Carrera, el húsar desdichado, de Carlos Monge

Anticipo de los tres primeros capítulos de Carrera, el húsar desdichado, de Carlos Monge Arístegui, biografía novelada del héroe patrio recientemente reeditada por su autor, tras dos ediciones anteriores (Planeta Chile, 1996 y Planeta Argentina, 1999). El texto se encuentra actualmente a la venta en las librerías José Miguel Carrera, Ulises y Qué leo.

 (Contacto: cma2004(arroba)vtr.net).

LIBRO PRIMERO

“¡Hurra por los vencidos!

¡Y por aquellos cuyas naves se hundieron en el mar!

¡Y por los generales que perdieron combates,

y por todos los héroes derrotados…!

¿Te han dicho que fue bueno triunfar?

También te digo que es bueno perder,

las batallas se pierden con el mismo espíritu

con que se ganan…’’

WALT WHITMAN, Canto a mí mismo.

PUEYRREDON (I)

UN GRANADERO REGRESA A SU PATRIA

¿QUÉ AZARES ME LLEVARON —me pregunto ahora, cuando el pasado no es más que un retumbar de cascos que sacude de tanto en tanto a la memoria— a ser testigo de las derrotas y las glorias, de las miserias y las grandezas, de los hombres que hicieron a la patria?

¿Adónde estaba escrito, si es que acaso lo estaba, que habría de ser yo el cronista de los tiempos en que esos mismos hombres mataban y morían, vencían o marchaban luego al destierro, tras una noción casi en pañales como era la de patria en aquellos días?

Las fronteras no estaban delineadas aún con rigor de cartógrafos y uno podía llamarse, sin temor al abuso retórico, ciudadano de América con el derecho que daba mucha sangre mezclada en la batalla.

Venía yo de Chile, justamente, luego de haber combatido en la campaña del Sur, que aseguró la victoria de Maipo, cuando comprendí que estos grandes ideales convivían, muy a pesar nuestro, con las rencillas de orden doméstico que implica el ejercicio del poder aun en medio de las epopeyas más esforzadas.

Como digo, no hice más que cruzar la Cordillera para descubrir que el espíritu de facción y las viejas reyertas de logias y partidos, trenzadas en ocasiones con meras cuestiones de índole personal, desangraban al bando patriota con tanto vigor como el enemigo.

Estaba en compañía de ocho oficiales, originarios delAlto Perú en su mayor parte, que habían purgado un largocautiverio en los calabozos subterráneos de El Callao, por loque buen tramo del viaje fue amenizado por las pullas que nosdedicábamos unos a otros.

Nosotros, colgándoles el mote de indiebuilis, algo así como indios con fusiles; y ellos, mitad en castellano y mitad en quechua, retrucando estos adjetivos con los de pícaros, abajeños y otros que no alcanzábamos a descifrar.

Llegamos a Mendoza a fines de l820, y allí tuve mi primer entrevero con el gobernador Tomás Godoy y Cruz, a quien nos presentamos como es norma y costumbre en estos casos.

—¿Quiénes son ustedes?— indagó Godoy, con gesto agrio y una poco disimulada expresión de malestar, apenas entramos en su despacho.

Le explicamos que éramos oficiales del Ejército de los Andes que regresábamos con licencia a nuestro país, y que mucho le agradeceríamos tuviera a bien procurarnos algún alojamiento en la ciudad.

No de muy buen grado, por cierto, el gobernador firmó una orden para el alcalde en tal sentido, mientras yo cruzaba unas palabras con un ocasional huésped suyo cuya visita fuera interrumpida por la nuestra.

Se trataba del coronel mayor don Bruno Morón, quien, tras haber reparado en mi apellido en el momento de las presentaciones, me preguntó si era hijo de José Cipriano de Pueyrredón, al que conocía como Pepe.

Me dijo que había tenido el honor de servir junto a mi padre en el Cuerpo de la Estrella, y que en razón de haber sido su amigo me ofrecía sus servicios para lo que fuera menester; ofrecimiento que agradecí, desde luego, como correspondía.

Saludé a Morón, un hombre alto y de tez morena, de gallarda estampa, cuyos modales afectuosos y llanos contrastaban con la frialdad de Godoy Cruz. Y me dirigí, junto al capitán Manuel Blanco, que me acompañaba en la gestión y que más tarde ha tenido figuración en su país, al edificio del Cabildo para hacer cumplir la orden de brindarnos hospitalidad.

Grande fue mi sorpresa, sin embargo, cuando llegados al lugar el alcalde nos hizo saber que dicha orden excluía al señor Manuel Pueyrredón. Es decir, a quien hoy pasa revista a estos ajados recuerdos, que podrán llegar o no a tomar un día la forma de un memorial escrito, pero que son —como los leños que arden ahora perezosamente en el hogar— lumbre y abrigo en el ocaso.

Tanto me molestó esta exclusión que temo haberme dirigido al funcionario en términos bien poco académicos, con el ímpetu propio de mis dieciocho años, más habituados al combate en llano que a las retorcidas intrigas palaciegas.

