por Irene Andres-Suárez
Universidad de Neuchatel

Trazar la historiografía del microrrelato hispanoamericano es tarea harto difí­ cil por la dispersión del ingente material existente (libros, antologías, artículos, ensayos, prólogos o ponencias de distinta índole y procedencia), por tanto, me limitaré a trazar a grandes rasgos su trayectoria por países y a elaborar un sucinto perfil de algunos autores actuales que considero más significativos. Para empezar, diré que, pese a las discrepancias existentes entre los historiadores2 que se han ocupado de establecer los hitos de su desarrollo, hay convergencias y puntos de contacto entre sus propuestas, puesto que todoscoinciden en que el microrrelato hispanoamericano se alimenta de una fecunda tradición que hunde sus raíces en los movimientos estéticos de finales del s. XIX y que inició su desarrollo durante las vanguardias históricas. Para facilitarnos la tarea, nosotros distinguiremosdos etapas y no cuatro como la mayoría de los estudiosos que me han precedido: la de los precursores e iniciadores, y la de expansión y canonización, teniendo siempre en cuenta que la evolución en cada país está condicionada por sus propios avatares históricos y culturales.

1. Precursores e iniciadores

Como ya he señalado en trabajos anteriores, el origen del microrrelato de lengua española se remonta al movimiento estético modernista, caracterizado por una tendencia general hacia la depuración formal, conceptual y simbólica que afectó a todos los géneros literarios. Heredera del simbolismo y parnasianismo europeo, la estética modernista preconizó, entre sus principios, la búsqueda de la esencia­ lidad y la renovación del lenguaje, lo que favoreció la astringencia textual, funda­ mental para la formación y desarrollo de la narrativa hiperbreve. En España, los primeros textos hiperbreves que poseen plenamente estas características son de principios del siglo XX y corresponden a Juan Ramón Jiménez y a Ramón Gómez de la Serna. El primero llegó a lo que en la actualidad denominamos microrre­ lato a partir del poema en prosa; sus más tempranos minicuentos se remontan a 1906 (Andres-Suárez, 2013) y los siguió cultivando sin interrupción a lo largo de toda su trayectoria y, desde 1920 aproximadamente, tuvo, según Gómez Trueba (2009: 114-115), clara conciencia del importante hallazgo estético que suponen sus narraciones breves. Otra figura clave para comprender la trayectoria de esta forma narrativa brevísima es Ramón Gómez de la Serna, un autor situado a medio camino entre el declive del Modernismo y la irrupción de las Vanguardias, que llegó al microrrelato mediante un proceso de disminución de los componentes no narrativos del cuento y la simplificación de los narrativos.

No obstante, el desarrollo del microrrelato no se produjo hasta la irrupción de las vanguardias y ello es así tanto en España como en Hispanoamérica. El movi­ miento literario vanguardista surgió como respuesta al modernismo imperante y está caracterizado por la repulsa del pasado y un deseo imperioso de cambio. Sus representantes más conspicuos rompieron todas las reglas de la tradición, se apoyaron en las artes plásticas y persiguieron la libertad de expresión máxima. En Hispanoamérica, el movimiento vanguardista adoptó diversas corrientes: el simplismo del peruano Alberto Hidalgo, el creacionismo del chileno Vicente Huidobro, el estridentismo del mexicano Manuel Maples Arce, el ultraísmo del argentino Borges y el nadaísmo del colombiano Gonzalo Arango.

L. Zavala y D. Lagmanovich han atribuido la paternidad del microrrelato en lengua española al mexicano Julio Torri (1898-1970), con sus Ensayos y poemas (1917), libro en el que aparece un microtexto, «Circe»:considerado por el estu­ dioso argentino como uno de los más antiguos escritos en lengua española, pero lo cierto es que antes de esta fecha algunos textos de J. R. Jiménez presentaban ya las características exigidas a este género literario, mal que le pese a Raúl Brasea (2018), quien pretende que los microrrelatos del español carecen de la ironía inherente al microrrelato, algo que no suscribo, pues, por una parte, la ironía no es un rasgo distintivo del género y, por otra, este recurso está presente en muchos minicuentos tempranos del español. Creo que sería más sensato reconocer que este paradigma surge más o menos por la misma época a ambos

lados del Atlán­ tico porque, como bien dice Lagmanovich, «los hechos literarios -de importancia no acontecen dentro de las fronteras de un país, una provincia o una ciudad, sino en el territorio de la lengua» (2006: 276). En cambio, sí es cierto que, en lo tocante al estudio del género, los hispanoamericanos nos llevan veinte años de ventaja.

Además de Torri, Lagmanovich señala asimismo como precursores del género en México a Alfonso Reyes y Ramón López Velarde, escritores que proceden en mayor o menor medida del Modernismo, aunque serán, dice, José Arreola y Augusto Monterroso (guatemalteco incorporado muy pronto a la vida literaria mexicana) quienes le darán carta de nobleza, según veremos más tarde (Otros estudios: Zavala, 2002a, 200b, 2003, 2004 y 2005; Perucho, 2006 y 2008).

Argentina (Lagmanovich, 2006; Siles, 2007; Brasea, 2018; Pollastri, 2007; Internacional Microcuentista. Revista de lo breve) ostenta asimismo una rica tradición que hunde sus raíces en el Modernismo, con autores como Ángel Estrada (hijo) y Leopoldo Lugones, cuyo libro Filosofícula (1924), compuesto de microensayos, parábolas y poemas, presenta ya algún microtexto narrativo, aunque, en opinión del estudioso argentino Lagmanovich, aún estamos en los aledaños del microrre­ lato moderno. Proseguirá su camino de la mano de las vanguardias con autores como Macedonio Fernández, Oliverio Girondo y el gran escritor de textos aforísticos Antonio Porchia (1886-1969), «una suerte de Ramón Gómez de la Serna sudamericano, al decir de Lagmanovich, aunque en un tono más filosófico’: Todos ellos escribieron bajo el influjo de Gómez de la Serna, quien, huyendo de la dictadura franquista, se había refugiado en 1931 en Buenos Aires, ciudad en la que desplegó una rica actividad cultural, cuyo impacto dejó igualmente su impronta en la generación ulterior, formada por J. L. Borges, Bioy Casares o Julio Cortázar.

Para Óscar Gallegos el origen del microrrelato peruano3 se remonta a César Vallejo (2015: 23-34), el cual se adelantó a los clásicos (Arreola, Monterroso y Borges), puesto que su libro Contra el secreto profesional consta de un capítulo titulado «Carnets»:que engloba ya minicuentos de entre una y cuatro líneas además de microensayos y apuntes hiperbreves. Según testimonios de la esposa del poeta, dichos textos fueron escritos entre 1923 y 1929, pero la publicación del libro se postergó hasta 1973, razón por la cual ha sido desestimado por los estudiosos.

