El capítulo que se reproduce pertenece a la novela «Grados de Referencia,» Lom ediciones del año 2011.

Nota: capítulo realidad-ficción sobre Manuel Condeza (Contreras) cuando se hallaba enclaustrado en su fundo de El Viejo Roble en Fresia, cerca de Osorno, y el personaje lo entrevista (año 1995)

por Juan Mihovilovich

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¿Escuchó hablar del Viejo Roble? Haga memoria. Por lo pronto, la idea que transmite es la de un árbol de tronco grueso, madera dura y compacta, de grandes ramas tortuosas y hojas perennes, ¿no es verdad? Y por extensión, la de una persona fuerte, recia y de gran resistencia. Un atleta, tal vez, un leñador, un ovejero o un arriero curtido por las nieves cordilleranas. Puede ser todo o nada de eso. Depende. Lo cierto es que un lunes dieciséis de abril de mil novecientos noventa y cinco vamos rumbo al Viejo Roble. Y al decir que vamos, incluyo a Soledad. Ella es asistente social, una mujer menuda, de sonrisa fácil y actitud maternal. Si la visita a realizar fuera común y corriente, en estricto rigor le correspondería únicamente a ella. Pero claro, no lo es. Su envergadura y riesgos implícitos, el desconocimiento absoluto del lugar añadido a la naturaleza del personaje, obligó a un trabajo de equipo que incluso nos excedía. La decisión del viaje fue ministerial y la designación específica de un abogado que evaluara en terreno los pasos a seguir, le correspondió a Carlos Martel con el visto bueno de la ministra. En su despacho Carlos me consultó si estaba dispuesto a visitar el sitio de voluntaria relegación de Mario Condeza, director de la Central Nacional de Informaciones en la época dictatorial más represiva y temible. Pensé que bromeaba, ¿qué tenía que hacer yo con un sujeto así? ¿Qué significaba que residiera en un lugar ignorado próximo a Osorno cuya única referencia era el nombre del predio? ¿Y qué sentido podía tener esa entrevista? Como recordará, en septiembre de mil novecientos setenta y seis, mientras conducía su automóvil por una avenida de Washington, la explosión de una bomba terminó con la vida de Orlando Laredo, excanciller del régimen de Allende. También murió Ronni Moffitt, su acompañante estadounidense. Imagino que ya hizo el vínculo con Marina Cavieres y su cónyuge. Exactamente, la escritora con quien me reuniera un lejano día del año setenta y ocho en el Parque Forestal de Santiago. Extrañas coincidencias, ¿no cree? Condeza era sindicado como el autor intelectual del asesinato de Laredo y sobre ello ha de estar mejor informado que yo. ¿A qué obedecía, luego, esa visita? La causa criminal la tramitaba un ministro de Corte y la defensa requirió un informe presentencial de Gendarmería con la finalidad de obtener un probable beneficio carcelario. ¿Qué beneficio? Si la condena no excediera los cinco años podía aspirar a una libertad vigilada, es decir, a andar tranquilamente por las calles del país y ser visitado periódicamente por un delegado que verificara su buena conducta. ¿Qué le parece? ¿Imagina que un individuo de tal envergadura circule libremente como cualquier hijo de vecino y que, más encima, se evaluara de tarde en tarde su buena conducta? Al confirmarse el equipo designado hubo una reunión en el Ministerio: siete personas alrededor de una mesa estudiando la operación. La dirección la ejercía la ministra y los datos relevantes los entregaba Martel. Al fin de cuentas era un trabajo profesional de Gendarmería. Hasta allí el paradero de Condeza siempre fue una incógnita pública, más allá de los rumores que lo situaban en el sur. Mientras se vertían opiniones, no pude menos que pensar en las casualidades del destino. Ya Ramírez, un subdirector del servicio, con quien tuviera amistad inicial y término de enemigos, me había transmitido su sana envidia por mi designación. ¿Cómo puede tenerse sana envidia por algo? Si era envidia era también un pecado capital, de querer o desear lo que otro poseía y ese deseo está premunido de un sentimiento de dolor por el bien ajeno. ¿Puede ser sana una deficiencia