Indignado por este trato, a todas luces impropio para un soldado que regresaba a su tierra tras recibir diez heridas en tres oportunidades consecutivas, y haber sido dado por muerto incluso en una de ellas, volví a la casa del gobernador.

—No lo incluí en la orden de alojamiento— me dijo el muy taimado, a modo de pobre excusa—, porque entiendo que tiene usted muchas amistades aquí, y seguramente no lo ha de necesitar…

—Cierto es— le repliqué—, pero ello no exime al gobierno de la obligación de conseguirme al menos un albergue… Menos aún cuando regresamos al seno de la patria casi inválidos y como oficiales de las Provincias Unidas creemos merecer su reconocimiento.

La conversación subió rápidamente de tono y me retiraba del lugar dando un portazo, como forma de desahogar mi ira y evitar la tentación que sentía de poner mis manos sobre su garganta, cuando su secretario logró llevarme nuevamente a la sala.

Allí, a regañadientes, y luego de recordarme que era él quien mandaba en la provincia, Godoy Cruz me entregó en un sobre cerrado una orden escrita por él mismo, que parecía representar nada más que una tregua en esta guerra privada que nos unía.

LOS MOTIVOS DE SU ANIMOSIDAD no me eran secretos: el señor bachiller en filosofía, sagrados cánones y leyes había pretendido, años atrás, a una prima mía, Victoria Ituarte Pueyrredón, sin tener mayor suerte en el cometido.

Desdeñado por ella, el retacón y lechoso Tomás Godoy creyó ver en mí al rival por el cual la dama no aceptaba sus requiebros y galanteos, sin considerar que yo era muy joven todavía para disputarle este trofeo. Y que si bien estaba yo enamoradísimo de Victoria, con la fuerza sin par de las pasiones primeras, no era el que había arruinado sus planes matrimoniales.

Para colmo de males, un nuevo hecho sirvió para ganarme aún más su enemistad e inquina: de visita ambos en la casa de una familia mendocina, donde había una joven a quien él cortejaba, otra vez nos pusimos a discutir.

Y yo, que tengo la lengua tan presta como el sable, le dije, entre otras cosas que sonaron bien poco halagüeñas, que seguramente las calabazas que había recibido en Buenos Aires habían contribuido a engrosar su rechoncha humanidad.

Huelga decir la poca gracia que le causaron mis palabras, y a partir de entonces juró vengarse de mí a cualquier precio.

La oportunidad de hacerlo no tardó en presentársele, pues quiso la mala fortuna que en una partida de caza tuviera la desgracia de herir accidentalmente a un oficial peruano llamado Maldonado.

Se disparó, casi sin darme cuenta, la escopeta de dos cañones que llevaba conmigo, durante una guerrilla con cáscaras de sandía, después de habernos cansado de tirar a las perdices, y fue a herir en el vientre al pobre infeliz, que murió esa misma noche. No sé si a causa del desdichado balazo o de la indigestión que le causó la mezcla de sandía y vino, del que

se había libado en abundancia.

Puesto preso e incomunicado debido a esto, el gobernador se ufanaba diciendo a todo el mundo que me iba a fusilar. Pero ante los incontables testimonios que confirmaron el carácter fortuito del suceso, no tuvo más remedio que liberarme seis días después.

NO BIEN SALÍ DE LA CÁRCEL, partí a San Luis, donde se encontraba mi familia, la que me daba por perdido hacía dos años al no recibir noticias mías.

A los veinte días de estar allí, llegó el coronel Morón con tropas de San Juan y Mendoza, prontas a unirse con refuerzos locales y salir en persecución de José Miguel Carrera y Francisco

Ramírez.

Dos jefes rebeldes —chileno uno y entrerriano el segundo—que asolaban con sus montoneras las zonas rurales de San Luis y Córdoba, y amenazaban extenderse hacia el oeste.

Morón, tras muchas idas y venidas, me convenció de que aceptara el puesto de primer ayudante de campo, en la campaña a punto de iniciarse.

Como soldado del Ejército de los Andes, le dije que no me entusiasmaba demasiado tomar parte en las luchas civiles que ya empezaban a desgarrar a los países recién y aún no definitivamente liberados de la coyunda hispana.

Me sentía, empero, personalmente comprometido con este veterano del Ejército del Norte que me ofreció su generosa amistad en momentos difíciles.

Esta deuda de honor fue, en última instancia, la que me hizo aceptar su proposición, bajo condición expresa de que no iba a servir a su causa ni a pelear siquiera, sino que sólo le acompañaría y defendería de ser estrictamente necesario.

Pocos días más tarde, tras aprovisionarnos de alimentos y municiones, nos pusimos en marcha. Cabalgábamos de noche y descansábamos de día, como aconseja el uso y el buen sentido en este tipo de operaciones.

Y nos bastó llegar a la frontera con Córdoba para comenzar a hacer prisioneros, los que fueron pasados por las armas de inmediato de acuerdo a las órdenes recibidas por Morón de su gobierno.