Y otro autor que corrió similar fortuna, según Anderson Imbert4, fue Ricardo Palma. El manuscrito de Tradiciones en salsa verde y otros textos contiene 18 mkrorrelatos llenos de humor y desenfado que circulaban ya clandestinamente en 1901, mas su talante pornográfico impidió su temprana publicación. En consecuencia, el proceso de modernización literaria relacionado con las vanguardias europeas arrancó hacia 1920 con César Vallejo (Escalas, 1923) y Martín Adán ( La casa de cartón, 1928), pero se vio postergado muy pronto por la estética indigenis­ ta, predominante en la narrativa peruana hasta mediados del siglo XX (la novela El mundo ancho y ajeno, 1941, de Ciro Alegría, es su máximo exponente). No obstante, señala Gallegos, la poesía logró escapar a este rígido molde e incorporar las técnicas de experimentación vanguardistas, un legado que sería recogido después por los miembros de la Generación del 50, según se verá más adelante.

La influencia del movimiento modernista fue especialmente temprana en Chile (Muñoz Valenzuela, 2017; Valls, 2010; Epple, 2002; Caballo de Proa y Brevilla. Revista de minificción), país en el que residió Rubén Darío entre 1886y 1889 y donde vio la luz la primera edición de su libro Azul (Valparaíso, 1988). «Seguramente alentado por estos experimentos de Rubén Darío, Vicente Huidobro, fundador del creacionismo, exploró el género en la primera mitad del s. XX, aportando un aire renovador, más allá de la frontera de la poesía» (Muñoz Valenzuela, 2017), pero este brote inicial quedaría en barbecho hasta los años 70, momento en el que resurge con renovada fuerza.

En cuanto al microrrelato colombiano (González Martínez, 2002a y 2002b; Bustamante y Kremer, 2008; Bustamante, 2003; Otálvaro, 2008; Ekuóreo) se entronca directamente con las vanguardias históricas y más concretamente con el libro de Luis Vidales, Suenan timbres (1926), y tampoco se desarrolló hasta las décadas 60 y 70, con libros de Alvaro Cepeda Samudio (Los cuentos de Juana, 1972, 1971), Manuel Mejía Vallejo (Las noches de la vigilia, 1975), Luis Fayad (Obra en marcha, 1. La nueva literatura colombiana, 1975) y la trilogía de Andrés Caicedo (Destinos fatales, 1971). Y algo similar sucedería en otros países como, por ejemplo, en Uruguay, pese a su notable tradición cuentística (Horado Quiroga, Felisberto Hernández o Juan Carlos Onetti) o en Cuba.

En Venezuela (Rojo, 1996 y 2009; Giménez Emán, 2010) la paternidad del género recae sobre José Antonio Ramos Sucre.

2. Desarrollo, consolidación y normalización

Parece que fue en la década de los 60 cuando se produjo en América Latina la conciencia de estar ante un género distinto tanto a nivel de producción como de recepción, pero los primeros trabajos sobre el tema son de los 80, siendo en los inicios del siglo XXI cuando este nuevo paradigma literario se consolidó, a la vez que se sentaban las bases para el establecimiento de su corpus y canon. Paralelamente, el género empezó a crecer exponencialmente al arrimo de editoriales nuevas que lo fomentaban y favorecían y del creciente interés de los lectores.

Iniciamos nuestra exposición por el microrrelato peruano, porque su desarrollo, en contra de todo pronóstico, es anterior al mexicano o argentino, algo que ha tardado en ser reconocido por la crítica especializada. Han sido los trabajos de ó. Gallegos y de R. Vázques, entre otros, quienes lo han rescatado del limbo en el que se encontraba, haciendo aflorar a un primer plano la envidiable labor de los escritores de la llamada Generación del 50, unos jóvenes rebeldes e iconoclastas que se desmarcaron del indigenismo costumbrista y restablecieron el puente con Vallejo y Palma, modernizando los recursos y técnicas de la narración peruana. Esta generación, apunta Gallegos, constituye «una de las conjunciones de artistas e

intelectuales más importante y representativa del Perú en el s. XX y parte del s. XXI ( …) por la calidad de sus miembros y por lo que significaron sus obras para la historia cultural del país» (2014: 7). Sus representantes más conspicuos fueron «Mario Vargas Llosa, Julio Ramón Ribeyro, Carlos Eduardo Zavaleta, Sebastián y Augusto Salazar Bondy, Enrique Congrains, Luis Loayza, Jorge Eduardo Eielson, Carlos Germán Belli, Blanca Varela, Washington Delgado y Fernando de Szyszlo» (2014). Estos autores leyeron, tradujeron y comentaron a James Joyce, Franz Kafka, Ernest Hemingway y William Faulkner y difundieron la obra de los grandes escritores hispanoamericanos del momento, entre otros, la de Borges y Arreola, cuyo impacto se percibe en la obra de los peruanos atraídos por el microrrelato: Luis Loayza, Manuel Mejía Valero, Carlos Mino Jolay o Felipe Buendía. Esta generación está marcada por la Segunda Guerra Mundial y por la dictadura militar del general Manuel Odría (1948-1956). Dos antologías dan cuenta de la importante contribución de estos escritores al desarrollo del microrrelato peruano, la de R. Vázques (2012) y la de ó. Gallegos (2014) ya mencionadas.

