por Juvencio Concha Gálvez

El once de septiembre de 1973 llegué temprano a mi trabajo en la Universidad Técnica del Estado, donde supe por una radio a pilas los verdaderos alcances de las alarmantes noticias que había escuchado temprano mientras tomaba desayuno. Un alzamiento militar, al parecer, estaba triunfando a lo largo de todo el país. Entre las personas que permanecíamos pegados al receptor, recuerdo especialmente a Víctor Jara que había ido esa mañana al Departamento de Extensión y Comunicaciones a programar con nosotros nuevas actuaciones en poblaciones, teatros y centros culturales. Fue ahí, en esa estrecha oficina que escuchamos el último discurso de Salvador Allende.

A medida que transcurría la mañana, las radios democráticas fueron siendo silenciadas. Durante la madrugada la radio de la UTE fue asaltada y destruida en un acto que se nos representó como uno más de los cometidos por Patria y Libertad. Cerca de las 11 de la mañana salimos a la calle con unos amigos encaminándonos por Av. Ecuador hasta la Alameda. En ese lugar, frente a la Estación Central, el aspecto era indescriptible. Camiones con soldadesca pasaban raudos Alameda abajo y tropas estacionadas en las calles obligaban a cerrar el comercio e instaban a la gente a dirigirse a sus casas. Toda esa muchedumbre que habitualmente circula por el sector, huía en todas direcciones implorando a los conductores de buses y a los automovilistas ser conducidos a otros lugares. Todo el mundo parecía acordarse de los momentos vividos durante el tanquetazo, cuando el regimiento blindado se desparramó por las calles con sus tanques dejando una estela de muertos, heridos y automóviles aplastados. Ante la incierta aventura de cruzar Santiago en esas condiciones para regresar a nuestros hogares, en una ciudad sin locomoción y ocupada militar y policialmente, consideramos que era mejor quedarse al amparo de los muros de la Universidad en espera de que pasara el cuartelazo.

Los dos casinos con que contaba la Universidad Técnica casi no dieron abasto para atender ese día a una cantidad inusitada de comensales. Hubo que organizar tres turnos para ir a almorzar y reducir las raciones a un tercio. La mía fue una pequeña porción de ensalada de betarraga y un cuarto de marraqueta. Durante el segundo turno con su bandeja frente al mesón, divisé recibiendo su porción de ensalada al rector Enrique Kirberg. A estas alturas del día, ya todos sabíamos que se trataba de un golpe de estado, y conjeturábamos de por qué, habiendo tanta tropa rodeando la Universidad, estas no habían entrado todavía.

Un compañero, lleno de candor, arguyó que los retenía el respeto a la autonomía universitaria. Otro explicó que, a los militares, seres en su mayoría muy incultos, se les haría muy penoso tener que explicar el motivo de su visita.

Lo cierto fue que durante ese día nos remitimos a escuchar los cañonazos y el tableteo de las ametralladoras que resonaban siniestramente en esa ciudad muerta. A medio día presenciamos cómo algunos aviones bombardeaban el palacio de la Moneda y las inmensas columnas de humo que surgían hacia el oriente. Esa tarde una fina llovizna cayó sobre Santiago, el cielo se encapotó y se puso negro.

Como no había más remedio que pasar la noche encerrados, elegimos lugares grandes y ventilados. Un grupo se quedó en la Casa Central y el resto en la Escuela de Artes y Oficios. En este último recinto, permanecimos, entre otros, con el cineasta Hugo Araya, al que le decían el Salvaje por la portentosa cantidad de pelos que tenía en la cara, dejando a la vista solo la nariz.

Recuerdo un hecho amargo: en una tertulia sostenida al anochecer del día 11, Víctor Jara anunció que iba a hacer un número, aplaudimos y esperamos. Se apoyó de espaldas a la pesada mesa de consejo y echando un dedo adelante comenzó a cantar “La bala se dispara, ya se dispara, se disparó…” Lo que había comenzado con una sonrisa terminó con un gesto agrio y enmudeció. Por triste ironía fue el último verso de una canción que salió de sus labios (al menos todavía en libertad).

Sentadas en algunas sillas las mujeres y en el suelo los hombres, esperamos la llegada de la noche. Algún rato después algunas diligentes compañeras aparecieron con algunos tiestos con café y pan. Fue el último bocado en libertad.

