pb050027Por Juan Armando Epple

Estudié como interno en la Escuela Hogar N°11 de Valdivia, una escuela-granja ubicada en Angachilla, en las afueras de la ciudad. Llegué el año 1955, cuando una epidemia de influenza asolaba el país. En la escuela, prácticamente todos caímos en cama y los inspectores, convertidos en enfermeros, nos daban agua de tilo con limón.

Un par de años después ingresó mi hermano menor. La Escuela Hogar acogía a huérfanos, a chicos pobres provenientes del campo y también a niños con problemas sociales o que habían ido a parar a la cárcel. Solían ver esa escuela como un centro correccional. En mi caso y en el de mi hermano, enviarnos allí fue una medida de seguridad que tomó mi padre para ocultarnos de mi mamá, quien sufría de un agudo trastorno mental y en dos ocasiones había intentado matar a sus tres hijos mayores.

 El régimen de internado era estricto, con castigos corporales y penas de encierro que variaban de acuerdo a la falta cometida. La pena menor eran los varillazos en las palmas de las manos con una regla de madera o una rama de mimbre. Se reservaba para los que llegaban atrasados a la formación en el patio, se equivocaban al marcar el paso o en los giros, o tardaban en seguir la enumeración en las filas. Otra forma de castigo consistía en el llamado “plantón”: permanecer de pie durante todo el día frente a la bandera, en el patio delantero. Para los que iban mal en alguna de las clases, estaba la prohibición de salir los domingos y en ciertos casos el encierro dominical en una sala de clases cumpliendo ejercicios absurdos de escritura. A ese encierro lo llamaban los inspectores “ir al Congreso”. Lo peor que nos podía caer encima era este castigo, ya que nuestra única distracción era ir a la matinée dominical, con los uniformes de mezclilla azul, donde pasaban películas de vaqueros y seguíamos seriales como “Flash Gordon” y “Dick Tracy”. Cuando asumió como inspector Sergio Barría, que era profesor de música del Liceo de Hombres, agregó un castigo sádico que consistía en obligar a los que habían cometido alguna falta a correr dos o tres cuadras por el camino de ripio que llevaba a la ciudad, con los pies desnudos. En una ocasión este inspector sorprendió a dos chicos fumando. Los puso frente a la escuela en formación, a las ocho de la mañana y los obligó a fumarse una cajetilla de cigarrillos, uno tras otro, hasta que desfallecientes, cayeron al suelo. Barría dejó su trabajo después que unos estudiantes expulsados de la Escuela lo esperaron una tarde en el camino y le dieron una paliza. Pidió su traslado al Liceo diciendo que se negaba a reformar delincuentes.

 Yo era demasiado tímido para cometer fechorías, tal vez por eso recibí pocos castigos. El primero fue cuando me fugué de la Escuela, a los nueve años, y me fui “de pavo” a Santiago en el tren “Valdiviano” a buscar a mi mamá,  de quien sólo sabía que estaba en un hospital psiquiátrico. En Santiago viví en el Mapocho con algunos chicos que me acogieron, solidarios, y me enseñaron a sobrevivir pidiendo limosna y comiendo lo que conseguíamos en la Vega Central. No sé si la distancia temporal me hace pintar una imagen sana e inocente de esa experiencia, pero juro que no vi ningún abuso infantil, maltrato o actos de pillaje. Estuve allí poco tiempo, pues cuando en Valdivia se enteraron de mi fuga, contactaron a una tía que era policía de investigaciones, (creo que fue la segunda mujer detective que había en Investigaciones),  y sus colegas me encontraron fácilmente, enviándome de vuelta a Valdivia, esta vez a cargo de los maquinistas del tren, que me atiborraron de comida.

En los veranos iba a la casa de mi padre, que vivía en un lugar apartado en la costa, o a la casa de mis tíos Abraham y Yolanda, que me consideraban un hijo más.

El hambre era uno de los problemas que vivíamos en la Escuela. Las raciones que nos daban, (comidas que no eran malas pero variaban poco), no eran nunca suficientes para nuestra voracidad. El cocinero nos anunciaba, golpeando el caldero: “Hay que comer porotos, muchachos, porque los porotos tienen poroteínas”. El pan, uno por cabeza al desayuno y a la cena, se usaba como moneda de cambio. Un pan por pasar en limpio una tarea, dos por hacer una tarea pendiente. A veces las apuestas se hacían con pan: un partido de fútbol trasmitido por radio o una pichanga del recreo. Algunos salían a escondidas de la escuela para comprar pan de papas donde unas familias campesinas del sector. Otros mantenían provisiones de manzanas de guardar que robaban en las quintas cercanas y las escondían en unos hoyos excavados en pequeñas hondonadas, protegidos con paja seca. Los llamaban “fonducos”.

