por Josefina Muñoz

Como una gran mayoría, he estado participando en las marchas y otras actividades, en un momento que ha sido calificado como un gran despertar. También, leyendo sobre la contingencia y temas afines a lo que podrían llamarse “estallidos sociales”.

Pongo entre interrogativos el título de un artículo, más correctamente, ‘articulejo’ publicado en El Mercurio el 26 de octubre, cuyo autor da por hecho que los acontecimientos vividos corresponderían a que sí “Hubo un plan operativo que buscó la desestabilización institucional del país e incluso provocar la caída del presidente Piñera”, mezclado con numerosas afirmaciones dogmáticas y antojadizas. Sin embargo, su lectura fue la gota necesaria para escribir este texto.

En las décadas de los 60 y 70, su autor estudiaba en el Pedagógico, era fanático militante de las Juventudes Comunistas, y fue rápidamente bautizado como Strelnikov, personaje de la novela de Pasternak, Doctor Zhivago, film de David Lean (1965) y que, de ser un joven e idealista revolucionario, se convierte en un ser despiadado que mata a todos quienes se oponen a la revolución rusa. Entre sus incansables tareas cotidianas estaba reclutar nuevos militantes para la causa. Pasaron los años y, como muchos, dejó de ser comunista y adoptó una posición diametralmente opuesta, pero con el mismo fanatismo de antaño, característica que siempre resulta nefasta para una vida en sociedad que ejerza el pensamiento crítico, pero que respete las ideas diferentes o contrarias de todo ser humano.

El fenómeno de cambio radical de posición es tan antiguo como el ser humano y conocemos una infinidad de casos ya mostrados en la Biblia, documentos egipcios, griegos, romanos, hasta nuestros días. Se da en la política y en el sacerdocio, en las vocaciones, en ambientes militares, científicos y sindicales, en la prensa y los medios de comunicación, porque el cambio es, quizás, uno de los componentes humanos más profundos, especialmente cuando obedece a una mirada muy otra de la realidad, de la contingencia, del propio ser. Va mucho más allá que simplemente cambiar de bando, algo que podríamos asociar, por ejemplo, a los mercenarios, que estarán siempre al servicio de quien les ofrezca más dinero.

Si bien el 18 de octubre habíamos escuchado decir al presidente Piñera que nuestro país era un “oasis”, al día siguiente lo escuchamos afirmar que estábamos “en guerra” y, en consecuencia, en “estado de emergencia”, con militares en las calles, en una sociedad que no ha olvidado la experiencia de dictadura sangrienta que tuvimos. Afortunadamente, escuchamos palabras más sensatas del jefe militar, quien afirmó que era muy feliz y que no estaba en guerra con nadie, declaración fundamental en un momento en que el mundo político parecía desaparecido y el gobierno tuvo la peor respuesta.

Es difícil reconocerlo, pero la dictadura no terminó el año 90, porque perviven sus daños profundos a la sociedad y a cada uno de nosotros, partidarios o antagonistas. Su Constitución a la medida del decil más rico y de los empresarios; su destrucción y negación del tejido social y de la participación social; su marca a fuego del individualismo y el desprecio por la solidaridad; su control ideológico -y empresarial desde luego- de los medios de comunicación; la exclusión de derechos humanos básicos, que fueron convertidos en bienes regulados por el mercado (salud, educación, vivienda); gigantescas desigualdades en términos laborales y económicos; una educación que, en todos los niveles, dejó de ser un derecho. Y todo lo anterior invisibilizado, porque “los pobres” fueron erradicados a suburbios concebidos como guetos, donde solo ellos transitan.

Estos efectos están ahí, frente a nosotros, peor, en nosotros, aunque no nos demos cuenta; conviviremos con ellos varias décadas más, porque los períodos de gobierno de la Concertación o la Nueva Mayoría, si bien han tenido aspectos positivos, en lo fundamental han apoyado el modelo neoliberal sin restricciones. Como nunca antes se ha legitimado una desigualdad que tratan de ocultar con encuestas que dicen que somos uno de los países más felices o ese deleitable per cápita de US 27.000 (¿recibe usted o sus cercanos esos $20.196.000?).

