por Rodrigo Barra Villalón

Fragmento novela en preparación

Repasé bien este recuerdo… pese a llevar años en el limbo, recién me manejaba con eso de las lenguas muertas y el acceso a los kárdex. Fue un día especialmente triste cuando lo revisé y pude aclarar tantos detalles olvidados… todos íbamos apretujados en el auto de mi buen amigo Juan Pablo.

Él se había conseguido el dato de la casa en el barrio diez de julio (dark room decía el discreto letrero en la entrada). La escalera a ese segundo piso fue interminable. Yo, nervioso, nunca había ido antes a un burdel. La madera de los peldaños crujía a medida que el tropel subíamos. Saludamos a la encargada, una señora mayor y bien escotada con un lunar pintado en la mejilla. Un marica tocaba un viejo piano y saltaba a la vista su barba gris y cerrada finamente rasurada, las cejas depiladas pulcramente contrastaban con las sombras fucsias de sus párpados. Al rato, de entremedio unas cortinas de felpa roja fueron apareciendo, uno tras otro, ramilletes de mujeres. Y entonces escogimos. Me quedé con la que quería Juan Pablo, me pareció especial. La vi en la última ronda vestida de blanco. Llamó mi atención su expresión indiferente, sonámbula. Su sonrisa enmarcaba un rostro de proporciones perfectas y una belleza que no provenía tanto de sus rasgos sino de su actitud como de su ausencia. El maricón dejó de tocar para que escogiéramos. La joven tanteó con un pie y las dos mujeres que la flanqueaban le ayudaron a retirarse. En ese instante comprendí que era ciega. La idea me estremeció, se me aceleró el corazón y sentí las manos sudorosas como ahora cuando estaba esperando. Mientras arreglaba el precio con la madame a quien no podía dejar de mirarle el lunar carnoso que tenía en el labio superior porque le brotaba un pelo largo y grueso, como un náufrago. No regateé el monto, era barato. Me advirtió que «la pobre es ciega» y respondí que lo había notado. Una vez en la habitación la joven recorrió con sus manos mi cara tanteándola, luego deslizó sus dedos por mis labios. Olió mi cuerpo y me examinó desnudo. En la cama su ceguera no fue argumento, estuvo totalmente presente y volcada. Se entregó como una prisionera y fuimos ejecutando pequeños juegos por largo rato. Gané su gratitud de incontables maneras y le conté mis fantasías. Ella me escuchaba con inaudita atención. Nunca sentí lástima. Más tarde, tocó a la puerta la regenta, había que apurarse. La ciega me dijo su nombre verdadero, se despidió con un beso en la boca y me pidió que volviera. Yo, nuevo en el asunto, no comprendí sino hasta muchos años después cuál fue su mensaje. Su nombre lo olvidé esa misma semana entre discusiones con la señora de la pensión y exámenes…