angelo rossitto Alienígenas

Cuando abrí la puerta del excusado, encontré al maldito extraterrestre instalado allí. El almuerzo me había caído pésimo y necesitaba el inodoro con urgencia. Me miró a través de su escafandra translúcida con aquellos enormes, oblicuos y oscuros ojos de alienígena.

Tenía abajo la parte inferior de su traje espacial. Hedía y eso empeoró la situación porque sentí náuseas. Vomité sobre su escafandra. El asqueroso fluido que salió de mis entrañas escurrió empañando el vidrio. Al fulano no debe haberle agradado mi acción, por cierto involuntaria, y llevó rápidamente su mano –o lo que fuera, tentáculo, seudópodo,  pata- a la altura donde debieran estar sus caderas. Ya he visto suficientes películas del far west; a mí no me vienen con cuentos. Le vacié la Walther 38 sobre el pecho. No quería que me saltaran vidrios al rostro. Ocho agujeros aparecieron sobre su traje de cosmonauta, y por ellos comenzó a escurrir  un fluido verde esmeralda. Antes de que cayera y siguiera emporcándolo todo, lo levanté en vilo para arrojarlo dentro de  la tina. Me senté al fin. Y vino el alivio, aunque apestara la podredumbre de la criatura convulsionando en la bañera.

 

Vecino influyente

Hace unos meses llegó al barrio, cargado de maletas y acompañado de su esposa, una mujer tranquila, silenciosa y de aspecto pacífico. Él es rudo, fuerte, poco afecto a los saludos. Se escuchaban discusiones agrias que culminaban en gritos destemplados, tras los cuales sobrevenía el silencio. Mi mujer procuraba impulsarme a que llamara a la policía. “Cualquier día la matará”, decía, y yo trataba de calmarla. “No hay nada que denunciar, mujer”, le respondía yo, “Haríamos el ridículo”.

De otra parte, el tipo es influyente. Lo demostró cuando apareció en  la calle con su dragón de Komodo sujeto por un collar de cuero, como si fuera un perro. El reptil miraba con ojillos hambrientos a las personas. Nadie se atrevía a cruzar el camino de los paseantes. Varios vecinos lo denunciaron. Era impresentable mantener un animal tan peligroso en un barrio tranquilo. Es sabido que los dragones de Komodo son ponzoñosos y carnívoros, predadores letales. No obstante las acusaciones, ninguna autoridad apareció. Los poderes invisibles que protegían al sujeto demostraron su eficacia.

En la última semana no hemos oído discusiones entre ellos. Mi mujer asevera que no ha visto a la esposa del vecino. Yo tampoco. No se escucha nada en su casa: sólo un completo silencio. Al atardecer saca a pasar a la enorme bestia. Es intimidante. Está mucho más grande que antes. Mi esposa insiste en que debemos intervenir. ¿Pero qué podemos hacer? Está claro que el tipo es influyente.

 

Vengador sucesivo

Lo atravesó con una certera estocada y murió ipso facto. El desdichado contendor se derrumbó y el espadachín lo abrió en cruz. Por el tajo salió un hombre más pequeño que el anterior. De inmediato se tornó belicoso y atacó al asesino de su predecesor. El diestro esgrimista se apresuró a darle muerte y cuando -de acuerdo a su inveterada costumbre- lo destripó, de su interior emergió un enano furioso. Aunque menudo, el chico era de cuidado; con un salto se precipitó al cuello del criminal, que aprovechó el momento para demediarlo con un solo alfanjazo. Una vez más, de los restos mortales surgió un vengador tan furioso como minúsculo. 

Y así sucesivamente, hasta que el adversario alcanzó el tamaño de un ínfimo mosquito. El espadachín no pudo asestarle ni un solo golpe, y el ente microscópico se introdujo por el oído hasta el cerebro y le ordenó cortarse en dos a sí mismo. Obedeció. No tenía a nadie más en su interior.

 

Circus 3

El enano era pequeño, resentido, envidioso, lleno de fracaso. Tenía celos de artista contra todo el mundo, pero el trapecista concentraba su rencor. Se estremecía de odio al escuchar las ovaciones con que el público lo premiaba. El enano era un asesino en potencia. A la primera oportunidad, envenenó al trapecista. La misma tarde del velorio se ofreció atolondradamente para reemplazarlo. Le dijeron que sus brazos eran demasiado cortos para aferrarse al trapecio. Él dijo que eran cortos, pero fuertes. Que no debían discriminarlo. Gran suerte que nadie sospechara de él. Procuraron disuadirlo sin éxito. Arrastrado por su ansia de fama, insistió hasta que no hubo más remedio que darle la oportunidad de su vida.

Consiguió el aplauso que ansiaba. El público contuvo la respiración para el doble salto mortal. Sintió la turbulenta  adrenalina corriendo por sus venas y quiso repetirse la dosis, pero el trapecio le fue esquivo. Un milímetro apenas lo separó definitivamente de la vida. Sus malditos brazos cortos. Mientras volaba fuera del alcance de la red, pensó que aquella postrera aclamación compensaba todos sus anhelos frustrados. Y confundió el unánime aullido de horror con la consagración definitiva.

 

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Estos textos fueron leídos en el Carrusel de microcuentos negros, en el marco del Segundo Festival Iberoamericano de Novela Policiaca “Santiago Negro»), 5 al 9 de octubre de 2011.

 

diego munozDiego Muñoz Valenzuela (Constitución,  Chile, 1956)

Ha publicado tres volúmenes de microrrelatos: Ángeles y verdugos, De monstruos y bellezas, y Las nuevas hadas;  tres libros de cuentos: Nada ha terminado, Lugares secretos y Déjalo ser;  y tres novelas: Todo el amor en sus ojos, Flores para un cyborg y Las criaturas del cyborg. Ha sido incluido en antologías y muestras literarias publicadas en Chile y el extranjero. Cuentos suyos han sido traducidos al croata, francés, italiano, inglés y mapudungun. Distinguido en diversos certámenes literarios, entre ellos el Premio Consejo Nacional del Libro en 1994 y 1996. Flores para un cyborg fue publicado por EDA Libros en España (2008) y Lugares secretos en Croacia por ZNANJE en 2009. En 2011 el autor fue seleccionado como uno de los «25 tesoros literarios a la espera de ser descubiertos»  por la Feria Internacional del Libro de Guadalajara para celebrar sus 25 años de existencia.

 

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