Quiero contrastar algunas afirmaciones de este artículo, con otras opiniones y comentarios aparecidos en el mismo diario en estos días, y en otros medios, que evidencian -desde personas y sectores muy disímiles- el reconocimiento de desigualdades profundas y la necesidad imperiosa de escuchar las demandas, conversar, llegar a acuerdos.

1.- “Siempre les resultaron intragables los logros económicos, sociales e institucionales de Chile en las últimas décadas, conseguidos en un marco de libertad que contrasta con la realidad de Cuba y Venezuela”.

En relación a esta afirmación, habría que preguntarse primero quiénes han sido los beneficiados con estos logros, en qué medida y desde dónde. De paso, decir que Venezuela no le importaría a “nadie”, si no tuviera petróleo.

“El 50% gana menos de $400 mil mensuales y el 7% de los asalariados formales está por debajo de la línea de pobreza” (El Mercurio, p. B5, 27 de octubre).

En cifras, hay 11 millones de trabajadores asalariados, un gran porcentaje de ellos considerados (o peor, autoconsiderados) como clase media, entelequia que disfraza la situación real de una gran mayoría que, trabajando, tiene permanentes dificultades para cubrir necesidades básicas. A eso podemos agregar la triquiñuela que permite a un gran número de empresarios aumentar las remuneraciones de sus empleados con bonos que no son imponibles (alimentación, locomoción, lo que significará jubilaciones aún más precarias. La brecha salarial entre mujeres y hombres se mantiene en cerca de un 27% menos para las mujeres.

Según el INE, la cifra de empleo informal es de 28.5%. En nuestro caso, es necesario recordar que la reforma laboral de 1979 (un espacio silenciado del que no habla ningún sector), más otras leyes que fueron agregándose de acuerdo a las necesidades de empresas y empresarios, promovió y legitimó una nueva concepción de las relaciones laborales, en que la regulación del trabajo pasaba a ser un obstáculo para la inversión y el crecimiento. Todos sabemos (o lo hemos vivido), lo que significa la externalización, la tercerización, que han validado situaciones laborales cada vez más precarias debido a la subcontratación, al trabajo “flexible” desde la casa, trabajos temporales, etc.

Leo en algún diario un llamado angustioso de los empleados de restaurantes para que los comensales vuelvan a visitarlos, porque la propina es su verdadero ingreso. ¿Cómo es posible que algo así se considere normal? ¿Qué hombres y mujeres que trabajan con extensos horarios reciban sueldos miserables y que solo la propina les permita aumentarlo?

En el caso de los empleados públicos -entre los que me cuento-, con frecuencia denostados por ser la grasa del estado u operadores políticos, entre los que hay, seguramente, trabajadores asalariados que podrían calificarse como buenos, mediocres o malos (como en todos los espacios laborales), la mayoría está bajo el régimen de contrata, lo que hace que cada noviembre nos llegue una carta informándonos si nuestros servicios serán necesarios o no por un año más; si no lo serán, significa irse sin indemnización ni nada similar, solo con el último sueldo.

Quiero referirme también a un reciente y estremecedor reportaje que vi en CNN Chile sobre cómo vive una familia (padre, madre, hija) con $300.000 mensuales, pagando un arriendo de un departamento en Puente Alto, servicios básicos, alimentación, movilización. Escuchamos a una mujer joven, de gran dignidad, que trata de sobrevivir con los suyos, sin quejarse. Compra en el almacén (porque vende en pequeñas cantidades) y solo puede gastar alrededor de $2.000 diarios para tener 4 raciones, 3 para la casa y la cuarta para que su marido la lleve al trabajo. No hay verduras ni frutas, porque son un “adorno que no llena”, como sí lo hace esa porción (pequeña) de tallarines con salsa y un trozo de carne de unos 50 gramos que se agrega picada para que a todos les toque algo. Y ayer la televisión mostró a quienes reciben $110.000. Esta es una realidad que no tiene presencia pública, no la ha tenido durante décadas y que solo ahora aparece en los medios de comunicación.

Se suma nuestro transporte público, uno de los más caros en relación al ingreso medio, y que requiere una parte importante del presupuesto mensual. Hay aquí una desigualdad inaceptable, que la vive un inmenso número de hombres, mujeres y niños que no vemos si no queremos verlos o pensar en ellos. Esta realidad desmiente por sí sola las maravillas del modelo que defiende el artículo.