como esa? Ramírez tenía sentimientos encontrados sobre mí. De su acogida preliminar, llena de promesas y buenos deseos, pasó a una actitud de resentimiento, de cálculo medido y comentarios sibilinos que exteriorizaban su conflicto unilateral. Las razones de su cambio estuvieron matizadas por cuestiones afectivas que no me atrevo a calificar. Sencillamente su conducta varió y ello reafirma lo tantas veces dicho: la amistad es tan frágil como un jarrón de porcelana. Si Ramírez envidiaba sanamente mi tarea era un signo a considerar. Si el destino me situaba ante un personaje odiado y temido, sólo había que aceptar el reto. Y el reto debía ser acorde a la magnitud de la empresa encomendada. ¿Podía actuarse con objetividad? Evaluar sus condiciones de vida, las relaciones familiares y afectivas de Condeza, sus bienes, la disposición y calidad de los objetos de su casa, sus aficiones y problemas personales, ¿darían cuenta de quién era ese individuo que, humilde, requería un informe social y psicológico para acceder a un beneficio alternativo a la prisión? ¿No merecía, lisa y llanamente, quedar recluido como en su guarida del sur? Yo no podía ser objetivo, o bien, mi objetividad coincidía con la de sus crímenes bestiales. ¿Que no había disparado un solo tiro? ¿Que no había torturado a nadie? No me parecían excusas suficientes. Hasta los peores asesinos sienten repugnancia al ver sangrar un dedo o se desmayan ante una autopsia. ¿Cree que Hitler, Stalin o Mussolini inspeccionaban a diario las mazmorras o campos de concentración donde se pudrían miles de seres humanos? Imagino que no. Lo mismo equivalía para Condeza. Con seguridad trazó un plan de exterminio opositor conjuntamente con nuestro pequeño dictador interior. No sonría. De modo indirecto participamos a través de un emisario perverso que ayudamos a consolidar con nuestros temores, complicidades, omisiones o indiferencias. Incluido Condeza, desde luego. En esa reunión importaba dilucidar hasta dónde sería justo el informe a recabar. Lo dije. Mi imparcialidad era directamente proporcional a las monstruosidades cometidas por Condeza. ¿Podía modificarse por terceros ajenos a la visita el carácter o contenido del informe? ¿Habría manos moras incidiendo en un punto o una coma que alterase el sentido de una frase o conclusión? La ministra efectuó un leve movimiento de cabeza y la reunión terminó. O creí que concluía, porque esa reunión se trasladaría al sur, continuaría en nuestras oficinas, permanecería viva en nuestras memorias, días, semanas y años, de otra manera no se explica que hoy la rememore. Y no solo visitaríamos a Condeza: existía una entrevista anexa que ya reseñaré. Por lo pronto, con Soledad y un par de funcionarios de seguridad viajábamos a El Viejo Roble. Transitábamos un camino estrecho y mal conservado junto a una camioneta blanca que nos precedía. En ella viajaban tres individuos encargados de la custodia personal de Condeza que nos habían esperado en Puerto Montt. Con el teniente y su acompañante, que velaban por la nuestra, se había producido un conciliábulo en el aeropuerto. Desde el automóvil observaba el paisaje bajo una lluvia suave y persistente. Atrás quedó la localidad de Fresia y desde allí restaban veintiocho kilómetros de camino barroso y casi inaccesible. A cada lado de la huella aún se erguían árboles nativos y a medida que nos desplazábamos surgían vastas extensiones depredadas por una tala indiscriminada. Una que otra lechería se identificaba con letreros distintivos. El ganado vacuno pastaba libre por el verdor humedecido. No podía eludir la vorágine de mis pensamientos. ¿Pensaba yo o era mediatizado por ellos? Quería controlarlos, pero incursionaban en mi mente apoderándose de mis torpes afanes de dominio. ¿Habría personal militar resguardando el fundo de Condeza? ¿Accederíamos a una especie de bunker con intrincadas ramificaciones subterráneas como se descubrirían un día en Colonia Dignidad? ¿Nos someterían a presiones indebidas? ¿Seríamos presa de un temor irreprimible? ¿Cómo lo saludaría? Ese simple hecho me