcuento, con 25 libros publicados, siendo acreedor de importantes premios por su obra. Ha cultivado la ciencia ficción y su trabajo figura en varias antologías del género. Tiene textos traducidos a cinco idiomas.