Por boca de algunos de ellos supimos, al aproximarnos a las cercanías del río Cuarto, que el convoy de carretas de los montoneros, con todas sus vituallas y provisiones, estaba en el paso de San Bernardo.

Morón no desperdició semejante ocasión y destacó enseguida una división con el fin de sorprenderlos en ese sitio.

Siguiendo los pasos de esta avanzada, al amanecer escuchamos a lo lejos los ecos de un violento tiroteo, y al poco rato un mensajero trajo la noticia de que el convoy había sido tomado.

Arribamos, entonces, a San Bernardo, con los primeros rayos del sol incendiando la línea del horizonte tendida hacia el oriente y una victoria asegurada en nuestras manos.

Lo que vimos fue el saldo de un reñido combate que dejó más de veinte muertos y una treintena de prisioneros.

Entre ellos, había ocho oficiales y una señorita de llamativa e inusual belleza, natural del Salto, según dijo, que había sido robada por los indios hacía un año y rescatada por el general Carrera.

La soldadesca, excitada, echaba suertes para ver quien se habría de quedar con ella. Hasta que yo y el sargento mayor Pedro Ramallo, un amigo mío de Mendoza con el que me ligaban ciertos lazos de parentesco, conseguimos ponerla a salvo, cuando temía para sí lo peor.

Junto a ella, con la cara dividida por una cuchillada que iba desde la frente a la mandíbula, un muchacho de catorce o quince años reflejaba en su doble rostro la fiereza de la dura brega.

Tras interceder ante Morón por la joven, de nombre Juana Martínez, a quien le ofrecí quedarse con mi familia en tanto no pudiera reunirse con la suya propia, el aguijón de la curiosidad me llevó a ver al resto de los prisioneros.

Fue allí donde, sentado sobre el húmedo pasto de la madrugada y hundido en profundas cavilaciones, conocí al capitán William Kennedy.

El hombre que, a su vez, me permitió conocer no mucho tiempo después al señor general don José Miguel Carrera…

KENNEDY (I)

PARÁBOLA DEL CIEGO QUE LEE Y ESCRIBE LA HISTORIA

YO, WILLIAM KENNEDY, natural de Kingston, Jamaica, y ciego a los veinticinco años por obra de un acontecimiento tan extraño como las vicisitudes que me llevaron al fin del mundo, quiero dejar aquí mi testimonio de un peregrinar que me acercó a las puertas del cielo o del infierno.

El fogonazo de un tiro de pistola disparado a quemarropa cerca de mis ojos, durante una sableada en un paraje llamado El Sauce, me privó de la vista; y desde entonces no me ha quedado más remedio que dirigir mi mirada hacia adentro y vivir de las añoranzas y lucubraciones acuñadas a lo largo de una existencia no exenta de infortunio.

Hijo de norteamericanos, nací accidentalmente en las Antillas, donde mi madre pasaba una temporada por prescripción de un médico que le recomendó el clima del trópico, y mi padre se dejaba agobiar por el calor con el auxilio del ron y el ocio que enervan los espíritus en esas latitudes.

De regreso a mi país, fui destinado desde pequeño a la vida en el mar, habiendo participado sin desdoro alguno para mi persona —aunque parezca inapropiado que sea yo mismo quien lo diga— en la guerra de l812 contra Inglaterra, en la que obtuve mis galones de teniente segundo de la Marina de la Unión.

Cuatro años más tarde, en l8l6, me fue presentado en Baltimore el general José Miguel Carrera, caudillo de una república del extremo sur de América, que sería, sin poderlo saber yo en aquel tiempo, un personaje decisivo en mi vida.

Carrera acababa de ser derrotado por las tropas del rey de España, empeñadas en una gigantesca contraofensiva destinada a sofocar la rebelión de sus colonias. Pero no parecía afectado por un revés que en principio semejaba ser incontrastable.

Por el contrario, ahora que lo recuerdo —pasados ya los años y gracias a la diligencia de una pluma ajena—, debo decir que estaba envuelto por el torbellino de una actividad sin límites encaminada a revertir su derrota.

Sus propósitos eran, como me lo confió a poco de conocerme, reunir una suerte de Armada Invencible, llevando con él tropas y suministros bélicos con los cuales pretendía coronar su sueño de darle nuevamente la libertad a su patria.

Seducido por su magnetismo personal y su entusiasmo infatigable —¡cuántos antes que yo y luego de mí no se han plegado a empresas semejantes!—, asocié mi destino al suyo y me sumé a la quijotesca tarea.

A su lado, pude ver cómo no se cansó de golpear puertas ni de gestionar apoyos, en pos de conseguir sus objetivos.

Animado por el empuje de su loco empeño, se entrevistó con el propio James Madison, presidente de mi país en esos años; con James Monroe, que lo sucedería; y mantuvo contactos con el mariscal Grouchy, el general Mina y hasta con José Bonaparte, a quienes estuvo a punto de ganar para sus proyectos.