quitó el sueño los días previos. Se me antojaba una traición humillante un sencillo apretón de manos. No se trataba de una mano cualquiera. De ella emanaron órdenes y decretos de exterminio. Esos dedos firmaron degollamientos, torturas y exilios. ¿Cómo desprenderme de esa piel contaminada? ¿Podría saludar desde lejos, hacer un gesto burdo que fuera equivalente? ¿Y si pusiera mi brazo en cabestrillo simulando un accidente? ¿Igual debería extender la otra mano? ¡Qué dilema tuve esos días, querido amigo! Me escudé en el plano profesional: Soledad y yo éramos ministros de fe. Constataríamos los rasgos sobresalientes de su personalidad, las vicisitudes de su entorno social y regresaríamos. Al cabo de dos horas la camioneta disminuyó la velocidad y se internó por un sendero todavía más tortuoso. A una centena de metros había una tranquera con una pequeña garita a un costado, de ella salió un individuo de contextura atlética premunido de los infaltables anteojos oscuros. Intercambió unas palabras con el conductor de la camioneta, se dirigió a nuestro vehículo y nos observó sin saludarnos. Descendió el teniente encargado de nuestra protección, parlamentaron y se produjo una ligera discusión. Soledad y yo no nos decidíamos a bajar del vehículo. Al rato el teniente nos informa que les impedían ingresar con nosotros. No aceptó: sus instrucciones eran no perdernos de vista o mantenerse a prudente distancia. Quedarse allí significaba aislarse a una cuadra de la casa que divisábamos. El vigilante volvió a la garita y seguramente se comunicó con Condeza. Retornó para levantar la tranquera e invitarnos a ingresar. A un costado del camino interior se erigían dos galpones amplios, de apariencia antigua, con sus portones abiertos: uno correspondía a una lechería, el otro almacenaba forraje para vacunos. A la izquierda de la tranquera, cuatro casas, que después supimos cobijaban a trabajadores del fundo. Descendimos frente a la cabaña de fachada modesta. En su exterior se apreciaba un pequeño jardín carente de flores con pequeños montículos de tierra removida y vegetales recién plantados. Un pequeño pino de unos dos años de vida se erguía bajo una ventana. Al costado izquierdo de la cabaña, tres casuchas con perros policiales amarrados, ladraban constantemente. A la derecha un garaje y a continuación de él, tres dependencias acondicionadas como habitaciones ocasionales. Por las antenas instaladas en la última, el teniente dedujo que albergaba un poderoso equipo de radio. A la altura del techo dos cámaras estratégicamente ubicadas, que podían obedecer a un circuito cerrado de televisión. ¿Nos estarían filmando? ¿Podríamos hacer algo al respecto? Miré al teniente, se encogió de hombros y frunció el ceño en una disculpa entendible. A pocos pasos se hallaba Condeza. ¿Nos observaría por entremedio de esas cortinas de encaje barato que cubrían las dos ventanas principales? Soledad caminaba a mi lado con una carpeta verde entre las manos y me sonreía afectuosa. ¿Estaría nerviosa? ¿Y cuáles eran mis reales sensaciones? ¿Dudas, temores, curiosidad, vanidad encubierta por ser un testigo privilegiado de ese momento? ¿Privilegiado de qué? ¿De estar frente a un asesino a cuyo respecto el parricida que alimentaba al jilguero era poco menos que la santidad misma? Nos encontramos junto a la puerta. Parece ridículo, he golpeado tres veces. Un hombre de baja estatura, rechoncho, de papada sobresaliente, pelo hirsuto peinado a la gomina, mirada punzante, nos está sonriendo al abrir la puerta. Extiende esa mano rolliza, lánguida, que estrecho con un ligero temblor repulsivo. La descripción de Condeza es somera, ya que lo identifica a la perfección, ¿no es así? Viste deportivamente: zapatillas blancas, pantalón gris de cotelé, camisa cuadriculada de montaña y chaleco azul de lana chilota. Nos invita a pasar y a sentarnos en unos sillones de mimbre con cojines de variados colores bordados artesanalmente. Señala que dentro de unos minutos nos servirán almuerzo. La empleada ha preparado una cazuela de vacuno. Le contesto