La bala que acaricia el corazón

Por Pedro Guillermo Jara

Texto completo.

Capítulo 1

La llamada

—¿Cuándo, dijiste?

     —…

     —OK… Oye… ¿Vienes con la muchacha y el bebé?

     —…

     —Son dos días por lo menos desde allá… ¿O no?

     —…

     —Bueno… bueno… tú sabes dónde nos encontramos… Chao…

     —…

 

Capítulo 2

Contacto

     —Mañana…

     —…

     —Si, por supuesto…

     —…

     —Si, por lo menos, sin correr demasiado…

     —…

     —Chao… nos encontramos donde siempre…    

 

Capítulo 3

Kau Mamani

 

     El desierto de Atacama pertenecía a Kau Mamani desde siempre y lo conocía como la palma de su gigantesca mano. Era un tipo silencioso, de piel oscura, de profundas arrugas, de mirada huesuda como su alto cuerpo, de andar cansino al compás de sus extensos brazos, aparentemente muy largos. Aparentemente.

     Era el líbero del Club Deportivo, Social y Cultural “21 de Mayo”, de Arica. Cuando Mamani picaba para cortar un centro que caía al corazón del área chica era imparable en su carrerón, como un deslizamiento de piedras y barro del invierno boliviano; y cuando saltaba era como si el Parinacota se elevara para cabecear el balón y despejar mientras sus crenchas se agitaban como taguas en desbandada en el Chungará. Kau Mamani era un muro, le daba seguridad a la defensa.

     Mamani aceleró la Van por la recta –su ‘muchacha’ como le decía cariñosamente– mientras el asfalto de la carretera se perdía en lontananza, elevándose como un hilo de plata en el desierto de Atacama.

     Bajo del asiento del conductor, muy bien disimulado, viajaba el maletín, “su bebé”.

 

Capítulo 4

La mexicana

 

     Tres individuos con pasamontañas surgieron desde la oscuridad y rodearon a Lalo Díaz y a Kau Mamani.

     Minutos antes, en la semi penumbra del callejón, la Van se había estacionado con las luces apagadas. Después apareció un sedán negro. En el volante, con desconfianza, Lalo Díaz observaba el entorno. Mamani descendió desde la Van con un bolso en la mano. Lalo Díaz extrajo un fajo de dinero y se apeó para realizar el intercambio.

     —¿Todo bien, Mamani?…

     —No hay problema, compadre…

     —¿Trajiste la mercadería?…

     —Aquí está…

     Ahora el frío cañón de un arma se apoyaba en la sien de Lalo Díaz, levanta las manos… lento… eso es… te mueves y te mato conchetumadre, le susurró al oído uno de los sujetos mientras le arrebataba el fajo con dinero. Una quisca con la imagen de una calavera en el mango se instaló en la yugular de Mamani: pásame el bolso, hueón, le dijeron.

     Bastaron algunos minutos y los encapuchados se hicieron humo. Eran tres. En un eco lejano Lalo Díaz escuchó los pasos que ahora se perdían entre los pasajes de la población. Pero tuvo la certeza absoluta de quién pudo haber sido el de la mexicana porque había reconocido a uno de ellos, al más bajo, te encontraré, maricón… te encontraré y arreglaremos cuentas.

 

Capítulo 5

El Corazón de plomo que late

 

     Doña Ursula Subiabre era de misa diaria. Se sabía de memoria todos los himnos y los cantaba a todo pulmón, eso si que le costaba hincarse, colocarse de pie, caminar desde su hogar hasta la iglesia por esto de las várices. Creía en los milagros y siempre estaba pidiendo por Hipólito, su hijo único, protégelo, diosito lindo, no lo abandones ni de noche ni de día, sáname de las várices y protege a esta madre soltera, murmuraba repleta de fe.

     Después de la misa de siete doña Ursula pasó a un negocio que se dedicaba a vender crucifijos, santitos, medallas, escapularios, afiches, libros para la primera comunión y rosarios.

     —¿Si?…

     —Necesito un Sagrado Corazón de Jesús…

 

Capítulo 6

La Quinta

 

     —¿Aló?… ¿Nombre y dirección?… ¿Cuál es su número telefónico para llamarlo de vuelta y confirmar?…

     —…

     —Quinta Comisaría… ¿En qué puedo ayudarle?…

     —…

     —¿Un atraco?… ¿Población sur?… ¿Me puede describir al sujeto?… ¡Ya!… Un muchacho joven…Alto… ¿Es de la población?… Va una patrulla para el sector…

     —…

     —¿Aló?… Su nombre y su dirección por favor… ¿Gritos en la casa del frente?… ¿Sus vecinos?… Ya… Ya… ¿Siempre discuten?… Va una patrulla…

     —…

     —Atento 542… Cambio… Atento 542… Cambio… Población Sur… Calle Las Hortensias… Pasaje 3 oriente… Violencia intrafamiliar… Eso es en el cuadrante 5… Repito… Cuadrante 5… Cambio…

 

Capítulo 7

La pena que deambula

 

     Doña Ana María Soto había quedado viuda desde hacía un par de años. La caracterizaba su moño y una falda larga para no tentar al demonio porque ella era fiel a la memoria del pobre Olegario. Su esposo había sido linotipista pero ella había logrado sortear la pena que convivió en su hogar por un par de meses como una invitada de piedra. La pena, de riguroso negro,  se sentaba en su mesa, se le metía en la cama, se le aparecía en el baño o la acompañaba a las compras. Hasta que un día la pena desapareció (así como había llegado) para sosiego de la viuda.