Dueño de una gran energía, que de ser acompañada por la buena fortuna hubiera hecho que su papel fuera muy otro en la historia, Carrera consiguió finalmente lo que buscaba.

Con la ayuda de armadores norteamericanos, y firmando créditos y empréstitos cuya única garantía era el incierto triunfo de nuestras armas, logró fletar una escuadrilla de tres naves: la corbeta Clifton, la escuna Davey y el bergantín Savage, con las que pusimos proa rumbo a Buenos Aires a comienzos de diciembre de l8l6.

La desgracia nos persiguió allí desde un comienzo, puesfue cuestión de echar anclas en este puerto para empezar aadvertir la nula predisposición hacia nosotros del Director

Supremo, don Juan Martín de Pueyrredón —tío del joven oficial que algún día me habría de salvar la vida, como se verá más adelante—, que nos puso toda clase de reparos.

Hete aquí que Pueyrredón, a la sazón al frente de las Provincias Unidas del Río de la Plata, era amigo de O’Higgins y San Martín, que en aquella época cruzaban los Andes, para liberar a Chile desde Cuyo con un ejército argentino-chileno, y creyó hacerles un gran favor a ambos al ordenar el arresto de Carrera y la incautación de nuestros barcos.

NO SERÉ YO, POR CIERTO, un extranjero que apenas comprendía el idioma de esta verdadera terra incognita que era para mí la América del Sur, antes de embarcarme en este viaje, la persona más indicada para desentrañar las causas de esa sorda y a veces inclemente pugna.

Baste decir que sólo conocía una versión: la de Carrera, quien luego —cuando desde el interior de Argentina empezamos una larga marcha que, según decía, nos llevaría alguna vez a

Chile, su patria amada— solía contarme los pormenores de un antagonismo que se remontaba a los orígenes de la lucha independentista.

—Vea usted, Kennedy…— me decía, a la luz del fogón que iluminaba las noches tranquilas, las pocas sin persecuciones ni marchas forzadas—. Mi gran error fue no irme directamente con los buques a Talcahuano, donde estos carajos no hubieran podido hacer nada para detenerme y hubiéramos entrado a Chile por el sur.

“De haber sido así, otro gallo cantaría y no andaríamos por estas pampas del demonio como tristes espectros de un ejército a la hora en que la gloria le sonríe a otros…’’

—¿Sabe una cosa, amigo?— agregaba—. Yo perdonaría a San Martín y a todos los otros que me han perseguido, con mayor o menor dedicación, pero jamás a O’Higgins, porque es el único culpable de todo…

En esos momentos, y en todos aquellos en los que se refería a aquél al que muy a menudo llamaba “engendro de potro inglés en yegua chillaneja” o cosas peores, su voz perdía el timbre claro que la caracterizaba y se crispaba con los acentos del desprecio más hondo.

A la distancia, desde la perspectiva que da el tiempo, que omite en el dolor su pátina de olvido, pienso que lo que le resultaba difícil, por no decir imposible de perdonar era la muerte de sus dos hermanos —Juan José y Luis Carrera— en Mendoza.

Un aciago suceso que me cupo a mí informarle y que, indudablemente, tiñó del irreversible color de la sangre la antigua disputa que lo separaba del hijo natural del ex Virrey del Perú.

—Pensar que yo lo elevé al rango de general— se lamentaba—, colmándolo de honores y favores, y en pago de todo esto no recibí más que la ingratitud de que se rebelara contra mí, cuando el enemigo común nos acechaba.

“Pese a ello, le confié el mando de una división con la que se encerró en Rancagua, al sur de Santiago, contra todas mis órdenes, donde no pudo sostener su posición, a pesar de que yo corría a socorrerlo. Y provocó así el derrumbe de nuestros ejércitos y la reconquista española de nuestro país…”

Ya fuera porque O’Higgins era pintado con trazos tan ruines o porque un encono tan grande termina por despertar a fin de cuentas una natural curiosidad, no podría decirlo con precisión…

Lo cierto es que, de regreso a casa, tras los infaustos sucesos que marcaron mi deambular por aquellos extramuros del mundo, me ocupé, con la ayuda de quienes prestaron sus ojos a los míos, de hurgar crónicas históricas menos sesgadas por la parcialidad en torno a este personaje.

Supe, así, que luego de haber sido aliados en un cuartelazo que derrocó a un gobierno considerado por ambos como muy contemporizador con los godos, O’Higgins tomó distancia de Carrera cuando éste, dos meses después, en noviembre de l811, volvió a derribar a la nueva Junta dirigida por un viejo amigo suyo, Juan Mackenna.

Y terminó a la postre imponiendo un gobierno de neto carácter personalista, asumiendo la totalidad del poder público y convirtiéndose en dictador a los veinticinco años (la misma edad, curiosa semejanza, en la cual quedé yo sumido en las tinieblas).