Aproximadamente a las 22 horas escuchamos el primer disparo y luego un intenso fuego de ametralladoras y cañonazos que impactaban en los poderosos muros de la Escuela de Artes y Oficios. Algunos proyectiles pasaban silbando a través de las ventanas, lo que nos obligó a tendernos en el piso y a parapetarnos detrás de mesas y armarios. Los sitiadores disparaban desde los edificios de la Villa Portales, estratégicamente colocados. El cañoneo no fue permanente, había momentos en que se hacía el silencio, intervalos que nosotros aprovechábamos para salir gateando de nuestros parapetos y averiguar si alguien había resultado herido. Nos contábamos y solicitábamos prudencia a las personas demasiado confiadas que levantaban exageradamente la cabeza.

Amaneciendo el día 12 se reanudó la balacera, y esta vez, como los golpistas tenían cierta visibilidad, dieron en el blanco. Una muchacha joven recibió un impacto en la mandíbula, volándole una parte. Hugo Araya recibió un balazo en el abdomen. Ante la absoluta imposibilidad de hacer nada por ellos, decidimos levantar bandera blanca para terminar con la balacera y sacar a estas personas para que recibieran atención médica. Con la camisa de un compañero arriba de un palo que se hizo circular de mano en mano para que fuera vista entre los intersticios de las murallas por la soldadesca, nosotros intentábamos lograr una pronta invasión para salvar la vida de estos compañeros. Pero la bandera blanca fue recibida por ráfagas de ametralladora y el compañero Hugo Araya falleció; la muchacha logró sobrevivir.

Cerca de las siete de la mañana, después de un contundente cañoneo, se hizo nuevamente el silencio y las valientes tropas sitiadoras hicieron su entrada al recinto. Estábamos en la sala de profesores de la EAO, cuando fuertes culatazos destrozaron las mamparas y la soldadesca irrumpió escopetas en mano lanzando gritos histéricos y palabrotas. Manos arriba fuimos saliendo mientras recibíamos culatazos y patadas por todo el cuerpo. Una vez en el patio las mujeres fueron separadas y llevadas a otra parte. A nosotros nos tendieron en el suelo con las manos en la nuca y los pies cruzados en una cancha de básquetbol. Esta posición es muy incómoda, incluso para ser sufrida por pocos minutos, ya que obliga a mantener la cara en el suelo, y se acalambran las piernas y los brazos.

Aquella mañana apareció un sol esplendoroso. Cerca de medio día nos pusieron en pie, en grupos de diez con las manos en alto y las piernas abiertas para ser registrados sistemáticamente. El registro fue tan acucioso que nada de lo que había en los bolsillos se salvó; cuando pudimos conversar con relativa tranquilidad hicimos rápidos balances de nuestras pérdidas y constatamos que habían desaparecido relojes, anillos, dinero, encendedores, llaveros, y hasta pañuelos. Según supimos más tarde, todo lo robado pasaba a constituir el botín de guerra, ya que nosotros éramos considerados en ese momento prisioneros de guerra. Ante el reclamo interpuesto por un compañero por la pérdida de sus cosas, apelando a la Convención de Ginebra sobre el trato a los prisioneros de guerra, recibió como respuesta un sonoro culatazo en las costillas.

De ese patio fuimos llevados a una cancha de básquetbol y obligados a permanecer de pie durante tres horas con las manos en la nuca. El calor a esa hora se había hecho muy intenso por el sol y la refracción de las baldosas. Afortunadamente, entre nuestros captores había algunos con características humanas, que se condolieron de algunas situaciones y trajeron en sus cascos agua para beber. Sobre la situación de las mujeres estábamos totalmente en blanco. Sabíamos que habían sido llevadas a otro recinto, pero desconocíamos el trato a que fueron sometidas. En nuestra difícil situación, moviendo la boca apenas para no ser vistos ni escuchados, intercambiamos opiniones sobre la suerte de las compañeras y la que nos tocaría correr a nosotros. Recordamos sumariamente el franquismo español, el nazismo y la situación de los perseguidos por las dictaduras del continente. Teníamos muy fresca en la memoria la situación existente en Brasil y Uruguay, países con los cuales habíamos realizado actos de solidaridad innumerables veces. A pesar del negro panorama que se nos presentaba por delante, se mantuvo siempre una actitud digna y serena.