De todos ellos, el escritor más significativo es Luis Loayza (Lima, 1934-París, 2018), autor que tuve el honor de conocer durante los años que vivió en Ginebra. Con sus amigos Abelardo Oquendo y Mario Vargas Llosa, fundó en Lima en 1958 la efímera revista Literatura, medio de difusión de sus preferencias literarias y de sus primeros ensayos, así como la editorial Cuadernos de Composición, donde apareció la primera edición de El avaro (1955), librito compuesto inicialmente por ocho microrrelatos. Loayza tenía entonces 20 años y «eran los tiempos -nos dice Abelardo Oquendo (1974: 10-11)- de nuestro descubrimiento personal de autores latinoamericanos de los que nadie hablaba en Lima todavía: Borges, Cor­ tázar, Arreola, Paz y también Arlt, Rulfo, Onetti (…) Un día terminaríamos por encontrar al sastrecillo valiente, a Mario (alude a Vargas Llosa), y con él a Malraux, a Camus, a papá Sartre, y seríamos tres por un buen tiempo. Los buenos tiempos»: H. D. Chávez Caro ha analizado los microrrelatos de El avaro bajo el prisma de las imágenes heroicas (2015), nosotros nos limitaremos a presentar una breve síntesis de los mismos. La soledad, la incomunicación, el problema de la identidad escindida y el proceso de desmitificación de la tradición peruana y griega son motivos recurrentes en este libro, así como en el resto de su producción. Por lo general, el protagonista-narrador, en primera persona gramatical, nos arrastra hacia el interior de su conciencia y nos revela sus dudas, su cosmovisión y su verdad. Los personajes son especialmente escépticos y se sienten invadidos por la duda existencial, cuestionan los mitos, las creencias y valores de la tradición y luchan por un modelo nuevo. Así, el discípulo del primer microcuento comprende que no puede limitarse a recoger el legado del maestro, siempre efímero, sino, que debe luchar por trascenderlo y forjarse una voz propia («Palabras del Discípulo»). De forma similar, el avaro del segundo texto, pese a que se siente despreciado y envidiado, actúa según sus propias leyes y principios. Es consciente de que su dinero le proporciona el poder y que podría comprarse todo lo deseado, pero renuncia a ello a sabiendas de que «el poder se destruye cuando se emplea. Es como en el amor: tiene más dominio sobre la mujer el que no va con ella; es mejor amante el solitario»: Sobre este microrrelato se deme la sombra de L’avare de Moliere y La realidad y el deseo de Cemuda. El joven de «El viento contra mi cabeza» es igualmente rebelde, rechaza a su grupo social y familiar y, como Hércules, elige la soledad y los peligros del bosque. No cree en los oráculos y sabe que su camino es incierto y que deberá afrontarlo en soledad. En «El héroe» y «La bestia: se establece un juego paródico con el mito de Teseo y el Minotauro y se desmitifica y ridiculiza al héroe canónico. El presunto héroe se libra a una batalla interior consigo mismo, consciente de estar muy lejos de encarnar las virtudes que la colectividad le atribuye. Se sabe débil, indolente y cobarde y atribuye su fama al azar. Nadie es un héroe para quien lo conoce, dice Neuman y apostilla el personaje de Loayza: «…mi difunta esposa solía decirme que yo era nada más un hombre normal, y aún inferior a su primer marido»: En «La bestia», es un Minotauro, provisto de razón y de sentimientos humanos (envidia, vanidad), quien manifiesta su deseo de adquirir cuerpo humano y aspira a labelleza y a la perfección. Predomina la subjetividad del animal, sus luchas y sentimientos encontrados. Y, por último, el mundo de la naturaleza y el inanimado son los protagonistas de «El monte» y «La estatua» respectivamente. El primero representa el pasado colonial del Perú, el escenario de cruentas batallas por la independencia, un mundo que ha sido reemplazado por la revolución industrial y la emigración masiva hacia las ciudades. «La estatua» parece representar la mitificación de ese pasado legendario cuestionado por las nuevas generaciones y, en «El visitante»:lo que se pone en duda son los oráculos y la religión. Como se ve, la cosmovisión de Loayza está centrada en preocupaciones existenciales y metafísicas y en una firme voluntad de subversión de las relaciones tradicionales entre el individuo y la sociedad, entre la tradición y la modernidad y, además, es uno de los más grandes prosistas de la lengua española.

Otro hito importante para el microrrelato peruano es 1992, fecha en que la revista El ñandú desplumado convocó el I Concurso Nacional de Cuento Breve Brevísimo. Cronwell Jara Jiménez publicó tres años después el artículo titulado «Los microcuentos de la revista El ñandú desplumado» (1995: 120-123), en el que plantea la cuestión de la nomenclatura del género y se pregunta si existe una tradición de cuentos «brevísimos» en Perú». Cuatro años después, el escritor Harry Belevan (1996) efectuó un breve panorama de los principales creadores de microrrelatos en Hispanoamérica, así como un recuento de las primeras antologías y estudios críticos sobre la minificción, poniendo en evidencia la casi inexistencia de autores peruanos en las antologías de microrrelatos y el desinterés de la crítica especializada. En lo que va de s. XXI, las cosas han cambiado notablemente y el cultivo del género se ha disparado; entre otros, Carlos Herrera, Crónicas del argonauta ciego (2002); Ricardo Sumalavia, Enciclopedia mínima (2004) y Enciclopedia plástica (2016); Fernando Iwasaki, Ajuar funerario, (2004); César Silva Santiesteban, Fábulas y antifábulas (2004); Enrique Prochazka, Cuarenta sílabas, catorce palabras (2005); José Donayre Hoefken, Horno de reverbero (2007); Lucho Zúñiga, Cuatro páginas en blanco (2010); César Klauer, La eternidad del instante (2012); William Guillén Padilla, 77+7 nanocuentos (2012); Ana Mª Intili, El hombre roto (2012); Sandro Bossio, Territorio muerto (2014); Gaspar Ruiz de Castilla, Bar de La Mancha (2015). Esto es solo «una breve muestra -dice Gallegos- de la saludable vida creativa y crítica del microrrelato peruano actual’: Nosotros nos limitaremos a hablar brevemente de dos de ellos. Ricardo Sumalavia (Lima, 1968) y Fernando Iwasaki (Lima, 1961). El primero ha publicado dos libros de relatos: Habitaciones (1993) y Retratos familiares (2001), dos novelas Que la tierra te sea leve (2008) y Mientras huya el cuerpo (2012) y dos volúmenes de microrrelatos Enciclopedia mínima (2004) y Enciclopedia plástica (2016). La brevedad narrativa es una constante en su quehacer literario y eso, según él, no solo es cuestión de temperamento, sino de postura estética. La economía de su narrativa debe mucho a la estética oriental, que conoció de cerca durante su experiencia como profesor invitado en universidades de Corea del Sur, y persigue la esencia de la palabra poética: trascender la palabra para acceder al silencio, a lo sublime. Ello es patente en el libro Enciclopedia mínima (2004), en el que incorpora una sección titulada «Monogatari», compuesta de haikús acompañados de una introducción en prosa que les otorga cierto carácter narrativo. En los microtextos experimentales de este libro aborda asuntos diversos: experiencias urbanas en la ciudad de Lima («Homini et orbi»), historias policíacas («Letra negra»), el mundo animal («Mininos»), lasexualidad y el erotismo («Prostitución sagrada») o anécdotas relacionadas con sus viajes orientales («Tramontanos»). Tanto en este volumen como en el siguiente, Enciclopedia plástica (2016), que evoca ya de entrada la Enciclopédie de Diderot y D’Alambert, Sumalavia indaga en el mundo de los libros, en la materialidad de las palabras y rompe las convenciones que separan los géneros literarios, acción que designa con la expresión de «patear el tablero’: Su segunda enciclopedia consta de siete bloques de sentido («Artes y oficios literarios minúsculos»: «Ex Libris»: «Los otros ojos de la música»: «Lógica»: «.Acción»: «Femme fractale», «Modelos») más un decálogo sobre el arte de escribir minicuentos y el eje que los vertebra y cohesiona es la imagen. Como los vanguardistas, funde la literatura con otras manifestaciones artísticas (sobre todo, con las artes plásticas y la música) y otras áreas de conocimiento (la filosofía, la metafísica) con el fin de acceder al misterio de la creación y del pensamiento humano. En cuanto a Iwasaki, es autor de novelas, libros de cuentos, ensayos literarios, investigaciones históricas y de una compilación paradigmática del microrrelato peruano e hispánico: Ajuarfunerario (2004). Compuesto de un centenar de piezas de horror, teñidas de un humor negro y cruel, tienen como nexo común la muerte, contemplada desde prismas diferentes: el infantil, el familiar, el religioso, el cinematográfico, el de los fantasmas … En el epílogo a la quinta edición (2009, que incluye once piezas nuevas), el autor señala que en este libro resuenan ecos de Borges, Poe, Maupassant, Lovecraft y Henry James, pero, sobre todo, de las historias terroríficas y de fantasmas que le contaban de niño en el caserón familiar de su abuela en Lima. Ajuar funerario es sin duda un homenaje a la tradición oral, muy arraigada en América Latina, pero también un escrutinio de la sociedad en la que se crió, plagada de supers­ ticiones, prejuicios y tabúes. Es un libro que hace viajar al lector por un mundo mortuorio, ominoso, fantástico, y también tragicómico, porque, según Eduardo Paz Soldán, «no hay nada trágico que no sea capaz de transformarse en gracioso al pasar por su tamiz liberador. El resultado final produce la sensación incómoda de un ataque de risa en medio de un funeral»: Su humor es, en cualquier caso, un recurso eficaz para echar por tierra las certidumbres y la racionalidad en que se sostiene nuestro mundo y para sacar a luz las infinitas posibilidades de desvarío y disparate que oculta.

