Editorial Catalonia, 169 páginas.

Por Antonio Rojas Gómez

Lucho, el poeta, que cuenta la historia, es un fracasado. No ha conseguido nada de lo que ha procurado en su vida. Tiene malas relaciones con su familia de origen, en especial con su padre, juez. Abandonó los estudios de Derecho para dedicarse a la poesía, pero tampoco ha escrito ningún libro de poemas. Trabajó por el gobierno de la Unidad Popular, que fue derrocado por Pinochet. Tuvo que esconderse para salvar la vida. Consiguió emigrar a Suecia y allí se casó con su profesora de sueco y tuvo dos hijos, con los que también se lleva pésimo. Y finalmente su esposa lo dejó, por lo que termina en absoluta soledad.

Sin embargo, nada de eso importa. Lo trascendente en la novela es que Lucho, el poeta, se busca a sí mismo, cincuenta años después de haber perdido el sentido que su vida pudo tener. Y esta búsqueda es una metáfora de muchas vidas humanas perdidas y, más aún, del extravío del destino de un país que pudo ser muy distinto del que llegó a ser.

El tema de la dictadura militar que escindió la historia de Chile, y del exilio consiguiente tanto exterior como interior, ha sido tratado por muchos novelistas que lo vivieron. Sergio Infante lo hace con originalidad y alta calidad literaria.

Utiliza un lenguaje cuidadoso, impecable y claro, de periodos cortos. Y esa prosa bien manejada resulta indispensable para bien comprender los saltos espaciales y temporales del relato. Porque Lucho, el poeta, viaja de Estocolmo a Chile, acompañado de su esposa, para visitar el pueblo en el que oficiaba de revolucionario a sus veinte años. Ese pueblo lo llama Unquén, palabra del mapudungun que significa el que espera, y es un apellido más o menos común de la Araucanía al sur.

La historia va y viene, está llena de saltos. Tan pronto el narrador habla desde Unquén como desde Estocolmo o Santiago. Y tanto en 1973 como en 1996 o en 2020. Hay muchas otras voces, también. Están los amigos de Lucho, el poeta, con los que pugnaba para que sus sueños de un mundo mejor tuvieran un glorioso despertar: Benjamín, que termina también en Suecia, siendo psicólogo especializado en víctimas de torturas, y el cojito Camaro, que se quedó en Chile. Pero la voz más sobresaliente es la de María Chila, madre de Benjamín. Un resumen de madre ejemplar, no acepta que su hijo haya muerto baleado por los militares, rumor que campea en el pueblo. Como tantas madres de detenidos desaparecidos.

Pero no se crea que estas páginas están llenas de dolor, de muerte y destrucción. Nada de eso. Hay una buena dosis de optimismo, de alegría, de risa. Hay episodios juveniles, bailes y canciones y no falta el romance. Lucho, el poeta, es un conquistador, desde chiquillo, cuando baila cheek to cheek con una joven beldad en una fiesta de las Ursulinas, en Santiago. A esa chica la va a reencontrar en Unquén, más tarde, con varios kilos de más, pero aún atractiva, y convertida en cabecilla de los opositores al gobierno de Allende, lo que no es óbice para que completen lo iniciado en aquel baile de chiquillos. Y no es su única conquista, también es interesante la relación que establece con la esposa de uno de sus profesores, un tipo más que curioso.

Unquén es, pues, una historia variada, que se distingue por la excelente arquitectura del relato y por la calidad de la prosa. Da cuenta de un tiempo crucial en la historia chilena reciente, con una mirada plural en la que convergen los ojos de sus múltiples protagonistas. Pero es, sobre todo, una ovela de búsqueda de la humanidad perdida.