Una meteórica trayectoria política que se debía, al menos, a la combinación de dos factores: el prestigio de su familia (su padre, Ignacio de la Carrera, fue miembro de la Primera Junta de l810; y sus hermanos, militares como él, gozaban de amplia fama en los cuarteles), y los resabios de una estructura feudal fundada en una especie de patriciado.

Acostumbrado a brillar en los salones y saraos santiaguinos, refulgente en su uniforme de húsar, la figura de don José Miguel, mundana y aristocrática, representaba la exacta contrapartida de la de Bernardo O’Higgins; aquel al que sus detractores gustaban llamar el “huacho Riquelme’’.

O’Higgins, me informaron las lecturas vertidas en mis oídos por voces pacientes y caritativas, vivió una infancia llena de privaciones afectivas y materiales, cargando con la vergüenza, imperdonable para la sociedad de su época, de ser un hijo no reconocido.

Carrera, en cambio, fue el niño mimado de un clan de vieja prosapia, que como tal fue enviado a España desde muy joven para ejercitarse en las actividades mercantiles y escapar de paso a ciertos escándalos creados por su disipada vida galante. Y si pudo darle a su existencia un signo distinto, fue merced a un temperamento que no condecía para nada con los trajines fenicios, y sí con la vida de soldado.

Una vida que se inicia desde temprano al batirse en las filas del ejército hispano que combate a las tropas napoleónicas en la península. Y continuaría en los confines australes, en cuanto oyó hablar de las convulsiones que esos hechos desatan al otro lado de la mar océano.

De resultas de lo cual, conjeturo yo por mi cuenta y riesgo, no fue del todo imprevista la competencia que se entabló entre estos dos hombres: parteros por igual de lo que estaba aún por inventarse, cara y ceca de una misma moneda…

COMO JEFE SUPREMO DE SU PAÍS, el general Carrera emprendió una vasta obra. Sancionó la primera Constitución, dictó la libertad de vientre para los esclavos negros, fundó un periódico y una biblioteca, y mandó crear escuelas en todo lugar o paraje donde vivieran más de cincuenta familias.

Pero la historia está hecha de flujos y reflujos, y no hay poder en el mundo que se resista a ceder sus privilegios sin ofrecer resistencia.

A comienzos de 1813, el general realista Antonio Pareja desembarca tropas traídas desde Lima en la isla grande de Chiloé, haciendo que este país, constreñido entre el mar y las montañas, se pusiera en pie de guerra.

En un gesto que lo honra, el hijo del Virrey abandona entonces su hacienda de Las Canteras —tardía herencia de su padre—, y se pone bajo el mando de Carrera, que lo precede en antigüedad como soldado.

Monta a caballo y al frente de los hombres que trabajan sus tierras derrota a los Dragones de Carvajal en Los Ángeles, en lo que fue el bautismo de fuego de este bisoño ejército chileno formado por inquilinos y bachilleres.

Carrera, a su turno, prosigue su campaña. Combate a los sarracenos en Yerbas Buenas y San Carlos, recupera Concepción y estrecha el sitio sobre Chillán, donde los españoles se hacen fuertes protegidos por el rigor del crudo invierno sureño.

En medio de estas luchas, las primeras, todavía hay lugar para los actos de honor propios del código ético más inquebrantable. Se producen acontecimientos inesperados.

La sorpresa de El Roble, por caso, cuando un grupo al mando del coronel Antonio Elorreaga cae sobre el campamento patriota y O’Higgins, herido de un balazo en un muslo y a medio vestir, evita el desbande y transforma la derrota en victoria.

Y es el propio Carrera, su enemigo de siempre, quien en el parte oficial de la batalla dirigido a la junta de gobierno consigna este hecho notable del “citado O’Higgins, a quien debe contar Vuestra Excelencia por el primer soldado capaz en sí solo de reconcentrar y unir heroicamente el mérito de glorias y triunfos del estado chileno…”

Nobleza obliga, me diría Carrera años más tarde, cuando le pregunté el por qué de su condescendencia de aquel entonces con su rival… Aunque la misma le significara poco después, al iniciarse el funesto año 14, ser depuesto de su cargo de comandante en jefe por la Junta, que nombró en su lugar al héroe de El Roble.

Paradoja inextricable: el cenit de uno siempre marcó el nadir del otro, como en un juego de planetas opuestos cuyo equilibrio y distanciamiento formara parte del orden natural del universo.

En efecto, mientras O’Higgins centralizaba en sí el mando militar, apremiado por Mackenna que lo alentaba en una carta con un imperioso “¡Save, save your country…!”, José Miguel Carrera y su hermano menor, Luis, eran apresados en Concepción por los españoles y enviados a Chillán, uno de sus bastiones.

Por aquel tiempo, empantanadas las acciones bélicas y agotados los bríos de ambos bandos, se firma una corta tregua: el tratado de Lircay, acordado por el general Gabino Gaínza y el Director Supremo Francisco de la Lastra.