 

Capítulo 8

Ve y mata

 

     Lalo Díaz tomó la pistola y luego colocó la bala: “Ve y mata, te facilito mi pensamiento, mi sangre fría y mi dedo índice. Ve”.

     Guardó el arma en la cartuchera, a la altura del corazón. Se detuvo frente al espejo que le devolvió un rostro duro como cincelado en cortes rectos. Tomó un poco de gel y lo aplicó a sus cabellos indómitos que adquirieron un aire de viento congelado. Luego salió desde su casa dando un portazo. Se encaramó sobre su sedán negro acelerando mientras una nube de neumáticos quemados quedaba en suspenso.

     Los perros de la vecindad ladraron asustados y uno de ellos aulló apuntando su hocico al cielo.

 

Capítulo 9

Negocio sucio

 

     Hipólito Contreras Subiabre contaba el dinero sobre la mesa y luego hacía fajos sujetos con un elástico, ha sido una buena quitada, pensó alegre.

     Hipólito era de baja estatura y no había finalizado su enseñanza media. Nunca le faltó nada y todo se lo proporcionaba su abnegada madre que trabajaba muy duro en distintos oficios. No había conocido a su padre que los había abandonado cuando él apenas tenía un año.

     El “Chico Hipólito” enfrentaba al mundo empinándose sobre sus tacones, alzando su dedo y hablando golpeado durante los recreos para que lo escucharan. De este modo había reclutado a José Sánchez y a Mario González sus compañeros de curso en el Liceo Industrial.

     Cabros, ganaremos más billetes en la calle que estar hueveando aquí, les había dicho.

     En la puerta de su domicilio su madre había colgado un Sagrado Corazón de Jesús, en relieve, con una corona de espinas que irradiaba haces de luz. Sobre el corazón y la corona remataba una cruz. Hipólito lo observó sin gran interés, es por tu bien, hijo, te protegerá, acuérdate, es por tu bien, dijo la madre mientras colgaba en la puerta exterior el óvalo de plomo desde un clavo, resoplando por el esfuerzo.

 

Capítulo 10

José Sánchez

 

     Heredé la máquina de mi abuelo. Después la trabajó mi viejo. Ahora la trabajo yo. Si hasta la flauta de plástico pasó de mano en mano y es un sonido que todos cachan.

     No me digai nada, compadre, los cuchillos chinos valen callampa, se destemplan rapidito. No hay como los cuchillos viejos, esos si que son pulentos, buen metal, nobles, pero los de ahora valen hongo. Yo tengo una quisca impeque, ¿cachay?, con esta calavera en el mango, cuática.

     Yo mantengo la máquina, ¿cachay?, con su rueda, la polea para conectar al esmeril y el pedal.

     Si no es tan complicado, tenís que colocar el cuchillo inclinado, ni más allá ni más acá, en el ángulo preciso. Esa es pura experiencia. Igual que las tijeras que tienen un filo inclinado en ambas hojas y que lo cachay así al ojo. Algunas viejas afilan las tijeras en el cuello de una botella. Pero esto de afilar cuchillos no da mucho así es que prefiero trabajarle a los papelillos.

 

Capítulo 11

Nube de mariposas

    

     José Sánchez, el afilador de cuchillos, se detuvo frente a la casa de Hipólito Contreras Subiabre e hizo sonar su pequeña flauta. Esperó por unos minutos a que las vecinas aparecieran con sus viejos cuchillos y tijeras.

     Siempre el mismo rito de establecer el contacto y recibir de su jefe los sobrecitos, visitar a sus clientes, guardar su comisión y listo. ¿Quién podría sospechar de un afilador de cuchillos? Pero “el Chico Hipólito” no daba señales de vida. Había que tener paciencia. Nuevamente el sonido de la flauta recorrió la cuadra como una nube de mariposas.

 

Capítulo 12

Bien afilado, hombrecito

 

     La viuda Ana María Soto escuchó el llamado del afilador, qué bueno que apareció el hombrecito, este cuchillo no sirve para nada, se secó las manos en el delantal salió a la calle y se lo extendió a José, déjemelo como nuevo, no se preocupe señora, quedará pulento, vaya no más, no se preocupe y ella regresó a sus quehaceres, acomodándose el moño y alisando la falda.