En la tradición argentina destacan Jorge Luis Borges, Adolfo Bioy Casares, Anderson Imbert, Julio Cortázar y Marco Denevi, cuyos libros se han convertido en paradigmas del género. Borges regresó de Europa en 1921 y, nada más llegar a Buenos Aires, comenzó a difundir el ultraísmo mediante la revista Noso­tros, en la que enunció sus principios y objetivos; algunos meses después, firmó una «Proclama» en la revista Prisma, junto a su primo Guillermo Juan, Eduardo González Lanuza y Guillermo de Torre y, aunque pronto desdeñó el movimiento, la estética vanguardista es perceptible en sus primeros relatos hiperbreves. Fue un gran renovador de nuestra historia literaria y su prosa se caracteriza precisamente por la combinación de géneros diversos. Además de escribir cuentos-poemas o ensayos-cuentos, mezcló la ficción y la autobiografía («Borges y yo»: 1974: 808, es un ejemplo paradigmático), abolió las fronteras entre la realidad y la ficción (convirtió a escritores reales en personajes literarios) y aún fue más lejos, pues insertó en sus textos numerosas referencias bibliográficas, reales o inventadas -apócrifas, para confundir al lector. Sus microrrelatos, estudiados por Lagmanovich (2010: 185-206), aparecen ya en El Aleph (1949; 1952), intercalados entre composicio­ nes más extensas o entre poemas y ensayos breves, aunque el mayor número de ellos se encuentra en El Hacedor (1960). Por otra parte, su amigo y admirador Anderson Imbert (1920-2000), profesor de literatura hispanoamericana en Harvard (y director de la tesis doctoral sobre el microrrelato del escritor chileno J. A. Epple), cultivó esporádicamente este género, que él designó con el nombre de «cuasicuentos» o «casos’:Su libro más representativo es El gato de Cheshire (1965), compuesto en su totalidad de relatos hiperbreves, al que se agregarían La locura juega al ajedrez (1971) y La botella de Klein (1978). Otro escritor destacado es Julio Cortázar (Bruselas, 1914-París, 1984), autor de numerosos microrrelatos recogidos en Historias de cronopios y defamas (1962), donde conjuga el humor lúcido y la crítica, y Un tal Lucas (1979), aunque también aparecen dispersos en libros misceláneos como La vuelta al día en ochenta mundos (1967) y Último round (1969). Su microtexto «Continuidad de los parques’:una auténtica joya en la que realidad y ficción se funden, se ha convertido en un icono del género que nos ocupa. Un caso aparte lo constituye Marco Denevi (Sainz de Peña, 1922-Buenos Aires, 988) autor de un libro de relatos titulado Falsificaciones (1966) en el que aparecen siete minipiezas dialógicas, en la línea de las publicadas años antes por Max Aub (Crímenes ejemplares, 1957), a las que Lagmanovich atribuyó el origen del microrrelato teatral. Posiblemente, ambos libros inspiraron las Historias mínimas (1988) de Javier Torneo, pero ninguno de ellos presenta aún formalmente las convenciones del género teatral. El eje principal que vertebra los textos de Falsificaciones es la reescritura de los mitos y obras literarias canónicas.

Pues bien, como no podía ser de otro modo, el legado de estos escritores fue recogido por innumerables discípulos que cultivan en la actualidad el microrrelato en Argentina5, entre otros, Eduardo Berti, Eugenio Mandrini, David Lagmanovich, Fernando Sorrentino, Rodolfo Modern, Eduardo Gotthelf, Diego Golombek, Mario Goloboff, Alejandro Bentivoglio, Juan Romagnoli, Orlando Romano o Alba Omil, aunque los más destacados son Luisa Valenzuela, Ana M.ª Shua y Raúl Brasea.

