instituto tomaPor Diego Muñoz Valenzuela

En las postrimerías de 1970, y durante las primeras semanas de gobierno de Salvador Allende, tomé una decisión importante para mis catorce años. Se la comuniqué a mi padre: quería estudiar en el Instituto Nacional. Ni siquiera me exigió razones, asintió con gesto severo –era la apariencia tras la cual ocultaba su naturaleza profundamente bondadosa- y comenzó las gestiones. Así como no me exigió razones, tampoco me informó qué gestiones hizo. La cuestión es que fui aceptado: mis referencias eran buenas, pero acceder a uno de aquellos codiciados cupos era muy difícil. Todo el mundo sabía que era el “´primer foco de luz de la nación”.

¿Por qué quise estudiar allí?, me pregunto hoy, cuando vengo recién volviendo de una visita al Instituto –la friolera de cuarenta años después que di mis primeros trancos en sus pasillos, en marzo de 1971- ahora en toma por los estudiantes que exigen educación pública gratuita. Y lo que viene a mi memoria me estremece. Yo quería estudiar allí para servir mejor a mi patria. Ansiaba convertirme en un profesional o un científico que contribuyera a que mi país fuera más grande, justo, culto, rico y solidario. Lo que más yo ansiaba a los catorce años es que Chile fuera un lugar maravilloso… en el lejano año 2000. Y entendía que aquella quimera era una tarea que requería del empeño de miles, de millones.

Ya se ve: no es necesario ser un viejo o un sabio para entender estas cosas. Por eso los jóvenes han desarrollado este movimiento maravilloso que ha sacudido las bases de nuestras creencias… o de nuestro adormilamiento.

Miro a mi país y el único deseo que se ha cumplido es el de una nación con más riquezas. En las demás categorías, por desgracia, hay que reconocerlo, hemos descendido. La riqueza está en manos de unos pocos; la competencia sustituyó a la solidaridad; la farándula desplaza a la cultura, en fin.

Vuelvo cuatro décadas atrás, al lejano marzo de 1971, cuando entré al Instituto por primera vez, con una mezcla de nerviosismo, temor, curiosidad, desafío y triunfo. Y aunque en las semanas sucesivas experimenté dudas de la justeza de mi decisión, a poco andar supe que tenía la razón. Y con el pasar de los años lo he reafirmado día tras día, porque allí aprendí lecciones que no sé si habría podido recibir en otra parte, al menos en la profusión que ocurrieron.

Allí aprendí de nuestros profesores, maestros magníficos e inolvidables, pero también aprendí de mis compañeros. Eso uno lo va descubriendo con los años. Cada uno de ellos es un ser entrañable para mí, único, irrepetible. Formados en la sucesión infinita de clases dictadas por hombres notables, cada cual se fue convirtiendo en un tesoro viviente. No solo por el conocimiento que acumulaban, sino por esa sustancia etérea que conforman los valores, la pertenencia a una comunidad regida por una máxima que se nos grabó a fuego: Labor omnia vincit (el trabajo siempre triunfa).

Ya he dicho que las primeras semanas fueron arduas. Los profesores no tenían consideraciones ni piedad con nosotros, los del Segundo I, curso integrado exclusivamente por alumnos procedentes de otros colegios. Foráneos a los cuales había que formar rápidamente, inculcarles el espíritu institutano. Misión imposible, habrán pensado algunos. No obstante, creo que lo logramos, a fuerza de constancia. Hicimos funcionar nuestros cráneos a máxima velocidad, los trepanamos para ponernos al día con los números complejos, los vectores, los misterios de la fisicoquímica, los detalles de la historia, una enormidad de desafíos de ilustración que al comienzo nos parecieron inalcanzables.

No obstante –labor omnia vincit, mediante- nos desprendimos de nuestras pieles de asnos y comenzamos a correr a la velocidad requerida. Entre los compañeros del 2º I hice amigos que me han durado toda la vida, a quienes –más allá de nuestras locas alegrías de entonces, aquellas que hoy reflejamos pálidamente quizás- respeto y admiro, a cada cual en su terreno. No quiero nombrar a nadie por temor a la injusticia del olvido.

Pasó aquel primer año y ocurrió otro hecho notable, esta vez impredecible. Don Osvaldo Arenas, emérito profesor, ex Rector del Vespertino del Instituto, hizo una de las suyas, al amparo de aquel poder invisible que le otorgaba su larguísimo prestigio de maestro. Aunque ya estaba jubilado hacía tiempo, y podía haber optado por quedarse en su casa disfrutando del tiempo libre, aquel viejo maravilloso escogió seguir haciendo clases. Con una sola condición, o más bien dos: sería profesor jefe de un curso cuyos integrantes él escogería a su amaño. Quería constituir un curso ideal, tal era su sueño.