 

 Capítulo 13

Mario González

 

     Mario casi se había intoxicado la primera vez. No sabía fumar. Tenía 14 años cuando “el Chico Hipólito”  le extendió un cigarrillo.

     Tiene sabor a menta, le dijo. Fuma, maricón, hazte hombre y Mario lo encendió. Guardó el humo en la boca expulsándolo como locomotora.

     No hueón, así no, tenís que aspirarlo, mira, así. Y podís sacarlo por la nariz, ¿ves?

     Y Mario aspiró. Fue como si una nube de clavos hubiese ingresado a sus pulmones. Ese día se fumó un paquete. En la noche se le bajó la presión, tenía frío, las manos heladas. Cuando llegó a su casa, su madre, asustada, le comentó: estás verde, Marito, estás verde. Y Mario subió a su cuarto y se acostó. Odiaba la menta. 

 

Capítulo 14

El cigarrito bajo el poste

 

     Por la otra esquina apareció Mario González. Se apoyó en un altísimo poste de acero que remataba en una luminaria y esperó pacientemente a que Hipólito Contreras Subiabre moviera la persiana. La noche anterior había sido bastante agitada. Alguien le había soplado al jefe que venía un cargamento desde el norte y tuvieron que ayudar. Fue fácil la mexicana, recordó. 

     Encendió un cigarrillo. Observaba hacia ambos costados por si aparecían los ratis de improviso, en un allanamiento a la población. Pero no aparecieron. Desde este punto, en diagonal a la casa de Hipólito, dominaba el entorno. En la vereda del frente, pero desplazado levemente hacia la izquierda, un poco más cerca de la casa del jefe, José hacía sonar su flauta, buen chato el Pepe y sabe de cuchillos.

 

Capítulo 15

El corazón decidido

 

     Lalo Díaz había estacionado su vehículo una cuadra antes de llegar a la casa de Hipólito Contreras Subiabre, para no levantar sospechas, me las pagarás maricón por la mexicana, y continuó caminando con paso decidido. Su sangre se le agolpaba en las sienes y temía que los latidos de su corazón lo delataran.

 

Capítulo 16

Santo y seña

 

     Hipólito Contreras Subiabre terminó de contar el dinero, colocó los fajos dentro de una bolsa de plástico, levantó una tabla del piso y acomodó el botín. Desde allí extrajo la mercadería producto de la mexicana y tomó varios sobres para sus socios. Dos veces abrió y cerró las persianas. Era el santo y señas para reunirse y comenzar la pega para distribuir la droga entre los clientes.

     En ese instante José Sánchez había percibido por el rabillo del ojo la señal mientras afilaba el cuchillo. Mario González también había visto moverse la persiana. Descruzó las piernas, apagó la colilla y se quedó de pie apoyado en el tubo de acero, a la expectativa. Con el dedo meñique se hurgo en el interior de la oreja como buscando algo, intentando espantar una leve comezón.

 

Capítulo 17

La venganza

 

     Lalo Díaz, con pasos seguros dobló por la esquina y descubrió a Hipólito Contreras Subiabre en el momento en que cerraba la puerta a su espalda; en el preciso segundo en que José Sánchez levantaba el cuchillo para dar el último toque entre el chisperío del esmeril y Mario González que permanecía apoyado en el poste.

     En ese instante Lalo Díaz extrajo la pistola. Con su mano izquierda desplazó el carril para pasar la bala, apuntó y jaló del gatillo. Mario González escuchó el sonido metálico al pasar la bala a la recámara. José Sánchez se giró hacia su izquierda y en su retina se dibujó la mano extendida con el arma. Hipólito alisó su corbata.

     En milésimas de segundos la bala partió rauda hacia Hipólito Contreras Subiabre y le traspasó el cuello. La bala rebotó en el óvalo del Sagrado Corazón de Jesús; en su nueva trayectoria ingresó por el ojo de José Sánchez fragmentando la última imagen retenida en su pupila, y salió por la nuca, rebotando en el cuchillo; continuó veloz hacia Mario González ingresando por el oído, rebotó en el poste metálico para regresar silbando hacia Lalo Díaz que no acababa comprender mientras la bala se alojaba en su corazón: su sangre y sus latidos se detenían para siempre mientras la pistola resbalaba desde su mano.

 

Capítulo 18

La llamada

 

     A lo lejos se escuchó el ulular de una sirena mientras la viuda Ana María Soto colgaba el teléfono denunciando el disparo.

 

     —Cuatro muertos…

     —…

     —Si, señor…

     —…

     —Hace poco…

     —…

     —Aquí hay gente muy mala, oiga…

    

     Luego se asomó a la puerta, observó hacia ambos costados de la calle, sorteó los cuerpos, se acomodó el moño, alisó su falda y recuperó su cuchillo con una abolladura en el mango pero muy bien afilado, gracias a Dios.

 

F i n

 

 

* Premio CONARTE 2010, Ediciones Kultrún, Colección Insula Barataria, Valdivia.

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La bala que acaricia el corazón, de Pedro Guillermo Jara.