De la cancha fuimos trasladados en autobuses hasta el estadio Chile. Íbamos 4 por cada asiento, arrodillados en el suelo y con la cabeza sobre el asiento. En el pasillo, en hileras de tres, los de los costados, mirando hacia adentro. Frente al pasaje Politeama fuimos recibidos por fuerzas de carabineros que se ubicaron a ambos lados. Fuimos formados en largas filas y obligados a trotar marcando el paso. ¡Sácale trote, sácale trote!, eran las órdenes dadas por los oficiales a los pacos rasos. Al ritmo de los culatazos, las patadas y los insultos, debimos trotar por espacio de tres horas.

Una vez dentro del largo pasillo de entrada se nos ordenó detener el trote y pasar uno a uno frente a una mesa donde se nos preguntó el nombre y la dirección. Debimos dejar, además, el carné de identidad. En un borde del pasillo estaba tirado un hombre gordo que era golpeado salvajemente por una patota de oficiales de ejército. A partir de este día 12 pasé a ser por largos meses prisionero de guerra, preso político y varias otras denominaciones que fueron cambiando con el tiempo.

Cuando nos hicieron sentar en las tribunas, el estadio estaba casi lleno de compañeros traídos desde todas las instituciones cercanas a la Estación Central de Ferrocarriles: obreros, estudiantes, profesores, empleados, artistas, profesionales. Todos sentados escultóricamente, alumbrados por potentísimos reflectores. Un coronel se dirigió a nosotros por un atronador altoparlante: -Frente a ustedes he colocado tres ametralladoras, las mismas que Hitler llamó la sierra humana, y ahora desgraciados, al primero que se mueva o haga un movimiento que mis hombres consideren sospechoso, daré la orden de que no quede ni un huevón vivo-. Frente a nosotros estaban ubicadas tres de esas ametralladoras con dos servidores cada una. Por el lado de nuestra galería estaban las otras tres que apuntaban hacia el frente. Esa noche debimos dormir sentados en esos estrechos asientos sin abrigo y sin haber recibido alimento alguno, con los reflectores apuntando hacia nuestras caras. De pronto, en la mitad de la noche, mientras dormíamos agotados por el ejercicio del trote, sentimos un grito:

– Viva la Unidad Popular, mueran los gorilas fascistas – y un obrero se lanzó desde la galería, cayendo entre los asientos de tribuna. El ruido de su caída nos espantó el sueño por completo. Se hicieron algunos disparos al techo y el atronador altoparlante resopló anunciando que se dispararía sin misericordia sobre cualquiera que se moviese. Rápidamente un pelotón se acercó al caído, que aún vivía, y un teniente le disparó un tiro en la cabeza. Los que estábamos mas cercanos pudimos ver, de reojo, cómo pedazos de cerebro, sangre y cuero cabelludo se adhirieron a los respaldos de los asientos. Luego fue cogido por los pies y arrastrado hasta que desapareció detrás de un muro.

A la mañana siguiente fuimos autorizados para ir a los servicios higiénicos, pero solamente para cumplir con las funciones más elementales ya que de las llaves no salía ni una sola gota de agua. De las tazas tampoco. De regreso al asiento, observamos un muchacho de no más de 15 años que se había levantado murmurando palabras incoherentes, con la cabeza gacha, como si estuviera mareado. No atinábamos a comprender la necesidad de mantener semejante preso de guerra, por su edad y por la evidencia de golpes que mostraba en su rostro. El niño se acercó a un soldado para decir algo, pero este le disparó un tiro en el abdomen que lo dobló por algunos segundos. Enseguida, un eficaz culatazo en la frente lo lanzó de espaldas. Fue también cogido por los pies y llevado quizás dónde.

Informado el coronel de lo que acababa de suceder, se subió arriba de una banqueta y desenfundando su pistola se puso a disparar hacia las murallas y al techo, mientras gritaba que a todos nos pasaría lo mismo si “andábamos con cuestiones raras”. Cerca de las diez de la noche del día 13, un sujeto aparentemente con el grado de capitán nos habló por los micrófonos anunciándonos que nos preparáramos para recibir un refrigerio, que tomáramos en cuenta la existencia del Plan Zeta, que la muerte de Allende debía ser aleccionadora para nosotros, y que por lo tanto tomáramos en cuenta el gesto que ellos iban a tener. Se nos repartió un brebaje color café y medio pan que solo algunos alcanzaron a recibir. Como no habíamos probado bocado desde hacía mucho tiempo, recibimos la pócima con gran satisfacción. El líquido era malísimo, pero estaba caliente.