Luisa Valenzuela (Buenos Aires, 1938), narradora y ensayista, es una escritora audaz, rompedora, irónica, ingeniosa, «indispensable»:según la definió Susan Sontag, y Cortazar la calificó de «valiente, sin autocensuras ni prejuicios, cuidadosa de su lenguaje’:Sus microrrelatos están recogidos en dos libros: Brevs. Microrrelatos completos hasta hoy (2004) y Juego de villanos (2009, con un prólogo de Francisca Noguerol Jiménez) y se caracterizan por la disolución de las barreras entre los géneros literarios y por dinamitar el lenguaje con el fin de dotar a sus textos de un sentido humorístico o irónico. Para ella, el microrrelato posee múltiples capas de sentido porque en su interior «vibra la poesía»: Ana M.ª Shua (Buenos Aires, 1951) ha cultivado el cuento, la novela y el microrrelato. Su producción se sitúa en la tradición de Borges y de Denevi y sus microrrelatos están recogidos en los volúmenes siguientes: La sueñera (1984), Casa degeishas (1992), Botánica del caos (2000), Temporada defantasmas (2004), Cazadores de letras. Mini.ficción reunida (2009) y Fenómenos de circo (2011), libro este último que puede leerse como una poética del microrrelato. El juego lingüístico es una constante en su obra, según Rosa Montero, quien la considera experta en acrobacias del lenguaje, (juega con refranes, frases hechas, dichos populares) y sus textos derivan a menudo hacia el absurdo, la paradoja o la ironía. Una buena parte de ellos son fantásticos, algo que ella misma atribuye a las exigencias del género que cultiva («Esas feroces criaturas», Andres-Suárez y Rivas, 2008: 581-586), y se sirve de la ironía, la ambigüedad y la incongruencia para cuestionar las convenciones y demostrar que no hay verdades absolutas (Navarro, 2013). Al mismo tiempo, subvierte la tradición literaria canónica (mitos, textos literarios, cuentos de hadas y leyendas) y dinamita los modelos sociales y sexuales vigentes. Ello es patente en Casa de geishas, un libro sobre el mundo femenino que cuestiona la existencia de las auténticas princesas y príncipes e «incorpora los discursos de la sociedad moderna para parodiar e ironizar sus aspectos más curiosos, sorprendentes y burdos» (Siles, 201O). Todos sus libros están preñados de reflexiones sobre la literatura y el proceso creador, particularmente Botánica del caos y Fenómenos del circo, el cual nos presenta al escritor de microrrelatos como un trapecista y al lector como un tirano que exige que le sorprendan y deslumbren. Raúl Brasea (Buenos Aires, 1948) estudió inge­ niería química y goza de un justificado renombre por su labor de antólogo de la minificción argentina y de otros países. Narrador y crítico literario, ha publicado tres libros de minificción: Todo tiempofuturo fue peor (2004, 2007), Las gemas del falsario (2012) y Minificciones. Antología personal (2017, Premio Iberoamercano de Minificción «Juan José Arreola»). Eminentemente borgiano, Brasea desarrolla temas como la posible reversibilidad del tiempo o la complejidad del universo y tiende a insertar en muchos de ellos un componente argumentativo, ensayístico, que refleja su preocupación por la metaliteratura y los entresijos de la creación literaria, aunque en ellos también está muy presente el humor. Acaba de publicar un ensayo, fruto de su dedicación al género durante más de dos décadas titulado Mícroficción. Cuando el silencio toma la palabra (Lima, Metrópolis, 2018).

Las figuras totémicas de la tradición mexicana son José Arreola (Confabulario, 1952) y Augusto Monterroso (Obras completas (y otros cuentos), 1959, y La oveja negra y demásfábulas, 1969). Ambos presentan una fuerte inclinación al fragmen­ tarismo y a las formas hiperbreves, así como a la reescritura de los motivos canónicos de la tradición. No en balde, la ironía verbal y situacional y la parodia genérica y específica son constantes en la obra de ambos. Otros nombres importantes son Edmundo Valadés (Sólo los sueños y los deseos son inmortales, 1986), fundador de la prestigiosa revista El cuento. Revista de la imaginación (1939 y 1964-1999), que tanto hizo por la difusión inicial del género, y René Avilés Fabila, autor de Cuentos y descuentos (1986), con referencias a los mitos y a los bestiarios, y Cuentos de hadas amorosas y otros textos (1998) en los que reescribe mitos clásicos que él adapta a la modernidad. José de la Colina (Santander, 1939) es otro pilar de la historia del microrrelato mexicano. Hijo de exiliados españoles instalados en México en 1940, se formó en ese país y empezó a escribir tempranamente. Ha practicado con mucho éxito el microrrelato. Su obra narrativa breve, casi completa, fue recogida en Traer a cuento. Narrativa (1959-2003), y en 2016 la editorial Menoscuarto publicó una antología de sus microrrelatos titulada Yo también soy Sherezade, con una introducción de Fernando Valls, quien destaca la preocupación de este autor por la condición humana, con tanto humor como sentido crítico, y su inclinación por la reescritura de motivos y episodios de la mitología, la historia y la literatura. Otros escritores relevantes son Guillermo Samperio, Rogelio Guedea o Javier Perucho. Samperio (Ciudad de México, 1948-2016) cuenta con una amplia trayectoria narrativa, lírica y ensayística. Gente de la ciudad (1985) y La cochinilla y otrasficciones breves (1999) son libros indispensables para apreciar la evolución del microrrelato en México y sus piezas, caracterizadas por un trasfondo filosófico que se mueve entre el existencialismo y el nihilismo, denuncian con crudeza la realidad sórdida y cruel que le tocó en suerte. Guedea (Colima, 1974) ha cultivado la poesía, el ensayo, la novela y la narrativa ultracorta: Del aire al aire (2004), Caída libre (2005), Para/caídas (2007), Cruce de vías (2010), La vida en el espejo retrovisor (2012) y Viajes en casa (2013). Sus textos suelen girar en torno al arte de escribir, de sus peligros y dificultades y tienden a diluir las fronteras entre la literatura y la vida. En cuanto a Javier Perucho es editor, ensayista e historiador de géneros breves. Como narrador ha publicado Enjambre de historias (2015, 2018), Anatomía de una ilusión (2016, con prólogo de A. M.ª Shua) y Sirenalia (2017, con ilustraciones de Mario Escoto). Los microrrelatos suelen coexistir en sus libros con algunos cuentos y en ellos predominan temas como la violencia sexual y sistémica, el mundo infantil, la familia desintegrada, el erotismo, los conflictos sociales y morales o el motivo de las sirenas. Los recursos más utilizados por él son la ironía, lo caricaturesco y lo absurdo.

Es en los años 70 cuando el microrrelato chileno empieza a cultivarse de manera sistemática y uno de los actores más significativos de esta etapa es Alfonso Alcalde, autor del libro Epifanía cruda (1974) que, según Muñoz Valenzuela (2017: 17), vendría a ser el primer volumen exclusivo del género publicado por un chileno. Lo publicó en la editorial Crisis, en una colección dirigida por Mario Benedetti. Por otra parte, algunos integrantes de la generación de los Novísimos -casi todos poetas- han cultivado asimismo el microrrelato como, por ejemplo, Virginia Vidal, Andrés Gallardo, Poli Délano, Jaime Valdivieso y, sobre todo, Juan Armando Epple, antólogo, estudioso, difusor y cultivador del género que nos ocupa. Él mismo ha relatado el impacto que le produjo leer, cuando era estudiante en la Universidad de Valdivia, las Historias de cronopios y defamas de Cortázar. De pronto, apunta, «descubrimos alborozados otra forma de entender el mundo, una forma que ya estaba en Rayuela pero que ahora se decantaba en un texto breve, y donde se entrelazaba con desparpajo natural su humor lúcido y la crítica»6.