Yo me hice amigo de un chico que andaba siempre con buena ropa, zapatos gruesos y sweaters tejidos a mano, a quien le ayudaba con sus tareas sin cobrarle. El me invitaba a pasar a la casa de su mamá los domingos, de vuelta del cine. En esa casa, ubicada en la calle Errázuriz, vivían  varias mujeres que nos recibían con grandes muestras de cariño, nos preparaban unas onces con kuchen y cecinas, y nos despachaban de regreso al internado con pollo fiambre, huevos duros y sándwiches, como si fuéramos a un picnic. Una de ellas me tejió un sweater de color azul piedra que me quedó algo grande, y me pedía que lo llevara puesto cuando pasábamos a la casa.

La segunda vez que me castigaron fue cuando me sorprendieron leyendo en horas de trabajo. Antes y después del horario de clases teníamos que cumplir con diversas tareas de granja, como despastar las melgas de las huertas, regar, aporcar, desmurrar. Una tarde, mientras mi grupo desmurraba unos cercos, le pedí a un compañero que me reemplazara porque tenía que leer el último número de la revista Okey y ponerme al día con una de las historias que se publicaban allí por capítulos. A esas alturas, (debo haber estado en tercero o cuarto año), me dedicaba a contar historias por episodios a mis compañeros de cuadra, un dormitorio para casi cien estudiantes. El toque de queda era a las nueve de la noche y cuando el inspector terminaba su última ronda, los compañeros me pedían el episodio del día y yo contaba lo que había leído.

  Abstraído en la lectura, no me di cuenta que el inspector de turno me estaba mirando, varilla en mano. Fui castigado con el consabido “plantón”: permanecer parado todo el día domingo en el patio, frente a la bandera. Parece un castigo llevadero, pero el que lo ha sufrido sabe que poco a poco se van acalambrando las piernas y uno comienza a sentir un dolor insoportable. Hay que hacer malabarismos para lograr cambiar imperfectiblemente de posición, sin que el guarda lo note. Ya me había despedido de la posibilidad de ir a almorzar cuando uno de los inspectores, Eduardo Darmendrail, que era además profesor de horticultura,  se me acercó y me preguntó:

 -Epple, ¿y a usted por que lo tienen castigado?

-Me sorprendieron leyendo en horas de trabajo- expliqué.

– ¿Qué tipo de lecturas?

-Es una novela que se publica por capítulos-  contesté.

Darmendrail, a quien llamábamos Mandrake, se rascó la cabeza y dijo, como para sí:

 -Pero la Escuela está justamente para que la gente aprenda a leer. A usted deberíamos darle un premio y no un castigo.

 Él no podía intervenir frente al dictamen de otro colega, pero consiguió al menos que me dieran una hora para almorzar.

 A esas alturas, yo había heredado de un compañero que había egresado, (o lo habían expulsado, no lo tengo claro), un negocio que funcionaba a las mil maravillas. Consistía en comprar revistas de historietas en uno de los quioscos de diarios de la ciudad, a cargo de otro ex alumno de la Escuela Hogar, y alquilarlas en la escuela. Con tres o cuatro arriendos se sacaba el costo de la revista. Las revistas preferidas eran Hopalong Cassidy, Roy Rogers, Cisco Kid, el Llanero Solitario, el Okey y el Pingüino. El Pingüino, una revista picaresca, salía más caro y había que leerlo a escondidas. Se alquilaban por día, y yo tenía un ayudante que se encargaba de vigilar que el arrendatario no le prestara la revista a otros.

 Los más pequeños lidiaban con los silabarios. Se usaba indistintamente el silabario El Ojo, de Matte, y el  hermoso Silabario Hispanoamericano, con ilustraciones de Coré. Hace unos años atrás, mi primo Ricardo Badtke Epple, conocido dibujante chileno, hizo una serie de dibujos a colores sobre el Quijote, para una exhibición en Estados Unidos. El modelo para su serie proviene de las ilustraciones de Coré.

Nuestros juegos escolares incluían el trompo, las topeaduras, la bocha, la rayuela y, lo que era una aventura teniendo tanto campo disponible, las peleas entre indios y cowboys. En este último juego había dos categorías: con amarrar y sin amarrar. Con amarrar implicaba el derecho del vencedor de atar al vencido con una cuerda, a veces en el tronco de un árbol, y no desatarlo hasta que el otro pidiera perdón. En un par de ocasiones, los más tercos quedaron amarrados hasta que el inspector descubrió quiénes estaban ausentes durante el conteo para entrar a los dormitorios.