A las doce de la noche, en las tribunas del frente, un hombre se levantó de su asiento y gritó: – ¡asesinos, asesinos! -. Un pelotón lo rodeó inmediatamente, propinándole golpes que lo hicieron caer al suelo. Un teniente se acercó raudamente, y tomando el fusil Mauser de un soldado, descargó en la cabeza del hombre caído, un feroz culatazo. La madera de la culata se quebró. El teniente y sus hombres se quedaron esperando el resultado y el hombre se movió, gritó, alzó los brazos y gritó nuevamente: – ¡Mátenme, asesinos! -. El teniente desenfundó su pistola y disparó dos tiros sobre la cabeza del hombre.

El aspecto que el Estadio Chile había adquirido era siniestro. Las botas de los militares resonaban en los pasillos y el semigirar constante de las ametralladoras nos indicaba a cada momento que algo había cambiado en Chile, que ni en los peores golpes de estado del continente, el palacio de gobierno había sido bombardeado con el presidente adentro.

Al cantante Víctor Jara lo vi por última vez avanzada la noche del día 13. El día 14 por la mañana ya no estaba en su lugar habitual, en un pasillo aislado de todos. Según supimos después, fue torturado salvajemente y luego asesinado.

El día 14 por la tarde fuimos trasladados al Estadio Nacional, a nuestro “primer campo deportivo”, uno por asiento, arrodillados en el suelo y con la cabeza contra el asiento, las manos sobre los respaldos.

120 fuimos encerrados en un camarín del lado nororiente, cerca de la puerta de Maratón, el número 6. En los baños salía abundante agua, pero tuvimos que organizar turnos para ir a beber. Tres llaves para 120 personas no eran muchas, tampoco los tres wáteres y los cinco urinarios. Para mantener la organización del recinto, en que todos cabíamos solamente de pie, fue necesario elegir un jefe de camarín. (Después supimos que en todos los atestados camarines del estadio se hizo lo mismo). Había que organizar los turnos y los espacios para dormir en un recinto de 5 metros por 9, sin ventilación y sin luz natural. Realizamos 2 turnos: uno desde las 22 horas hasta las 2 de la mañana, y el siguiente, desde las 2 hasta las 6. Mientras un grupo dormía utilizando toda la superficie destinada para esto, mas de la mitad del camarín, el resto permanecía de pié hablando en sordina, cabeceando, o sencillamente “tomando caldo de cabeza”, expresión que creo, nació en el estadio y que después se popularizó. Significa pensar malos augurios, pesimismo absoluto, camino sin salida.

Ese día, hasta que se inició el toque de queda (se cortaba la luz en todos los camarines a las 22 horas), no probamos alimento alguno, salvo el agua que bebíamos ávidamente. Recién al otro día, a las 17 horas, nos dieron nuestra primera comida: una taza de porotos. Una enorme marmita de campaña se estacionó en el túnel frente a nuestro camarín y nos dieron a “cargo” un tarro de aluminio, y una frazada de dudosa limpieza. A continuación, en larga fila fuimos extendiendo el tarro para recibir la cucharada de porotos.

Al cabo de una semana de encierro, todos los presos de los camarines de ese lado del estadio, fuimos obligados a salir al túnel. Nos ubicaron en una inmensa fila contra la muralla y un individuo encapuchado fue mirándonos a la cara uno a uno e indicando de vez en cuando a algún compañero, el que debía salir aparte. Seis fuimos seleccionados por el encapuchado. Nos sacaron hasta la pista de cenizas y ahí permanecimos apuntados por las ametralladoras de dos soldados. No sabíamos la razón de haber sido elegidos por el encapuchado; no teníamos vínculo entre nosotros; no sabíamos tampoco quién pudiera ser el encapuchado. Era un hombre de civil, con una frazada gris como las nuestras en la cabeza, y a la que le habían hecho dos hoyos.