Pues bien, leyó decenas, centenares de informes sobre los alumnos de otros cursos y con especial cuidado analizó los antecedentes de los foráneos del 2º. I, convencido de que ya habían dejado de serlo, y que se habían convertido en institutanos de tomo y lomo. Escogió a varios de nosotros; eso lo supimos bastante más adelante. Y seguramente nos reímos de su ingenuidad. Pero poco nos duró la risa: una vez más –cuando creímos que ya estábamos acostumbrados al duro ambiente- fuimos sometidos al peso del designio que se había cernido sobre nosotros.

Don Osvaldo, el “Chancho” Arenas como le llamábamos a sus espaldas, por su contextura gruesa y sus cachetes mofletudos, también se había dado maña para escoger a los profesores más exigentes. Si éramos supuestamente los mejores, tendríamos ocasión de demostrarlo. El 3º. D Científico tenía asignados profesores singulares. Don Ignacio Guzmán, el temido “Perro” Guzmán en Física; Moisés Mizala en Biología; El Negro Díaz en Química y Aníbal González en Matemáticas. Todos ellos nos las hicieron ver verdes. Pero lo que no podemos decir es que no hayamos aprendido. El saldo final fue más que positivo. Nos superamos a nosotros mismos. Eso fue lo que pasó. Siempre es posible ir más allá. Labor omnia vincit.

En el tránsito de 3º al 4º D, aprendimos a movernos cada vez mejor en el terreno del aprendizaje, aun cuando el país estaba sumergido en una crisis marcada por conflictos profundos, que como bien sabemos terminaron por destruir la democracia y sumergirnos en un periodo de terror tiránico. Aún así, sabíamos que debíamos estudiar. Cuando no había movilización colectiva, llegábamos caminando, cuarenta, cincuenta cuadras, lo que fuera necesario.

Como si esto no bastara, el Chancho Arenas nos citaba frecuentemente a exhaustivas interrogaciones de francés –ese era su ramo- a las siete de la mañana, una hora antes del inicio de las clases. Él, por cierto, estaba allí antes de que nosotros llegáramos. Venía una interrogación implacable sobre los diversos ámbitos de estudio: lecciones de gramática, lectura de artículos y libros. Salí del Instituto leyendo francés perfectamente; lo he perdido por falta de uso en un mundo excesivamente dominando por los lenguajes imperiales. “Hola jetoncito”, nos decía y nos atracaba pellizcones o coscachos simbólicos, “llegaste un minuto atrasado”.

Sabía todo sobre nosotros, llevaba cuadernos con la historia de nuestro rendimiento, se preocupaba por aquellos con algún problema, los alentaba, les conseguía clases de apoyo, libros, lo que fuese necesario. Más allá de su severidad aparente, era un padre de todos nosotros. Un padre amoroso, infinitamente preocupado por nuestro destino.

Don Osvaldo y los frecuentes paros de buses nos inocularon –a mí y a algunos otros- la costumbre de llegar muy temprano. Tenía ventajas adicionales, como saltarse el control del largo del pelo –revisión que solía hacer con extremo rigor el Inspector General, el Huaso Pavez- en la entrada del colegio. Habría que agregar la posibilidad de compartir un cigarrillo con los compañeros, mientras discutíamos sobre cualquier cosa, política incluida.

No hay espacio en estas notas para recorrer –como debiera- toda la galería de maestros que se encargaron de formarnos aquellos años. El tono extravagante de las clases de Aníbal González, que nos observaba desde sus gruesos anteojos para formularnos tareas imposibles, demostraciones de alta complejidad. Nos forzó a recorrer caminos laberínticos de las matemáticas sin consideración a que fuéramos estudiantes de secundaria. Nos exigió mucho más, nos hizo volar. Lo mismo puede decirse de don Moisés Mizala, que nos sumergió en los misterios del cuerpo humano y la biología entera; estoy seguro de que él fue responsable directo de la vocación de la docena de médicos que salió de nuestro curso.

Capítulo aparte para el Perro Guzmán, capítulo amargo para muchos. Nunca sentí tanto temor hacia un profesor como hacia don Ignacio Guzmán, ni he vuelto a experimentarlo. No ha habido, para mí, un profesor más imponente ni más exigente. Llevaba al sumun el paradigma de la exigencia extrema; y no bastaba con el estudio. Además había que aprender a pensar bien, originalmente, rápido y bajo una espantosa presión.