El periodista británico Robert Hunziker (El Mostrador, 30 de diciembre de 2014) decía: “En el Chile de hoy la denominación de ‘esclavo’ se cambió por la de ‘trabajador’ y en lugar de proporcionar alojamiento y comida como lo hacían los dueños de los esclavos en 1800, ahora ofrecen un estipendio de 500 dólares por mes a los trabajadores, para que paguen su habitación y se alimenten. En el mismo artículo se cita a Fran Lebowitz, escritora norteamericana: “En la Unión Soviética el capitalismo triunfó sobre el comunismo. En este país (Chile) el capitalismo triunfó sobre la democracia”.

José Luis del Río, empresario, reconoce muchas de estas diferencias (entrevista en El Mercurio, Economía y Negocios, 4 de noviembre): (…) “No hay duda de que durante los últimos treinta años hemos reducido fuertemente la pobreza por ingreso, (…) pero quizás no lo hemos hecho con el debido cuidado y dejando desprotegidos en muchos aspectos a los sectores medios de nuestra población, y descuidando también otras dimensiones de la pobreza como la territorial, creando esos barrios marginales que son verdaderos guetos que los excluyeron aún más de la sociedad”.

“(…) Recuerdo que hace dos años di una entrevista donde dije que en Chile nos estábamos farreando la oportunidad de hacer un país desarrollado. Dije también que era urgente que recuperáramos nuestra capacidad de diálogo, de oír qué piensa el otro, de conocernos, de tolerarnos, intentar llegar a acuerdos y de trabajar juntos por el bien común. Y ahora esto me queda aún más claro, tenemos un gran vacío de encuentro y diálogo”.

“(…) Hay que acabar con todas las rentas presuntas, algunas ocupadas por personas de altos ingresos y también con las exenciones al impuesto al diésel, exenciones al IVA a los servicios, impuestos muy bajos a los intereses pagados al exterior, etc.”.

“(…) Los empresarios, al igual que las élites de nuestra sociedad, hemos estado algo ciegos y sordos a lo que estaban viviendo y sintiendo vastos sectores de nuestra sociedad. La llamaría la ceguera de las élites”.

“(…) Podría agregarle la reforma de las pensiones, la que recién se está discutiendo en el Congreso, donde era obvio desde hace unos veinte años por lo menos, para todos los que analizaban un poco el tema, para todos los gobiernos y para las propias AFP, que el monto de las cotizaciones, con las nuevas expectativas de vida, no alcanzaban para entregar una pensión justa. Por otro lado, el dogma de esta ideología del neoliberalismo, en que cada uno debe encargarse de sus propios intereses y así estaríamos todos bien a la larga, postergó hasta hoy la discusión de la necesidad de una contribución solidaria para que nadie se pensione con un monto que no le permita vivir dignamente”.

Todas estas citas tocan problemas profundos de nuestra sociedad, que han estado muy presentes en las protestas. Son pensamientos, reflexiones, opiniones, que cuestionan el modelo; que, sorprendentemente, no vienen de nuestros políticos tradicionales, de diputados o senadores, que parecen haber optado por el silencio mientras ¿se recomponen?

Sin duda, nuestro país ostenta una precarización máxima del trabajo, sin contrato, sin protección ni derechos laborales, lo que ha sido ignorado no solo por los políticos, sino también por los representantes de los trabajadores.

Entonces, los logros económicos, sociales e institucionales, realizados en un marco de libertad, caen por sí solos, porque los ha disfrutado el decil más rico de la sociedad y en un momento histórico en que el presidente cuenta con un 10% de aprobación de su gestión. El modelo vigente ha sido rechazado por una mayoría ciudadana que legitima la expresión de sus necesidades y su derecho a la participación en los cambios estructurales que se requieren.

2.- “Se ha configurado una amenaza real a la seguridad interior del Estado, y eso obliga a reaccionar sin vacilaciones”. “Es inmenso el perjuicio económico y será difícil volver al punto en que nos encontrábamos”.