Vigilados en forma exagerada, lo que no dejaba de ser un honor, dimos una semivuelta olímpica por la pista de cenizas y fuimos introducidos en un baño infecto inundado de agua. Ahí ya se encontraban otros compañeros elegidos por el mismo u otros encapuchados. Un momento después trajeron otro grupo y las cadenas fueron puestas en la puerta de fierro. El agua inundaba completamente el recinto. Nadie sabía o se imaginaba qué pudiera haber habido detrás de todo esto. Les preguntamos a los conscriptos que custodiaban la puerta si sabían quién era el tipo de la capucha, pero se negaron temerosamente a abrir la boca. Tenían prohibición absoluta de hablar con los prisioneros. En la tarde nos sacaron a un pasillo y repartieron la consabida taza de porotos. Ese momento lo aprovechamos para sentarnos en el suelo.

Desde que nos apresaron, nuestra incomunicación era total, no teníamos la más mínima información de la situación general del país ni de la suerte corrida por los compañeros que habían tenido algún cargo de responsabilidad en el gobierno. Por las palabras de los verdugos del Estadio Chile, suponíamos que la cantidad de muertos era ya grande y que estos seguirían aumentando. Mientras tanto, nuestra situación en el baño no era de las más reconfortantes. Pasamos la noche de pie, apoyados contra las murallas en un solo pie, cambiando constantemente de postura, como los queltehues. En este grupo había gente de las más diversas actividades y nunca nos habíamos visto unos con otros. Si la táctica de los fascistas fue infiltrar soplones en el grupo, se pisaron la huasca porque nos dedicamos a contar chistes, y por lo demás, como nadie se conocía con nadie, era muy difícil no sentir desconfianza con la persona que estaba al lado.

Al anochecer del día siguiente nos llevaron a un camarín, el 5 surponiente, debajo de la marquesina. Para nosotros esto era un avance en el nivel de vida porque éramos solo 30 personas. Muy poco duró nuestra holgura, al otro día trajeron un cura del sur, dos norteamericanos, un grupo de uruguayos y un japonés. Fueron recibidos con gran simpatía adjudicándoseles de inmediato un lugar para dormir. Con la llegada de estos nuevos personajes se entonó la conversación porque todos habían sido detenidos recién y tenían noticias frescas desde afuera. El cura contó que lo habían traído por etapas, en tren y en camión, y que cada nuevo grupo de soldados que se hacía cargo de él, le propinaba una nueva tanda de patadas e insultos. Refirió que una población de trabajadores de un aserradero fue exterminada casi totalmente desde helicópteros, y los pocos que lograron fugarse a los cerros fueron perseguidos y asesinados brutalmente. El japonés hablaba un inglés casi tan malo como el nuestro. Era un muchacho de 20 años que había salido a recorrer el mundo a dedo y que, apenas tocó suelo chileno, fue apresado y enviado al cuartel de investigaciones. Imposibilitados sus captores de comunicarse con él, optaron por torturarlo primero, y luego lo llevaron al Estadio Nacional. Los uruguayos eran refugiados de la dictadura de su país y sus relatos cayeron en el lugar común: la tortura. Los norteamericanos eran miembro del Cuerpo de Paz, y aunque mostraron sus credenciales, fueron traídos a empujones y golpes hasta el estadio. Al día siguiente llegó un grupo cercano a las 50 personas, entre los que venían: un cura holandés, un cura francés, un mexicano y un periodista holandés.

Mi encierro en este camarín duró dos semanas, en las cuales solo dos días, y durante una hora, nos sacaron a las graderías, al aire libre. Durante el encierro nos entreteníamos jugando ajedrez fabricado con papelitos y a las damas; a descubrir personajes mediante preguntas y respuestas y a la buena charla. Nuestra dieta mejoró un poco. Desde hacía algunos días nos daban un brebaje color café y media hallulla. Sin embargo, la alimentación no bastaba y todos adelgazamos a ojos vistas. Una de nuestras más recurrentes conversaciones versaba sobre comidas, sobre la preparación de algunos platos, etc.; talvez influenciados por el distinguido chef internacional, el argentino Luis Font, el tata.