—Según este armisticio— contaba Carrera, al rememorar estas peripecias—, todos los prisioneros serían liberados, pero el pícaro de Lastra, que sucedió a la Junta, hizo introducir una cláusula secreta para que mi hermano y yo siguiéramos presos.

“Menos mal que nosotros —añadía, burlón—, fuimos más pícaros que él y nos fugamos con la ayuda de unas damas, haciéndole pagar cara su claudicación…”.

DICHO Y HECHO: en julio de l814, en andas del descontento popular, los Carrera dan un nuevo golpe de estado, instaurando un triunvirato presidido por don José Miguel. Una de sus primeras medidas fue ordenar el destierro, entre otros notables, de Mackenna a la Argentina.

Ante esto, O’Higgins se rebela y marcha hacia Santiago, y si la guerra civil no estalla es sólo porque al mismo tiempo llega la noticia de que otro grueso contingente de españoles acaba de desembarcar en Talcahuano.

En la emergencia, deciden unir fuerzas y el rubicundo joven de ascendencia irlandesa, sanguíneo como lo dictaba su naturaleza pero también controlado a la hora de las grandes decisiones, reconoce al gobierno recién establecido bajo una sola premisa: seguir al frente de su división.

Así se llega a la batalla de Rancagua, en la que mil setecientos criollos, comandados por O’Higgins, al que acompañaba Juan José Carrera, enfrentan a cuatro mil soldados del ejército real, en una contienda que decidiría el curso de este tramo de la guerra.

Sitiados en las cuatro manzanas que formaban el pobre centro de la ciudad, los patriotas resistieron durante dos días el embate de los Talaveras, el Real de Lima, los Carabineros de Barañao y otras tropas fogueadas y aguerridas.

Parapetados tras trincheras hechas de adobes y líos de charqui, y en lucha cuerpo a cuerpo, peleando cada palmo de terreno, rechazaron una a una, con la bandera negra de guerra a muerte izada hasta el tope, las intimaciones de rendición de los realistas.

El primer día de octubre, iniciado el asedio, O’Higgins mandó un recado escrito en papel de cigarro a José Miguel Carrera: “Si carga esa división, todo es hecho…”. La respuesta que un mensajero le llevó al alba de la siguiente jornada, sorteando el cerco a través de los albañales, fue clara y concisa: “Al amanecer hará sacrificios esta división…’’.

Pero lo esperado no ocurrió, y el mediodía del día 2 O’Higgins pudo ver, maldiciendo entre dientes, desde el campanario de la torre de la Merced, cómo la caballería encabezada por Luis Carrera, que llegó a acampar a tres millas de la ciudad, se retiraba hacia el norte, tras un amago de ir en su auxilio.

Sólo le resta una opción: ordenar a sus cazadores romper el sitio al galope y sable en mano, cargando en la grupa de sus caballos a los escasos infantes que sobrevivieron a los siete asaltos de las tropas de Osorio.

Allí, entre los cañones humedecidos con orines a falta de agua, tan caldeados algunos que la pólvora ardía antes de ponerles la carga, y las bayonetas con cintas negras que hablaban de la voluntad de no ceder, murió lo que los chilenos llamaron la Patria Vieja.

Después vino el éxodo forzado, la difícil travesía de los Andes de la que el general Carrera ni siquiera sospechaba que no volvería nunca.

CARRERA (I)

PESADILLA QUE TURBA EL SUEÑO DE CARRERA

SUEÑO TERRIBLE DE ESTA NOCHE. Mis temores.

Amanecí con nueve golpes en un muslo, y me confundo cuando quiero averiguar su origen…”.

La pesadilla vuelve a atormentarme, y es siempre la misma: variantes apenas desdibujadas de la que consigné en mi diario en marzo 11 de 1816, como una aguda y funesta premonición de lo que me esperaría al final del largo viaje que acababa de emprender a Norteamérica.

Primero: que un paniaguado de San Martín decomisara las naves que tanto esfuerzo y sacrificio me demandó conseguir. Y luego, que me arrojaran encadenado a la bodega de un barco en Buenos Aires para no entorpecer sus planes de entronizarse como amos de Chile.

¿Qué otra cosa esperar de estos infames? Si en cuanto puse pie en la Argentina, tras cubrir con tropas escogidas la retirada, batiéndome en la ladera de Los Papeles, en los mismos faldeos cordilleranos, se obcecaron en negarme los honores que mi rango merecía, aún en la derrota. Y pretendieron, además, descargar sobre mis hombros el pesado fardo del desastre de Rancagua.

Pese a que, como he escrito también en mi diario, el repliegue de mi división “se verificó con todo orden y muy despacio”. Y que mi única y principal preocupación fue organizar las cosas de manera tal que se salvase todo lo que pudiera salvarse: hombres, armas, caudales, y lo que fuera menester para seguir la guerra tarde o temprano.

Mas la guerra me la hicieron a mí aquellos a quienes creíamis aliados. Apenas llegué a Mendoza me encontré con que SanMartín, que oficiaba como gobernador de Cuyo, ordenaba casial punto mi expulsión y la de mis hermanos de la provincia,poniéndonos a disposición del gobierno de Buenos Aires.