Con todo, será la Generación de los 80, llamada también Generación NN o de la Dictadura, la que le dará el espaldarazo definitivo a este género literario en Chile, con autores como Pía Barros, Lilian Elphick, Pedro Guillermo Jara, José Leandro Urbina, Carlos Iturra, Gregorio Angelcos, Alejandra Basualto o Diego Muñoz Valenzuela. Todos ellos eran adolescentes cuando se produjo el golpe militar de Pinochet y su juventud transcurrió en un ambiente de miedo, persecución, crimen y lucha clandestina, lo que explica su necesidad de unirse para luchar contra la opresión y brutalidad del régimen y contra la falta de libertad en el ámbito de la creación. Según ellos mismos han revelado (J. A. Epple, Pía Barros, Muñoz Valenzuela …), cultivar las formas breves constituía una forma eficaz de sortear la censura y cuestionar el régimen, porque era fácil memorizarlo, relatarlo en un acto público y salir corriendo antes de que llegara la policía. Al inicio, cuentan ellos mismos, los textos circulaban de modo oral, pero pronto empezaron a imprimirse de forma artesanal y clandestina en los talleres literarios, especialmente en el de Pía Barros, un ejemplo paradigmático de esta resistencia política y cultural.

Cuando se restableció la democracia en 1990, algunos escritores se decantaron por la novela, larga o corta, pero el interés por las formas narrativas hiperbreves persistió, incentivado por la eclosión de editoriales alternativas emergentes (Cuarto Propio, Mosquito, Asterión …) y por el proyecto Letras de Chile, cuya actividad ha sido capital para la difusión y estudio de este género literario. Entre las muchas actividades de este grupo, hay que destacar la organización del encuentro internacional de minificción «Sea breve, por favor’:en 2007 y en 2008, o el lanzamiento de los concursos públicos de minificción. El más famoso se titula «Santiago en 100palabras’:organizado desde el año 2001, auspiciado por el Metro de Santiago. Lo más llamativo es que los textos premiados son colocados en grandes paneles en los andenes del metro para regocijo de sus usuarios, según he podido constar yo misma en algunos de mis viajes a la capital.

No obstante, puntualiza Muñoz Valenzuela, «es en los inicios del siglo XXI cuando el microrrelato chileno alcanza su punto culminante con nombres como Lina Meruane, Ramón Díaz Eterovic, Andrea Jeftánovic, Max Valdés Avilés, Carolina Rivas, Yuri Soria-Galvarro, Gabriela Aguilera, Tito Matamala, Susana Sánchez Bravo, Astrid Fugelli, Ramón Quinchiyao, Jorge Montealegre. Y otros han logrado hacerse un nombre en el extranjero como es el caso de Isabel Mellado» (2017).

Juan Armando Epple (Osorno, Chile, 1946), reside en Eugene, Oregon, en los Estados Unidos, donde ha desempeñado la labor de catedrático de literatura hispanoamericana durante décadas. Es autor de dos libros importantes de microrrelatos: Con tinta sangre, (1999, 2004), y Para leerte mejor, (2010), y actualmente trabaja en otro titulado Cuando tú te hayas ido. Ha editado importantes antologías: Cien microcuentos hispanoamericanos (1990, en colaboración con Jim Heinrich), Brevísima relación. Nueva antología del microcuento hispanoamericano (1999) o Microquijotes (2005). En 1984 publicó un artículo en la revista chilena Obsidiana, su primera contribución teórica al estudio del género («El microrrelato hispanoamericano’), recogida después en la que dirigía Mempo Giardinelli Puro Cuento. También coordinó un monográfico temprano sobre el mismo tema para la Revista Interamericana de Bibliografía (XLVI, 1-4, 1996) que incluye una aportación teórica suya: «Brevísima relación sobre el cuento brevísimo» más un apéndice, titulado «Breviario de cuentos breves latinoamericanos»:En su obra de creación destacan los temas siguientes: la realidad política de Chile y de Hispanoamérica, la parodia de los motivos clásicos de la tradición canónica y la referencia a los boleros. Confiesa escribir para interpelar al lector y, como Córtazar, busca al lector cómplice y activo con competencia literaria.

Pía Barros (Melpilla, 1956), conocida por sus cuentos y microrrelatos, es uno de los exponentes más destacados de la «Generación de los ochenta», aunque también ha escrito algunas novelas (El tono menor del deseo, 1991, y Lo queya nos encontró, 2001) y publicado una treintena de libros-objeto, ilustrados por destacados artistas gráficos chilenos, lo que le ha valido en dos ocasiones la obtención del Premio Fondart. Su actitud transgresora y combativa durante la Dictadura de Pinochet y su denuncia de la cultura patriarcal en Chile la han convertido en un icono fuera y dentro de su país. Ha publicado varios volúmenes de cuentos: A horcajadas (1990), Miedos Transitorios (1993), Signos bajo la piel (1994), Ropa usada (2000), Los que sobran (2002), El lugar del otro (2010) y Las tristes (2015), más dos de microcuentos: Llamadas perdidas (2006) y La grandmother y otros (2008). Los temas más recurrentes en su obra son la dictadura militar, la violencia en sus distintas formas (política, patriarcal, de género o infantil), las consecuencias nefastas del exilio y la maternidad, contemplada en sus textos con una mirada crítica. El cuerpo, el erotismo y los roles femeninos adquieren mucho protagonismo en sus textos, algunos de los cuales encierran asimismo una profunda reflexión sobre las formas breves.

Diego Muñoz Valenzuela (Constitución, 1956) forma parte igualmente de la «Generación de los ochenta» y es profesor, gestor cultural, novelista, cuentista y autor de microrrelatos, género este último que ha cultivado desde mediados de los 70 y al que ha consagrado dos libros esenciales: Ángeles y verdugos (2002, 2016) y De monstruos y bellezas (2007), aunque sus volúmenes de relatos están trufados asimismo de textos de esta naturaleza. Los temas predominantes en su narrativa son el cuestionamiento de la dictadura militar y de la represión, presentada desde ángulos diversos, la denuncia social (pone el énfasis en la deshumanización y alienación del hombre en un mundo regido por el neoliberalismo y el consumo desenfrenado) y la reflexión sobre los entresijos de la escritura. En muchos de sus textos se percibe un diálogo intertextual con autores como Borges («Arcángel y verdugo»), Donoso («Ciudad nueva»), Monterroso («Dinosaurio en la cristalería»), Kafka, Lovecraft, etc. Algunos son realistas pero abundan los fantásticos («Atraso’: «A.uschwitz»), los humorísticos («Las figurillas») o absurdos, en sintonía con Kafka («Los vendedores»:»Orden»).