inmediatamente que no, tenemos una tarea profesional, lo entrevistaremos, observaremos el medio en que reside y procederemos a retirarnos. Al ver nuestra determinación no insiste mucho. ¿Cómo sentarnos a la mesa con él? ¿Y cómo pudo imaginar que lo haríamos? No fue una invitación de buena crianza. Su intención era probarnos y medir nuestro temple. Con certeza sabía quiénes éramos, de dónde proveníamos y qué ideas profesábamos. Esa sencilla invitación constituía parte de su trabajo. Claro que se me antojó una maniobra de segundo orden, ¿tan poco poder ya ostentaba? Quien manejara la vida de miles de ciudadanos, que erigiera un imperio de terror basado en la delación y el control individual y colectivo hasta límites insospechados, ¿debía manipularnos con la tentación de una cazuela de vacuno? ¡Qué repugnancia mayor sentí! Sin embargo, pesé mis palabras procurando usar términos justos, frases adecuadas, matizadas de silencios necesarios y pausas indispensables. Mientras Soledad llenaba un formulario tipo con datos de Condeza, observé a nuestro alrededor. Objetos decorativos parecían instalados para la visita: figuras en vidrio de diversos animales, una pequeña embarcación de cobre reluciente, un juego de ajedrez con piezas de plástico, una oscura lámpara de pie. Aquellos objetos desentonaban con el rústico ornamento general: cortinas baratas de lino blanco desteñido, mobiliario de pino oregón, una colección de sombreros de paja alineados en la pared de la antesala. Le pedí permiso para recorrer el interior y asintió. La casa constaba de tres dormitorios: el principal, que correspondía al suyo, con una cama de dos plazas y una imagen del arcángel Miguel sobre la cabecera. ¿Por qué no habría un clóset? ¿Estarían en las otras piezas? Pasé de una en una. También adolecían de ellos, ¿dónde guardaría su ropa? Tampoco se divisaba algún baúl u otro tipo de mueble que sirviera al efecto. En los dormitorios secundarios prevalecía el mimbre y el colihue. Respecto de la cama y veladores, ambos poseían cubrecamas artesanales que hacían juego con el cortinaje del living. Ingresé al único baño y mis sospechas se acrecentaron, ¿vivía Condeza en realidad allí? ¿Por qué tenía la sensación de que aquello constituía una farsa hábilmente montada? El baño era elemental: no existían útiles de aseo personal y la pequeña ducha se encontraba desactivada, sin rastros de uso frecuente. Su estudio personal lo constituían un escritorio, una silla y una mesa que sostenía un fax modelo antiguo. Sobre un kárdex había fotografías familiares recientes: Condeza y sus cuatro hijos, Condeza con sus nietos, Condeza montado en un caballo blanco. Me detuve en su exigua biblioteca de mimbre que, en su nivel superior, contenía varias novelas de espionaje y acción: Wallace, Clancy, Morris West, León Uris. ¿No era acaso la vida de Condeza una novela, un thriller de sangre, misterio y terror? Cuatro o cinco archivadores de igual formato y tamaño se apilaban en el nivel inferior. Estuve tentado de abrirlos, pero no me atreví. En una de las paredes se hallaba empotrada una carabina de la guerra del año setenta y nueve con sus correspondientes cuatro tiros, además de dos escopetas de caza adosadas sobre el dintel de la puerta que daba al dormitorio principal. Encima de un mueble de tamaño regular descansaba un fusil en miniatura que se utilizaba con fulminantes. Cinco corvos de diversos tamaños cuyos filos acerados me provocaron una leve conmoción. Arriba del mueble, adherido a la pared, un mapa aéreo de la propiedad claveteado con variados alfileres amarillos que señalizaban los diferentes deslindes de los potreros. Por último, la certificación del horror: un diploma avalando su calidad de Director de la Dirección de Inteligencia Nacional, colocado en medio del muro junto a dos distintivos metálicos de corte militar y un par de afiches de dos futuros santos: el Padre Hurtado y el Papa Juan Pablo Segundo. ¿Sabrán que sus rostros ornamentan esas paredes? Condeza dice a mis espaldas que está en buena compañía. Me vuelvo y enfrento su mirada aguda