La Escuela Hogar se destacaba en Valdivia por contar con un Orfeón, una banda de música similar a los orfeones de los regimientos chilenos. Nunca supimos de donde provenían esos instrumentos profesionales pero la Escuela los utilizaba con gran eficiencia. Para empezar, algunos instructores provenían del regimiento Caupolicán de la ciudad, y habían sido alumnos de la Escuela Hogar. Luego, muchos de los integrantes de nuestro Orfeón pasaron a formar parte de las bandas militares tanto de Valdivia, (como el sargento Colin), como de las escuelas militares y carabineros. En la Sala de Música tenían una galería con fotos de ex alumnos que pasaron a integrar algunas de esas bandas militares.

Yo soñaba con ser trompetista, o en su defecto, especialista en el trombón a vara. Pero en el examen de admisión me dijeron que no tenía labios para la trompeta, menos para el bugle o el trombón, y me empujaron hacia el clarinete. Por suerte ese año enviaron como instructor a un especialista en instrumentos de caña, (de esos que usan una cañita labrada de boquilla), como el clarinete, la clarina, el saxofón, el oboe.

Tuve el puesto de clarinete segundo del Orfeón entre los años 1957 y 1959. Marco esas fechas por si hay alguien en Valdivia que recuerde actuaciones del Orfeón de la Escuela Hogar en algunas de las ceremonias de la ciudad. El niño flaco, que a veces perdía el paso, ese era yo.

 En 1959, al terminar mi sexto año de primaria, se me presentó una disyuntiva: postular a la Escuela Normal de Valdivia, que tenía internado, o aceptar una oferta para entrar como “agregado de banda”, (algo así como aprendiz de músico, con grado de cabo segundo), al orfeón del regimiento Caupolicán de Valdivia. El atractivo de ser músico militar estaba en esa maravilla de empezar a ganar un sueldo a tan temprana edad, tener techo y comida asegurados e integrarse a una comunidad en su mayoría de ex alumnos de la Escuela Hogar. Pero Mandrake me convenció de que diera el examen de admisión para las Escuelas Normales y se dio maña para conseguirme un terno y corbata para presentarme adecuadamente al examen. El terno era de Juanito Salinas, sobrino de Mandrake. Juan Salinas fue mi compañero de curso en la Escuela Normal de Valdivia, y mi socio en los números cómicos que montábamos para diversos programas estudiantiles. En la rutina que teníamos, yo era el personaje serio y él la contraparte cómica.

 Mi padre se vanagloriaba que yo había obtenido uno de los primeros puntajes nacionales, pero la verdad es que en mi decisión de aceptar la beca en la Escuela Normal pesó el hecho de que teníamos graduados que habían hecho la misma elección y, lo más importante, el internado gozaba de fama de ofrecer buena comida.

Cada vez que voy a Valdivia paso a visitar a Mandrake, quien quizás no sabe que fue una influencia fundamental en mi vida. Con Alicia, mi esposa, hemos estado también muy cerca de la familia de mi socio Juan Salinas, que vivió una larga temporada de exilio en Venezuela.

  El 12 de septiembre de 1973 una patrulla de Carabineros llegó a mi casa, donde ya había un militar apostado, y me subió a una camioneta. Quedé bajo la tutela de un paco  que me apuntaba con una ametralladora. Me obligó a sentarme en unos fardos duros, y al notar que eran libros, me dijo sonriente: “Eso es lo que tienen que hacer ustedes, huevones, sentarse en esas mierdas de libros”.

La patrulla se fue a otra población a buscar un detenido más, y luego volvió a la mía a recoger a un tercer prisionero. Me llamó la atención este ir y venir de la camioneta, hasta que nos dimos cuenta que la patrulla hacía sus detenciones usando una lista por orden alfabético.

Esa noche nos dejaron en el patio de la Cuarta División. La patrulla que nos recibió estaba a cargo de mi ex compañero Molina, primer clarinete del Orfeón de la Escuela Hogar, ahora con grado de sargento. 

 Creo que eso salvó al grupo de detenidos de una golpiza a culatazos y explica lo inaudito de que recibiéramos a medianoche tazones de café y sándwiches de carne fría provenientes del casino de oficiales.

Esa noche, pensando que pude haber estado en el papel del sargento Molina si hubiera elegido el ejército, me di cuenta que había vivido el viejo dilema debatido en los clásicos literarios: las armas o las letras.