Cuentos, María Elena Santolaya
Editorial Forja, 163 páginas

Por Antonio Rojas Gómez

El cuento es un género difícil. Presenta dificultades diferentes a las de la novela, pero no menos complejas. Requiere precisión y síntesis. El novelista tiene todas las páginas que desee para explayarse sobre las andanzas y la interioridad de sus personajes. El cuentista tiene un espacio limitado, lo que lo obliga a un lenguaje muy cuidado en el que no debe existir ni una palabra de más. Con poco, debe entregar mucho, y sugerir mucho más. Tal vez lo más importante en un cuento sea lo que el autor no dijo, pero el lector comprendió como valiosa síntesis de la historia.

Eso es lo que encontramos en los doce cuentos de este volumen de María Elena Santolaya, que les brinda un nivel de excelencia difícil de conseguir. Este es el segundo libro de la autora. Yo no conozco el primero, de manera que enfrenté la lectura como si se tratara de una escritora recién iniciada, que entregaba sus primeros balbuceos literarios. Pero ya el primer cuento –“Ponga su mano aquí, viejo”– me reveló que estaba en presencia de una cuentista de excepción. Transcurre en una de las islas del archipiélago de Chiloé y trata de una mujer, con cinco años de matrimonio, que no ha conseguido ser madre. Al final da a luz dos niñas, en el mar, en el bote en que ha acompañado a pescar a su marido. Dicho así, como alguien le da la noticia a un vecino en el bar o a la salida de la iglesia, parece una anécdota sin mayor encanto. Pero en la narración de Santolaya, la historia se vive, y le explota en la cara al lector con toda la fuerza que la vida tiene para la gente humilde que transita entre la esperanza y el desamparo en las regiones apartadas de Chile.

Pero hay otros escenarios y otros personajes, de distintas procedencias y estratos sociales y culturales. La escritora se mueve por Chile, por Latinoamérica y Europa, y en todas partes se nota a gusto, con conocimiento de lugares y de gentes, muy diferentes unos de otros. Pero todos vitales y auténticos.

Está presente en estos relatos de María Elena Santolaya esa profunda humanidad que brota de las narraciones de Antón Chejov, aun de las más breves y sencillas. El cuento “Tibieza” (Pág.117), por ejemplo, es de una simpleza absoluta. Una señora que saca a pasear a su perra encuentra al pie de un árbol un pequeño zorzal que se ha caído de su nido. Lo recoge, pero no puede trepar en busca del nido, de modo que llega hasta su casa con el zorzal huérfano y moribundo, lo que no le causa ninguna gracia a su marido. Pero ella está empecinada en salvar la vida del pajarillo, aunque sabe que es imposible. Y ese empeño llena las siguientes horas de su vida, la noche y la mañana siguiente.

De similar sencillez, pero de más profunda humanidad, es el cuento siguiente, “Tortilla de papas” (Pág. 127). Aquí el narrador es un hombre, Pedro, contrariamente a la mayoría de los cuentos en que la narradora es siempre una mujer. Claro que en “Tortilla” el personaje principal es mujer, la madre de Pedro, que ha perdido la memoria luego de la muerte de su hija, hermana de Pedro. Su marido cuida de ella como de un cristal. Pedro la visita, pero ella no lo reconoce, incluso le dice que le recuerda a su hijo, y le cuenta episodios de su adolescencia. El final es dramático.

En cuanto a “El hombre flaco canoso y la mujer de las cejas pintadas”, que da nombre al volumen y le pone punto final, es un cuento largo, más que todos los anteriores, en el que se vislumbra un débil toque de misterio policial. Claramente para mí no es el mejor cuento. Estimo que a María Elena Santolaya se le dan mejor los relatos más breves y sensibles, con la sensibilidad exquisita de las mujeres, que llevan amplia ventaja a los escritores varones en ese terreno.