escrutando mi reacción. Asiento con un ligero movimiento del mentón, que puede significar cualquier cosa. ¿Se habrá referido a él o a mí? De regreso al living, Soledad levanta la vista diciéndome algo indescifrable, para continuar tomando apuntes en su carpeta. Condeza vive solo en ese sitio hace diez años, es decir, desde mil novecientos ochenta y cinco. Aunque es casado, está separado de hecho, decisión que tomó siendo sus hijos mayores: tres mujeres casadas con militares y el menor de treinta y dos años que vive con su madre. Acabo de verlos en la fotografía de su estudio. ¿Habrá jugado con ellos cuando niños? ¿Qué tipo de juegos? Como adivinando mis pensamientos dice haber sido un padre normal, ¿cuál será su concepto de normalidad? ¿Autoridad, normas, incumplimientos, castigos? Fue exigente y estricto, no más que cualquier padre normal. Ha insistido sobre el término con toda intención, ¿cuál es su concepto de paternidad normal? ¿Alguien que manda, prohíbe y permite como una definición legal? ¿Alguien que se equipara a la mujer en las labores hogareñas? No. No concibe que un hombre corriente realice funciones domésticas. Por ser patrimonio femenino, jamás consintió en mudar a ninguno de sus hijos pequeños. En todo caso, aquello le parece tan lejano. Ahora está preocupado de su actual pareja y de ese tema no dirá una palabra. La privacidad corresponde a la esfera más íntima de un ser humano y nadie tiene derecho a conocerla. ¡Qué terrible contradicción! ¿Lo será? Y quienes irrumpen de madrugada destruyendo puertas y ventanas mientras los padres hacen el amor y sus hijos duermen, ¿carecerán de ella? ¿Habrá una escala gradual de privacidades que el hombre, la autoridad o Dios determinan? ¿Y sus afectos? ¿Tendrá afectos por terceras personas, alguien será su amigo o confidente? Se ha erguido y da unos pasos hacia la antesala. Va hasta su estudio y regresa con un corvo entre las manos. Lo muestra, pasando suavemente uno de sus dedos por el filo acerado. La vida militar es andar al filo de la navaja, dice con suma seriedad como si penetrara en las profundidades de sí mismo. De qué lado estará el filo, me pregunto. Ahí están la mayoría de sus apegos: el Ejército es su razón de ser. ¿Y sus amigos, la familia? Le es imposible inclinarse por alguno de ellos. Cada afecto es diferente para relaciones que también son distintas. Desde niño supo que haría carrera militar. Fue fácil deducirlo: su padre lo era, y como su madre falleció teniendo él seis años de edad, su modelo y referente fue el progenitor. Sus juegos eran comúnmente de corte guerrero y siendo el mayor de tres hermanos, impartía las reglas, determinaba los roles y asignaba funciones. Le agrada mandar, no cabe la menor duda. Basta ver sus gestos duros, precisos, calculados. ¿Se descontrolará de vez en cuando? ¿Tendrá emociones? ¿Podrá amar a los demás con ese nivel de egocentrismo? Es verdad, todos tenemos una exacerbada inclinación egocéntrica, pero ¿seríamos capaces de ordenar a otros que maten por uno? Por cierto, se hace a diario. Las guerras son una sucesión de órdenes en cadena que terminan con la vida ajena. Y ello es recíproco. El triunfo depende de quien se anticipa, ¿no es verdad? Claro que esa es una situación generalizada. En cambio, Condeza decidió ceder su responsabilidad producto de un exacerbado control de sus emociones. Las reprime. Su eventual ansiedad y sentimientos de culpa, que obviamente debiera tener, los deriva hacia otros. No creo que lo perciba. Es más: no lo percibe. Con certeza se ha recubierto de un inconsciente mecanismo de defensa que protege su autoimagen. No quiere sentirse menoscabado. Debe tener pánico de ser observado por sus pares como responsable de sus propios actos. Si parece tan fácil: yo ordeno, tú ordenas, los demás obedecen, ¿dónde está el delito? ¿En qué parte se rompe un eslabón de la cadena? Lo imagino de pantalones cortos, con las rodillas enrojecidas, en posición de distribuir tácticamente a sus soldaditos de plomo. No puede jugar con los demás al diseñar la estrategia: ella le pertenece. No