No creo que haya sido el mejor método pedagógico, a algunos los demudaba. No lograban sacar palabra en su presencia. Cada respuesta zonza era castigada con dureza; nos increpaba, se mofaba de nosotros, plagaba el libro de unos, que finalmente eran reemplazados por notas mucho mejores, quizás mezquinas, pero mejores.

Si bien el método era brutal, generaba sus resultados en algunos casos. Ese fue el mío. Para mí sus clases terminaron por tener un atractivo fascinante; similar al atractivo que siente la hipnotizada víctima de una cobra.

Su procedimiento era siempre el mismo. Hacía una pregunta y recorría el curso fila por fila esperando la respuesta. “Un uno, el de más adelante” decía cuando obtenía mero silencio a su interrogante y registraba la nota con rojo. Con voz estentórea nos decía “Fila del medio atrás, dime tú… por qué no se utilizan elefantes en vez perros para arrastrar los trineos”. La respuesta correcta debía ser un nítido razonamiento físico que –por desgracia- no acudía a nuestras mentes ofuscadas. Con el tiempo, le fuimos pillando la hebra, aprendido a estar más despiertos, a pensar mejor y empezamos a responderle.

El institutano Oscar Castro, gran actor y director del mítico grupo de teatro Aleph, cuenta en una entrevista como lo afectó la impronta del Perro Guzmán. Tanto fue el impacto de una de sus preguntas “Cuántas ruedas tiene un trineo”, que tituló así una de las primeras obras de la compañía.

Finalmente desarrollé una gran amistad con don Ignacio Guzmán. Fui a verle varias veces al instituto después de nuestro egreso en 1973. Después los difíciles años de la dictadura, la represión y las exigencias de los estudios fueron difuminando ese vínculo.

¡Cuánto recuerdo nuestras conversaciones de alumnos en los patios, durante los recreos! Discutíamos sobre sicología, cine, política, matemáticas, literatura, arte, lo que nos viniera en gana. La vida era una gran clase ininterrumpida en la cual nos preparábamos para un porvenir brillante. Pero ese porvenir brillante no llegó jamás. En su lugar vinieron el terror, la censura, la persecución, el exilio, la muerte. No necesito profundizar en la dimensión del dolor que atenazó a Chile durante el tiempo del ogro. Ya todos lo sabemos, aunque siempre podemos hacernos los lesos.

No puedo olvidar el ambiente de tensión que vivimos en los días posteriores al 11 de septiembre de 1973. Nos obligaban a bajar a cantar el himno nacional al patio central; muchos nos negábamos a ello. Hubo profesores de los que no supimos hasta mucho tiempo después. En el acto de graduación debíamos hacer una reverencia a uno de los generales de la Junta Militar –un deshonroso exalumno institutano, que los hay, aunque sean pocos-, otra vez nos negamos a ello.

Luego vino la universidad en dictadura. Y la vida con su pulso nos dispersó por Chile y por el mundo, trajo sufrimientos tremendos a muchos, pero nos volvimos a encontrar como curso. Una vez más, esa es otra historia, que será contada en su oportunidad.

Hoy – partí relatando esto- volví a pisar después de mucho tiempo los pasillos de mi querido Instituto Nacional, llamado a formar a los hombres que debían hacerse cargo de crear las bases del Chile independiente y soberano que debía surgir desde las cenizas de la Colonia.

Concluyo con pena, con vergüenza, por qué no decirlo, que no he, no hemos estado a la altura de las circunstancias. No pude, no pudimos construir ese país maravilloso que soñamos hace ya tanto tiempo. Pero hay una esperanza. Podemos partir de nuevo. Podemos soñar como nos están enseñando esos jóvenes que han tomado sus liceos para exigir una nueva educación en Chile, aquellos que corren sin parar 1.800 horas con sus banderas.

LA LUCHA ES DE LA SOCIEDAD ENTERA – TODOS POR LA EDUCACIÓN PÚBLICA GRATUITA. Eso dice un enorme lienzo colgado en el frontis de la Casa Central de la Universidad de Chile. No hay futuro si no logramos esto. Es imprescindible que lo entendamos.

Cuando estuvimos afuera de la que fue nuestra sala de tercero medio, sentí que el Chancho Arenas me tiraba de la oreja diciéndome “ya estaba bueno que vinieras aquí, jetoncito”. Después el Perro Guzmán me quedó mirando con esos ojos plagados de exigencias y preguntas y me lanzó un “el de más adelante” que confirma mi compromiso con esta lucha. Se lo debo a mis profesores, a mis compañeros, a mis padres, a mi país, y por qué no, a mis sueños de adolescencia.

 

En: Blog de Diego Muñoz V.