Repetidas veces durante el día llegaban suboficiales y sargentos a preguntarnos quiénes éramos, de dónde veníamos y si habíamos sido interrogados. Ante tales muestras de interés, reaccionábamos pidiendo papel y lápiz para confeccionar listas con los datos exigidos. Un compañero con una nítida letra de imprenta confeccionaba la lista por orden alfabético. La situación de todos los presos era incierta hasta que no se hubiera llevado a cabo el interrogatorio. Todos deseábamos, por lo tanto, que tuviera lugar lo más pronto posible. Nadie sabía, eso sí, en qué consistiría tal entrevista y, sobre todo, en qué condiciones.

Un día, sin saber cómo, llegó al camarín un diario de algunos días. En él se anunciaba la muerte de Pablo Neruda en forma muy escueta. Que tras una larga y penosa enfermedad falleció… y nada más. Se inició de inmediato un homenaje consistente en la elaboración de una biografía del poeta, sacada de la memoria de cada uno de nosotros, luego algunas recitaciones…y muchas, muchas conjeturas sobre la verdadera causa de su muerte, a pesar que se sabía que estaba enfermo desde hacía tiempo.

Una mañana, muy temprano, un suboficial leyó una lista y salimos los nombrados, no más de diez, a formar al corredor. Íbamos a ser interrogados. Fuimos conducidos hasta los comedores del Estadio en donde quedamos en manos de carabineros. Después de una larga espera en que los compañeros ya interrogados iban saliendo cabizbajos de sus interrogatorios, me tocó el turno a mí. Fui introducido a un pequeño cuarto donde era visible una máquina para producir corriente y otros objetos extraños. Sentados frente a una especie de escritorio estaban dos sujetos de civil de aspecto ordinario y un capitán de carabineros. Impuestos de que yo era funcionario de la Universidad Técnica, me preguntaron dónde teníamos escondidas las armas. Como les respondiese que en la Universidad no teníamos armas, se fueron impacientando y uno tomó un palo o fierro rodeado de goma negra, lo que se conoce como laque, y me dio un fuertísimo golpe en la espalda. Yo permanecía de pie mirando hacia la muralla. Insistieron en saber dónde teníamos las armas, pero esta vez no respondí, lo que a la larga resultó peor, porque lo tomaron por desprecio o altanería y volvieron a darme con el laque en la espalda, cada vez más cerca del cuello.

Con los argumentos más elementales, pero sobre todo con mucha claridad, didácticamente, si pudiéramos decir, les expliqué que el mismo ejército que entró a la universidad no había encontrado nada a pesar de la búsqueda. Después de un par de palos más inquirieron si yo iba a las concentraciones a ver al bigote, – a algunas, – respondí. Tuve que firmar un papel que no me dieron a leer y salí al pasillo en donde estaba el resto de los interrogados. Nos llevaron a las tribunas bajo la marquesina donde permanecimos dos días durmiendo a la intemperie en plena tribuna presidencial. Enrollados en las “frezá”, como decían los milicos, nos tendíamos a los pies de los asientos. El frío del amanecer nos calaba hasta los tuétanos, y en la mañana nuestros cabellos y la frazada estaban mojados por la garúa de la noche.

Al segundo día apareció un suboficial con una olla de leche semillena del desayuno de los conscriptos, y nos hizo formar para que cada uno pudiera beber un poco. Este gesto poco usual le provocó serias amonestaciones de sus superiores, tiempo después desapareció del estadio. Los pecados de este suboficial consistían en que cada vez que podía repartía a los presos que tenía cerca la leche sobrante del rancho de los conscriptos, pan y algunas veces cigarrillos. Ahora cuando recuerdo esto (febrero de 1975), hace solo seis meses que salí de la oficina de Chacabuco, lugar donde fui enviado luego de permanecer un poco más de dos meses en el Estadio Nacional; nunca olvidaré a ese suboficial que, a riesgo de su vida, repartía leche a los presos de guerra. Pero vuelvo al Estadio.

Al parecer, debido a la presión ejercida por nuestros familiares y periodistas extranjeros que a diario se estacionaban en grandes cantidades a las puertas del estadio, los carceleros se vieron obligados a contratar los servicios de la Cruz Roja Chilena. Mujeres de esta institución se hicieron cargo de la repartición de los paquetes que las familias enviaban a sus presos. La distribución que realizaban estas caritativas damas comenzaba por la tropa y por ellas mismas. Cuando un preso lograba recibir un paquete, por el envoltorio se notaba que había sido despojado de gran parte de su contenido. Así, estas damiselas se aficionaron rápidamente a los chocolates y a las galletas. La soldadesca, desde Espinoza hasta el último conscripto, fumaron gratis durante dos meses y se aprovisionaron de todos los elementos de aseo, ropa, etc., enviados a los presos. Conversando tiempo después con mi familia, me preguntaron si había recibido los paquetes. Me habían enviado muchos paquetes y yo solo había recibido uno, casi vacío. Se nos sometió al más sucio y cobarde despojo.