debe dar ventajas, ¿por qué deberían conocer el nivel de sus decisiones? Son simples soldaditos y él los mueve a derecha o izquierda, los hace saltar una valla, volar un puente, cruzar a nado una laguna, tomar por la espalda al enemigo. Y ya grande, ha leído las novelas de espionaje, de contraespionaje, de inteligencia y contrainteligencia. Y se ha percatado de que sus juegos solitarios fueron correctos. ¿Acaso el hombre cambia con el tiempo? ¿Acaso un hombre varía sus opciones durante su estadía en esta tierra? De ninguna manera. Para Condeza el individuo ha de ser invariable, de una sola línea. ¿Y las circunstancias no cuentan? No, tampoco es posible. O es posible en los débiles y pusilánimes. Un hombre de verdad hace que las circunstancias se amolden. Si sus opciones son las mismas, ¿cómo una miserable circunstancia lo hará variar el rumbo? Para él hay un solo ingrediente que trae el transcurso del tiempo: la madurez. Y ella se consolida sobre una estructura dada, consolidada, desde que tenía uso de razón, ¿la tendrá? ¿Cómo no iba a ser siempre de una sola línea si hasta sus preferencias deportivas se mantienen? Mire usted, Condeza también fue futbolista. ¡Dígame si no es una sorpresa! Claro que en el plano infantil: fue jugador de Magallanes, ¿recuerda ese glorioso club que hoy casi no existe? Lo imagino diminuto y rechoncho corriendo tras un balón. ¿Qué posición habrá ocupado dentro de la cancha? ¿Medio campista? No se lo pregunté, con seguridad debió ser un armador, el viejo número ocho que dirigía las acciones y regulaba los tiempos. Incluso hoy conserva su simpatía por la institución. Hombre de una línea, sin duda. ¡Qué increíble! Condeza tuvo también una niñez. Estudió, pasó por la secundaria y terminó sus días en la Escuela Militar. Es gráfico: terminó allí sus días. Lo que vino después ha sido una especie de corolario, la guinda de la torta, aunque suene frívolo en medio de tanto dolor y miseria causados. Condeza se negaba a reconocer culpabilidad alguna. El cónyuge de Marina Cavieres fue un agente que trabajó para la Central de Inteligencia Americana. Él puso el explosivo bajo el auto y su detonación al menos libró al mundo de un peligroso rebrote socialista en este país. ¿No fue eso lo que propugnó Laredo? ¿Un gobierno Allendista en el exilio? Ahora Condeza era un simple hacendado que deseaba vivir en paz, anónimamente, como lo hiciera su vida entera. Preocupado de sus caballos, de la reproducción del ganado vacuno, de una próspera lechería, de la supervisión de aserraderos y de llevar en andas a sus nietos de tarde en tarde. ¿Podían negarle ese derecho? ¿A él, que lo dio todo por la patria y fue leal con el único superior que había reconocido? Miré el reloj: habían transcurrido dos horas. Deberíamos marcharnos. Nos ofreció un café que, con cortés decisión, rechazamos. Aún correspondería visitar al brigadier Paulo Espíndola. ¿Sería casualidad que residiera a cincuenta kilómetros de allí? La aparente seguridad de Condeza contrastaría con la debilidad y quiebre emocional de Espíndola. Ese brigadier general se nos presentaría como un ser dubitativo, irresoluto, medroso inclusive. Quizás un día le cuente los pormenores de esa entrevista, ¿valdrá la pena? Si alguna vez tuve vacilaciones para conceptuar el origen de nuestro dictador interior, sentía que lo había descubierto. Ciertos grados de referencia me situaron un día ante Condeza para descubrir una parte significativa de mis miedos. También de los suyos, naturalmente. Él dependía de un informe nuestro, de un informe objetivo, de un informe que ya se hallaba escrito por su propio puño y letra. Sin duda, jamás habría existido el Dictador sin Condeza. Esa certidumbre me consumía a medida que nos dirigíamos a la salida. Nos dio la mano sin mucha convicción, sin esbozar la sonrisa de bienvenida. Aún llovía suavemente. Miré a las cámaras de televisión como si no existieran. Al llegar a la tranquera me devolví con un presentimiento: me pareció que Condeza cerraba de golpe una cortina, como si lo hubiera sorprendido espiándonos.