Un trago amargo tras otro: al dolor de haber tenido que dejar a muchos de nuestros familiares en Chile, expuestos al furor de los vencedores, se sumó el ver a nuestros mejores amigos dispersos, barridos por el invisible soplo de la organización secreta que tantos pesares me ha causado.

No nos quedó, pues, otro temperamento que seguir llevando cada vez más lejos la pena y la aflicción del exilio; ese sentir que nos han despojado, junto con el trozo de tierra que sustenta nuestra identidad y nuestra memoria, de una parte vital de nosotros mismos.

Ya en Buenos Aires (el insomnio me enfrenta a los recuerdos: no hay evasión posible), una vaga luz de esperanza se encendió para mí y los que me eran adictos cuando un buen amigo mío, Carlos María de Alvear, tomó el poder y mandó que San Martín cesara en su cargo.

Pero su brillo se extinguió muy pronto al ser derrocado Alvear por Alvarez Thomas, allegado a la Logia, y en consecuencia al bando o’higginista, que vio librado nuevamente el campo para actuar en desmedro de mi persona y de los míos.

Decidí, entonces, buscar en otro parte los socorros y auxilios que allí se me negaban, emprendiendo viaje a los Estados Unidos; país cuyas virtudes republicanas siempre admiré, y en el que creí poder hallar personas interesadas en nuestra causa.

Mientras yo me ocupaba de estos afanes, otros ecos de la derrota conmovían a la emigración chilena en el Plata y hacían presagiar nuevos conflictos.

Juan Mackenna O’Reilly, el jefe militar al que ordené desterrar en agosto de l814 a Mendoza, por estar involucrado en las conspiraciones que se tejían en mi contra, fue muerto por mi hermano menor, Luis, en un lance de honor, a orillas del riachuelo de Barracas.

Los hechos sucedieron así: no bien llegó Luis a Buenos Aires envió a Mackenna un cartel de desafío, invitándole a dirimir las diferencias que, ya en Mendoza, alcanzaron proporciones de escándalo al referirse el mencionado Mackenna en forma muy desconsiderada e irrespetuosa con respecto a los Carrera.

La respuesta de quien fuera el maestro de O’Higgins en materia de arte militar e íntimo amigo suyo, tal como lo fue de su padre años ha, no dejó sitio a muchas alternativas.

La verdad siempre he sostenido y sostendré. Demasiado honor he hecho a usted y a su familia”, afirmó, con su clásicapetulancia, este irlandés que frisaba ya la cincuentena.

Agotada cualquier solución de transacción, el duelo se llevó a cabo la noche del 21 de noviembre, en el denominado Bajo de la Residencia. Mackenna hizo el primer disparo y derribó con él el sombrero de mi hermano.

Solicitados ambos en ese instante por sus padrinos para poner término al lance, Luis exigió que aquel al que consideraba su ofensor se desdijese, respondiendo éste que no lo haría ni al precio de su vida. Disparó entonces, a su vez, mi hermano, atravesándole de un tiro la garganta.

SU MUERTE, ALCANZADA en justa contienda, no le fue perdonada jamás por O’Higgins, que no descansó hasta vengarse de la manera cruel y aviesa que lo hiciera más tarde.

Y nos valió el odio y la inquina de buena parte de las grandes familias de la sociedad chilena, pues Mackenna estaba casado con doña Josefa Vicuña y Larraín, dama perteneciente al clan Larraín o de las “Quinientas Familias’’, por estar muy extendido en nuestro país, al que yo llamo también la Casa Otomana.

Los Larraín, al igual que los Errázuriz, los Eyzaguirre y otros apellidos de noble estirpe como el nuestro, coadyuvaron a profundizar la revolución de 1810, volcándose decididamente hacia el bando patriota más radical: el de los que, como yo, se enorgullecían de ser considerados “malvados insurgentes” por los godos. Y fueron base y gestores, en algunos casos, de los primeros pronunciamientos en contra de los tibios pelucones o carlotinos.

Pero, a partir de la muerte de Mackenna, y aún antes, si he de atenerme estrictamente a la verdad, hube de contarlos entre mis adversarios, al igual que la Logia y los tristes hados que parecen haber signado mi destino.

Habituado estaba yo, sin embargo, a esta altura de mi vida, a luchar contra molinos de viento y gigantes superiores a la talla del común de los mortales, y no había ni habrá enemigo alguno que me arredre.

Vuelvo al extremo sur del continente, y, como es sabido, mi flota es confiscada y soy puesto en prisión por obra de estas pérfidas manos que actúan en las sombras.

No pueden conmigo, no obstante, pues logro escabullirme a Montevideo, donde vivo un nuevo período de extrañamiento de algo más de dos años, en el que mudo el filo de mi espada por el de la letra impresa, dirigiendo manifiestos y proclamas a mi pueblo y a los del otro lado del Plata.