Lilian Elphick (Santiago de Chile, 1959) ha publicado dos libros de cuentos y tres de microrrelatos: Ojo travieso (2007), Bellas de sangre contraria (2009) y Diálogo de tigres (2011). En 2016, la editorial Menoscuarto sacó una antología de textos suyos titulada El crujido de seda. Es editora de la página web Letras de Chile. En el primer volumen, la autora indaga en la vida más allá de la muerte, en el mundo de los fantasmas con sus sueños y frustraciones. En Bellas de sangre contraria bosqueja 46 retratos de mujeres arquetípicas (en sus diversas funciones de madre, amante, traidora, guerrera), trasunto todas ellas de las figuras mitológicas (Penélope, Aracné, Pandora, Lisistrata), que ella sitúa en un mundo tecnológico y globalizado. Haciendo uso de la parodia, la autora desmitifica los esquemas socioculturales heredados de la tradición patriarcal, a la vez que desvela los estragos que esa tradición ha generado en ambos sexos, porque el patriarcado los encasilla y empobrece emocionalmente a ambos, imponiéndoles un corsé distorsionador que atenta contra la pluralidad identitaria. El último, Diálogo de tigres, nos introduce en el mundo de la creación para mostrarnos a unos personajes en franca disputa con el escritor, una especie de dios a quien deben destruir para alcanzar la autonomía.

En la década de los 70 es cuando se desarrolla el microrrelato en Colombia, con libros de Alvaro Cepeda Samudio (Los cuentos de Juana, 1972), la trilogía de Andrés Caicedo (Destinos fatales, 1971) o Manuel Mejía Vallejo (Las noches de la vigilia, 1975). A partir de los 80 se incorporaron nuevos nombres: Jairo Aníbal Niño (Puro pueblo, 1979), Nicolás Suescún (El extraño y otros cuentos, 1980), David Sánchez Juliao (El arca de Noé, 1976), Harold Kremer (Minificciones de rumor de mar, 1992), Nana Rodríguez Romero (El sabor del tiempo, 2000) o Triunfo Arciniegas (Noticias de la niebla, 2002). En esta época proliferan, además, los concursos de minicuentos, la publicación de estudios críticos, la organización de congresos nacionales e internacionales, así como una vasta colaboración en publicaciones periódicas. Aquí nos centraremos en Guillermo Bustamante Zamudio (Cali, Colombia, 1958) autor de varios libros: Convicciones y otras debilidades mentales (2005, Premio Jorge Isaacs), Roles (2007, Premio del Tercer Concurso Nacional de Cuento, Universidad Industrial de Santander), Oficios de Noé (2005) y Disposiciones y virtudes (2016). Sus piezas escudriñan los problemas transcen­ dentales de la condición humana (la identidad, la relación con el mundo y la divinidad …) y se sitúan en la intersección entre la narración y el ensayo filosófico, la historia y la ficción, la prosa y la poesía. El componente filosófico es consustancial en su producción así como el humor irreverente y transgresor.

En Venezuela, a los nacidos en la década de los 20 (Alfredo Armas Alfonzo, Oswaldo Trejo Salvador Garmendia), se sumaron otros veinte o treinta años más jóvenes: Luis Britto García, Eleazar León, Julio Miranda, Ednodio Quintero, Gabriel Jiménez Emán, Luis Barrera Linares, Armando José Sequera, Antonio López Ortega o Miguel Gomes. Aquí nos ocuparemos de dos de ellos. Luis Britto García (Caracas, 1940), narrador, historiador, ensayista, dramaturgo, profesor universitario y gestor cultural, comenzó su carrera literaria con un libro de narrativa: Los fugitivos y otros cuentos (1964), al que siguieron La orgía imaginaria (1983), Pirata (1998) y Señores de las aguas (1999), todos ellos marcados por una fuerte inclinación a la experimentación lingüística, la cual se intensifica en Rajatabla (1970, Premio Casa de las Américas), Abrapalabra (1980, Premio Casa de las Américas) y Andanada (2004), una trilogía de microrrelatos en la que el autor despliega una libertad absoluta. Juega constantemente con el lenguaje, acumulando series de palabras que crean un ritmo frenético, repitiendo incesantemente estructuras y ciertas construcciones morfosintácticas que generan una musicalidad particular. Para Lagmanovich (2006: 286), no son meros juegos, sino «exploraciones trascendentes hacia los límites de nuestra percepción». Gabriel Jiménez Emán (Caracas, 1950) es otra figura importante en el panorama literario de su país y cultiva la poesía, el ensayo, la novela y la traducción literaria. Ha publicado numerosos libros de microrrelatos: Los dientes de Raquel (1973), Saltos sobre la soga (1975), Los 1001 cuentos de una línea (1981), La gran jaqueca (2002), El hombre de los pies perdidos (2005, reúne una selección de los anteriores junto con material nuevo), Consuelo para moribundos y otros microrrelatos (2012) y Cuentos y microrrelatos (2013). El mundo onírico está muy presente en sus textos, así como la muerte o los problemas del hombre urbano: despersonalización, alienación y desarraigo y su prosa está teñida de ecos surrealistas y una buena dosis de humor y de ironía.

La tradición microrrelatista en Uruguay es igualmente reciente y los nombres más destacados son Mario Benedetti, Eduardo Galeano, Cristina Peri Rossi (Valls, en prensa7) -que comparten una literatura profundamente política- , y Teresa Porzecanski. Los relatos hiperbreves de Benedetti aparecen en sus Cuentos completos (1986), que reúne libros de 30 años de labor, entre otros, La muerte y otras sorpresas (2968), Despistes y franquezas (1989). Y los de Galeano están recogidos en Vagamundo (1975) y El libro de los abrazos (2001). Cristina Peri Rossi (Montevideo, Uruguay, 1941) es poeta, novelista y escritora de cuentos y algunos microrrelatos (insertos en volúmenes de cuentos: Indicios pánicos, 1970, Cuentos reunidos, 2007 y Habitaciones privadas, 2012). Sus temas predilectos son la dictadura militar, el exilio, el erotismo, la homosexualidad, la prostitución, los amores equivocados o la sociedad patriarcal, cuestionada a menudo por sus personajes femeninos. En su obra predominan los textos fantásticos y absurdos, marcados por una penetrante ironía y un humor de signo intelectual, mientras que los textos de Porzecanski se caracterizan por su carácter surrealista.

El máximo representante del género en Cuba es Virgilio Piñera (1912-1979), cuyos libros Cuentosfríos (1956) y El que vino a salvarme (1970) están vinculados con la literatura del absurdo y con la existencialista. En Panamá contamos con un estudio de Ángela Romero Pérez (2002) y con la antología del escritor Enrique Jaramillo Leví (2003), quien recoge textos de 33 autores, pero aún es pronto para hacer una valoración atinada, al igual que sucede con el microrrelato boliviano, ecuatoriano, paraguayo …, países de los que apenas sabemos nada, aunque poco a poco van despuntado nombres.