¿Qué significa reaccionar sin vacilaciones? ¿Será que disparar a la cabeza, con un resultado de más de 200 personas con daños serios de pérdida de visión parcial o total, es actuar sin vacilaciones? La Sociedad Oftalmológica ha señalado que en las últimas dos semanas Chile tiene cerca de la mitad de heridos oculares que 27 años de manifestaciones en el mundo (Publimetro, 6 de noviembre).

Dentro de este ‘inmenso perjuicio económico’, ¿habrá considerado también las estafas que hemos sufrido gracias a empresas como Penta, La Polar, las diversas colusiones (papel, pollos), empresas de agua, luz, telefónicas, AFP, ISAPRES y tantas otras? No hemos recibido compensación real ni se ha castigado a sus autores sin vacilaciones. Aunque quizás esas no son verdaderas estafas, sino procedimientos permitidos por nuestra legislación.

¿Volveremos al punto en que nos encontrábamos? Espero que no, porque ese punto incluye todas esas familias que ¿viven? con $300.000 y con $110.000. Me gustaría saber en qué punto del ‘gráfico económico’ se encuentra el articulista, porque, exactamente, el punto en que nos encontrábamos desató este despertar colectivo, la conciencia de abuso y maltrato ejercidos sin control sobre cada uno de nosotros.

El artículo “5 rasgos de la ‘marcha más grande de Chile” (El Mercurio, 26 de octubre) reconoce que se caracterizó por ser pacífica y autocontrolada, por no ser convocada por un líder o una organización en particular y por reunir a distintas organizaciones y a causas diversas.

Evidentemente ha habido saqueos, incendios, acciones muy violentas. En varias llama la atención la ausencia de presencia policial; es sorprendente que la embajada de Argentina, estando adentro el embajador y su familia, haya sido asediada sin recibir apoyo.

Eugenio Tironi en “No volver a la normalidad” (El Mercurio, 29 de octubre) marca un viraje en relación a sus artículos anteriores y señala que “Chile no es un infierno. (…) Pero está lejos de ser un oasis. (…) Un Comité de Expertos respecto del cual el Gobierno elegido por la ciudadanía declara no tener injerencia, el cual actúa obedeciendo a un polinomio que responde a su vez a leyes económicas frente a las cuales no cabe más que inclinarse. Contra esto es la rebelión; contra esta mecanización que deja a las personas inermes al momento de lidiar con cuestiones vitales como el transporte, la enfermedad o la vejez”. Palabras de este tenor no le habíamos leído hace mucho tiempo, yo al menos. Y más adelante: “La población ya la tiene identificada: el modelo. Él es el símbolo del malestar. No hay otra salida a la crisis que declarar fuerte y claro que hay que cambiarlo”.

Los grandes logros que defiende el artículo comentado se contrastan con el reconocimiento de que el modelo debe ser cambiado, y que la normalidad en que vivíamos no era tal; en palabras de Tironi, “Sería como esos oficiales del Titanic que pedían a la orquesta que siguiera tocando para mantener a los pasajeros tranquilos”.

3.- “¿Quiénes actuaron en las sombras? Principalmente los grupos anarquistas partidarios de la ‘guerra social’, que se declaran anticapitalistas y enemigos del Estado, y que en materia de métodos carecen de escrúpulos. Todo parece indicar que confluyeron en un mismo cauce con los elementos residuales de las organizaciones armadas que actuaron contra la dictadura, y que hasta mantienen nexos con el narcotráfico”.

Se requieren análisis y analistas mayores, que no mantengan de base una separación entre esas manifestaciones que se han descrito como legítimas (cuando son realizadas por personas con decencia, educación, tranquilidad, buenas maneras) y aquellas realizadas por quienes son calificados como vándalos, exviolentistas, etc., que queman estaciones de Metro, saquean, destruyen calles, semáforos, muros, es decir, atentan de manera primordial contra las cosas y contra esos patrimonios que se supone que todos deberíamos reconocer como tales. Los medios de comunicación repiten mil veces una misma filmación, para generar una percepción de creciente desastre como la única consecuencia de las manifestaciones de protesta.