Los domingos, un individuo que se hacía llamar “el padre Juan” y que se presentaba vestido de sacerdote, decía misa con un marcado acento extranjero, desde la tribuna presidencial y ayudado por un micrófono. En su primer sermón agradeció al cielo la obra bienhechora de los militares al dejar limpio el país del marxismo. Nos anunció que rogaba por nuestra salvación, y con desfachatez nos pidió que oráramos por la bienaventuranza de nuestros gobernantes.

Pero los micrófonos del estadio no los ocupaba solamente aquel individuo, también los miembros de las fuerzas armadas y sujetos de civil hacían llamados al “círculo negro” o “punto negro”, como lo denominaban. Era una señalización para las competencias atléticas. Consistía en un fierro incrustado en un pedestal de concreto que culminaba en un círculo de metal pintado de negro. Estaba ubicado frente al foso de arena del salto largo. Por ese lugar pasaron muchos que después fueron a dar directamente al hospital de campaña, si quedaban vivos, o al río Mapocho o a la fosa común. El Cardenal Raúl Silva Henríquez ocupó también los micrófonos para dar una palabra de aliento a los miles de presos que ahí estábamos. Una vez, un gringo ya mayor preguntó si alguno de nosotros conocía a su hijo que se encontraba en el estadio, dio sus señas particulares y su nombre, que no recuerdo. Ahora pienso que pudo haber sido uno de aquellos dos yanquis del Cuerpo de Paz que estuvieron en el camarín 5 surponiente y que nunca más volví a ver.

Casi a diario dejaban gente en libertad. Un mayor se instalaba en el sector de las galerías norte, donde ubicaban a la gente que ya había sido interrogada y les leía una lista. Comenzaba de esta manera: – “El siguiente personal se prepara para ser enviado a sus casas” -. A medida que las personas iban siendo nombradas, debían decir “firme, mi mayor”, por ningún motivo “presente” o el “eeja”, tan típico de nuestros hombres de campo. Estas personas eran llevadas en filas de a cuatro hasta un lugar interior donde se les tomaba una fotografía de frente y de perfil. Luego eran sacados de la pista de ceniza para que nosotros los viéramos, y salían por la puerta presidencial. A medida que iban pasando lanzaban hacia las tribunas las “herencias”: cosas de las cuales se podían desprender y que serían útiles a los que nos quedábamos. De esta manera volaban por los aires pedazos de pan, trozos de chocolates, envoltorios con galletas, gorros y hasta chombas. A medida que iban desapareciendo, todo el estadio interpretaba la canción “Libre”, conocida a través de un cantante español: “Libre como el ave que escapó de su prisión y puede al fin volar…”.

Después de dos días de permanecer a la intemperie, nos llevaron a la galería norte. En este lugar no había camarines ni escotillas y debimos tendernos en el suelo de los pasillos, entre mesones y congeladoras de cerveza. A través de los boquerones que dan a Avenida Grecia se colaba el viento helado escapando hacia las graderías por las anchas arcadas de acceso. La falta de alimentación adecuada nos hacía sentir un frío redoblado. Durante la noche, metidos como cuchuflíes en nuestras frazadas, teniendo las duras, frías e inmundas baldosas como colchón, sentíamos el taconear de las botas por el lado de nuestras cabezas. Durante la noche, un joven compañero, con los labios morados por el frío, comenzó a comer pasta de dientes que sepa Dios de dónde habría sacado. Pero esto era habitual: en las graderías algunos devoraban la yerba que crecía entre los asientos.

En noviembre de 1973 fuimos sacados de nuestros encierros y llevados al aeródromo militar de El Bosque. En un Douglas DC 6 arribamos a Antofagasta y en una “liebre” de la FACH llegamos a inaugurar el campamento de prisioneros de Chacabuco. Pero este es ya otro cuento.

Juvencio Concha Gálvez