Este somero recorrido por la historia del microrrelato hispanoamericano nos ha permitido establecer un cuadro tipológico de tendencias. Lo primero que salta a la vista es el predominio de textos intertextuales, fantásticos y humorísticos, estrategias de suma eficacia para comprimir el cuerpo textual (2010: 79-131). Como se sabe, la intertextualidad es un ejercicio de resignificación de elementos de orden cultural, histórico o literario y expresa una relación de enaltecimiento o de censura respecto del modelo. Es cultivada por una plétora de escritores, entre otros, los mejicanos René Avilés Fabila, José de la Colina y Javier Perucho, el peruano Luis Loayza, el venezolano G. Jiménez Emán o la argentina Ana M.ª Shua.

– La literatura fantástica, consagrada por Borges y Cortázar, es un signo distintivo de los argentinos Ana M.ª Shua y Raúl Brasea, los chilenos Diego Muñoz Valenzuela y Pedro Guillermo Jara, los peruanos Fernando Iwasaki y Carlos Mino Jolay o la uruguaya Cristina Peri Rossi. Todos ellos juegan deliberada­ mente con la elipsis, la ambigüedad y la indeterminación lingüística y semántica, dejando que el lector reconstruya por su cuenta lo que falta.

– Por otra parte, se dan todos los registros del humor. La ironía y la parodia, armas de suma eficacia para subvertir las convenciones y demostrar que no hay verdades absolutas, son manejadas con mano maestra por los argentinos L. Valenzuela, A. M.ª Shua y R. Brasea o por el chileno Alfonso Alcalde, quien logra teñir de un tono desenfadado textos marcados por la tragedia. El registro tragicómico es característico del peruano F. Iwasaki, el absurdo, en la tradición de Kafka, es cultivado con gran acierto por el peruano Carlos Meneses Cárdenas, por ejemplo, y el humor negro, tan propio de los escritores surrealistas, está representado por el cubano Virgilio Piñera o por los chilenos Pedro Guillermo Jara, Jame Valdivieso, Poli Délano o Ramón Díaz Eterovic. Reírse de lo trágico es una estrategia ideal para conjurar angustias individuales y colectivas.

– La metaliteratura o reflexión sobre la escritura o la lectura es un signo distintivo de autores como el peruano Ricardo Sumalavia, el mexicano Rogelio Guedea, el colombiano Guillermo Bustamante o el argentino Raúl Brasea, por citar algunos nombres destacados. Todos ellos indagan en el arte de escribir, en sus peligros y dificultades y, a menudo, disuelven las barreras entre la literatura y la vida.

El registro lírico, de gran expresividad lingüística y riqueza de sentidos, es también un rasgo distintivo de los microrrelatos de las chilenas Lilian Elphick y Virginia Vidal.

– La incesante experimentación con el lenguaje es otra tendencia muy marcada en la obra de las argentinas L. Valenzuela y, sobre todo A. M.ª Shua, así como en la del venezolano, Luis Britto, aunque los juegos con el lenguaje tienen una gran tradición en la literatura latinoamericana.

– El contenido filosófico vertebra los textos de los peruanos Luis Loayza y Ricardo Sumalavia o del colombiano Guillermo Bustamante Zamudio, por citar algunos ejemplos.

– La reflexión desde el prisma femenino y la mirada ligada al cuerpo y el erotismo son señas de identidad de la obra de las chilenas Pía Barros, Lilian Elphick y Gabriela Aguilera, la cual acentúa los tintes negros, y también de las argentinas L. Valenzuela y A. M.ª Shua (Casa de geishas, además de ser un libro femenino, dinamita los modelos sociales y sexuales vigentes) o de la uruguaya Cristina Peri Rossi.

El cuestionamiento socio-político. El golpe militar de 1973 es tematizado en piezas de los chilenos Diego Muñoz Valenzuela, Pía Barros y Juan Armando Epple, y la lacra de la dictadura se ve reflejada asimismo en la obra de cier­ tos peruanos (Luis Loayza, por ejemplo), argentinos (Pollastri, 2002: 39-44) (A. M.ª Shua, L. Valenzuela o M. Goloboff) o uruguayos (Cristina Peri Rossi).

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– (ed.) (2002b). La minificción en México. 50 textos breves. Bogotá: Universidad Pedagógica Nacional.
– (2003). Minificción mexicana. México: UNAM.
– (2004). Cartografías del cuento y la mini.ficción. Sevilla: Renacimiento.
– (2005). La minificción bajo el microscopio. Bogotá: Universidad Pedagógica Nacional.

1 – Este trabajo se ha realizado en el marco del Proyecto de Investigación I+D «La narrativa breve española actual: estudio y aplicaciones didácticas» (DGCYT FFI2015-70094-P), financiado por el Ministerio de Economía y Competitividad dentro del Programa Es­ tatal de Fomento de la Investigación científica y técnica de excelencia (Subprograma estatal de Generación de conocimiento).
2 – Me he basado principalmente en los estudios generales siguientes: Zavala, 2002a; Lag­ manovich, 2006; Siles, 2007; Fernández, 2010; Bustamante, 2012; Brasea, 2018. Ade­ más, me han sido muy útiles las antologías generales dedicadas al género, así como algunas revistas especializadas.
3 – Contamos con los estudios académicos de Belevan, 1996; Vásquez, 2012 y 2014; Galle­ gos Santiago, 2015; Chávez Caro, 2015. Asimismo, con las antologías de Minardi, 2006 y Sumalavia, 2007, y con las revistas Plesiosaurio y Fix 1OO. Revista hispanoamericana de ficción breve. La editorial Micrópolis, fundada y dirigida por Alberto Benza González ha apostado por la difusión del género en Perú y cuenta ya con un elenco de más de 20 volúmenes, algunos de ellos teóricos.
4 – «Hemos leído -indica- el manuscrito de sus Tradiciones en salsa verde, 1901, aún inéditas y difícilmente editables por su pornografía» (Imbert, 1967: 319).
5 – La antología de Laura Pollastri da buena cuenta del elenco de microrrelatistas argentinos.
6 – «Cómo descubrí lo que al comienzo se llamó el microcuento’:texto que me envió el autor por e-mail {10.10.2018).
7 – Cedido amablemente por el autor.

Nota: Artículo publicado en el libro Pasado, presente y futuro del microrrelato hispanoamericano, Berlin, Peter Lang, 2019, pp.13-33 (editado por María Martínez Deyros y Carmen Morán Rodríguez.