La Iglesia no se ha pronunciado como institución, pero sí algunos de sus integrantes. Fernando Chomalí, arzobispo de Concepción escribió “Nuestros saqueadores” (El Mercurio, 2 de noviembre), en el que define y explica quiénes son estas personas: “Quienes saquearon los supermercados en estos días son parte de nuestra sociedad: estudiaron en las escuelas, colegios y, algunos de ellos -muy endeudados- en las universidades que las políticas públicas generaron”. (…) “Nuestros saqueadores sienten que no le deben nada a Chile, salvo penurias y humillaciones. Los dejamos solos por años. Eso nos debiese avergonzar”. (…) “Nuestros saqueadores son el fruto de una serie de políticas públicas que han pauperizado a la familia, empobrecido la cultura y debilitado el tejido social”. (…) “No seamos hipócritas, nosotros engendramos a los saqueadores, son de los nuestros y tomará mucho tiempo revertir la situación”. (…) Por otro lado, urge generar trabajos adecuados y justamente remunerados”. Pone el acento en que son parte y fruto de nuestra sociedad extremadamente injusta, que ha generado políticas públicas que solo favorecen a un sector de la población. Suscribo cada una de sus afirmaciones, las que deberían haber escuchado también, y con prontitud, de los llamados “políticos de oposición”.

Cito aquí a Gabriel Salazar (Radio Futuro, 30 de octubre) que define los actos de violencia como “subproducto de las políticas públicas”, agregando que “Engendramos este pueblo marginado, frustrado, rabioso, el pueblo mestizo del que nadie habla. Un pueblo que vive así desde siglos engendra y devuelve violencia”.

Gabriel Roblero, Provincial de la Compañía de Jesús en Chile en carta a El Mercurio (26 de octubre): “Los medios y la opinión pública se conmueven, se impactan frente al daño y la destrucción material. Sin embargo, nadie aún quiere mirar frente a frente al violento y explicar lo que hemos hecho como sociedad para causar tal nivel de odio”. (…) Lo que no puede pasar es que el sistema se vuelva a readecuar como antes”. En este punto concuerda con el llamado de Tironi a no volver a la normalidad. Y nos recuerda también que en nuestro país se ha penalizado más al ladrón que atenta contra los bienes que a quien mata a un ser humano.

Y el sacerdote Felipe Berríos, a raíz de un video que recoge parte de una entrevista que le hiciera Pancho Saavedra (El Mercurio, 5 de noviembre) apunta a la importancia de las instituciones. “Sin las instituciones, esta cuestión no cambia. Y hay que hacerlo a través de los alcaldes que tenemos, del sistema político que tenemos, diputados, senadores. Tenemos que ponerles presión para que nos reflejen más lo que sentimos”. Aclara que el video no fue difundido por él, pero “son mis palabras y es mi pensamiento. Lo que sí creo que se saltaron una parte importante que decía que ojalá hagamos un nuevo pacto entre los chilenos, un nuevo ordenamiento entre todos, una nueva Constitución”. Pone énfasis en las instituciones, las que pueden ser mejoradas, enriquecidas, “refrescadas”, lo que no significa dejar de lado la riqueza de la organización social como una base fundamental de una sociedad participativa, inclusiva y democrática.

Así, voces de la iglesia católica critican el modelo y se hacen preguntas; se hacen parte y hacen parte a todos, incluidos los vándalos, de la sociedad en que vivimos, de la cual formamos parte, aunque se haya tratado sistemáticamente y durante décadas de excluir y segregar social, física y geográficamente a extensos sectores.

Entonces, todo tipo de vandalismo y violencia que hemos visto, a veces real, a menudo trucados por las redes sociales, tiene un origen en las profundas desigualdades de nuestra sociedad. La mayoría de los ciudadanos se ha manifestado con gran fuerza, a plena luz, por derechos a los que debemos tener acceso todos, sin excepciones. Por eso es tan importante generar una Constitución democrática, basada en los derechos universalmente reconocidos, y no en bienes del mercado.

Para terminar, referirme a un artículo de Carlos Peña, “La derrota”, una inesperada lápida al gobierno actual (El Mercurio 12 de noviembre). “El gobierno ha sido derrotado”. (…) “La única incógnita que queda flotando en el aire es quién derrotó al Gobierno. La respuesta peor y más segura es la siguiente: él mismo, porque demostró en una hora crítica carecer de ideas y no tener voluntad”. ¡Tempora mutantur!