Paso allí por momentos difíciles, atenaceado por necesidades que me han sido tan fieles como la desventura en estos años, y viendo como todos mis proyectos se derrumban como un castillo de naipes.

Con mi mujer y mis dos pequeñas hijas en Buenos Aires, cargando, pese a ser inocentes, con la cruz de la proscripción, ésa fue, como le dije a Mercedes en esos días, una de las épocas más penosas de mi vida.

Así estaba yo, inmerso en tareas que no son las que mejor acomodan a mi espíritu, cuando Kennedy, al que traje conmigo desde el Norte y que me acompaña desde entonces, me da cuenta de una terrible nueva: mis queridos Juan José y Luis han sido fusilados en Cuyo por mandato de Bernardo Monteagudo, una de las eminencias grises de la Logia.

El pretexto, la torpe justificación que busca encubrir su muerte es que ambos, según los amanuenses de la hermandad lautarina, llevaban adelante una conjura para dar por tierra con el gobierno instalado por O’Higgins en Chile.

Mas yo sé que las causas son muy otras y juro vengar su sangre derramada en cuanto la ocasión se me presente.

¡BÁRBARO CRIMEN EL DE MIS ENEMIGOS, que no pudiendo tenerme a mí para solazar sus odios, se desfogan en quienes yo más quiero!

No les daré perdón ni tregua, mientras mis pasos resuenen sobre esta tierra. Así lo he prometido y así pienso cumplir, aunque tenga que aliarme con el mismísimo diablo para lograrlo.

Los hicieron prisioneros a mediados de l817, para impedirles pasar hacia Chile y desbaratar su naciente tiranía; y los tuvieron en ese estado cerca de un año, sin que yo, alejado del escenario de estos acontecimientos, pudiera hacer nada por asistirlos.

He sabido, después, que mi padre, de regreso en el continente tras haber padecido un duro destierro de tres años en la isla de Juan Fernández, junto a otros insignes patriotas, enterado de la injusta prisión que sufrían mis hermanos, les envió doce onzas de oro que pidió prestadas para aliviar en algo sus penurias.

Pues bien: a ese anciano enfermo y víctima en su salud y sus bienes de la revancha realista, el señor Director Supremo de Chile (como ha sido proclamado por sus corifeos), don Bernardo O’Higgins Riquelme le remitió, en un gesto de suprema maldad, la cuenta de los gastos de ejecución de sus dos hijos, sin perdonar ni el costo de las balas…

Una ofensa más para una lista que su malevolencia no cesa de engrosar, y de la cual el fusilamiento de Juan José y Luis Carrera, acaecido en Mendoza el 8 de abril de 1818, tres días después de la batalla de Maipú y luego de una farsa a la que se llamó proceso, es sólo un jalón que se agrega a tantos.

Aún estaba fresca la sangre de este hecho aleve, cuando un nuevo y monstruoso asesinato se añadió a los muchos de los que es responsable y por los que deberá responder algún día la Logia Lautarina. Hablo de la cobarde conspiración que costó la vida a un patriota ejemplar, Manuel Rodríguez, cuya bizarría y valor no discuten ni sus rivales más acérrimos.

Pero, ¿a qué seguir con la incontable enumeración de canalladas debidas a los que dicen no tener otro norte que la libertad de América? No pocas pruebas he sufrido en carne propia de la crueldad que es capaz de provocar la ambición desmedida de los hombres.

Los ideales, la traición, la vida misma…Todo adquiere valores relativos a la luz de ese enceguecedor candil que es el poder, que nos cautiva y hace actuar subordinándonos a él.

¿Cuán amo soy de mi persona, aun mandando ejércitos, y cuán esclavo de las circunstancias que nos conducen y gobiernan, como a simples marionetas en el gran teatro del mundo? No lo sé, a ciencia cierta, y puede que nunca lo sepa, pues la filosofía no es mi fuerte.

Sólo tuve la audacia de creer que no existían caminos predeterminados cuya traza fuera imposible de cambiar.

Ni fuerzas ocultas o conocidas que fueran superiores a mi voluntad, y que me detuvieran cuando me propuse parir un país a partir de la nada o mover cielo y tierra para conseguir los barcos que le devolvieran su albedrío.

Osado mortal, prefiero pecar mil veces de soberbio antes que de timorato, y no temo el castigo de Prometeo o de Tántalo por hacer lo que mi conciencia y mi buena fe me han dictado…

Por lo demás, las cartas ya están echadas. Sé por gente de Urra que andan cerca. Los cuyanos han salido a darme caza, como perros lebreles, y no seré yo quien rehuya su reto.

Confinado como estoy a los márgenes de la historia, ese territorio nebuloso e impreciso, ya me he hecho a la idea y la costumbre de ser perseguido como un bandido.

Mi vida, desde hace tiempo, es un largo acoso. Un sueño interrumpido por nueve golpes que preanuncian nuevas desgracias. Una noche más de absurda vigilia en un campamento que vela sus armas.