a ricciPor Aníbal Ricci

Voy a recuperar dos horas de sueño: requiero conectarme con lo onírico. Las reglas del mundo tangible son insuficientes para desarrollar la ficción; las obligaciones terrenas no permiten liberar la imaginación. Inspiro y expiro tres veces, propiciando una breve meditación acerca de las ideas que han estado rondando mi cabeza.

Fijo mi vista en un punto etéreo y eterno, dejando de lado razones y emociones, sin nutrirlas de energía, enfocándome en una ola y el océano al mismo tiempo, consciente de esa energía que vuelve a renacer al experimentar destellos del presente sin horizontes. Me siento protegido y conducido por la divinidad ahora que me dispongo a dormir. Estoy en medio del universo y la Naturaleza se revela ante seres difusos que circulan sin rumbo. Nietzsche escribió que ser independiente es privilegio de unos pocos y multiplica por mil los peligros que la vida en sí trae consigo. Mis afectos han sido experiencias violentas y hasta aquí no he podido amar con mesura. No me refiero a ese amor celestial que comparte lugar con la sabiduría. Hablo del amor de un hombre por una mujer, de amor carnal, que intuyo, será cada vez menos posesivo. Yo era un pajarito volando a baja altura, creyendo que mi amor debía ser correspondido por el solo hecho de existir; sin siquiera haber buscado una onza de valor en mis entrañas. No había experimentado odio por la sencilla razón de que flotaba en el aire, desconectado de la realidad y envuelto en una burbuja creada por mis padres. Ellos vivían excluidos por una dictadura que silenciaba el pensamiento de hombres y mujeres. No fue casualidad que fuese una avecilla sin armas para sortear obstáculos. Las palabras no existían en ese período tenebroso donde los libros fueron quemados. Una huida permanente ante un miedo extremo, dando paso al odio entre seres que se dejaron llevar por instintos viscerales. Aquellas siluetas oscuras alimentaron la traición que condujo a cobardes torturas; nutriéndose del miedo y silencio impuesto a las multitudes. Superar ese miedo significaba emprender rumbo y vencer la inercia; suponía iniciar el camino en búsqueda del destino, como valientes guerreros, a veces derrotados, pero siempre retomando el rumbo. Las enseñanzas del colegio carecían de importancia cuando en casa enseñaban a agachar la cabeza. Esa supresión de palabras cotidianas venía acompañada de incapacidad para aceptar creencias divergentes. No solo dejamos de hablar, ni siquiera estuvimos dispuestos a escuchar a quienes teníamos al lado. Yo era un pajarito volando a baja altura, creyendo que la convivencia con una mujer me hacía acreedor de su amor. Pensaba realmente que podría vivir en función de mi compañera de viaje, jurando conocer a fondo sus necesidades. Ni siquiera conocía los medios para mantenerme erguido. Recuerdo apenas las asignaturas del colegio y tampoco salí muy convencido de la universidad. Solo después de trabajar años en instituciones financieras, recién en ese momento, tuve una vaga consciencia de vocación. Los bancos fueron desapareciendo de mi vida para dar paso a unas tímidas letras: primero un par de cuentos, luego una novela. Los miedos afloraron en esas páginas y “quedé solo en medio de un inmenso vacío”. Al terminar el primer libro extraje todo lo que pude exprimir de mis entrañas. Estaba feliz de haber llevado a cabo esa empresa, pero a su vez, triste de no seguir escribiendo en las mañanas, en las tardes, a cualquier hora. Quedé exhausto de haber empujado una roca durante tantos meses. Dejarla rodar cuesta abajo sería una experiencia nueva. Esa cumbre fue el inicio de una escalada continua, de subidas y bajadas, siempre con la esperanza de alcanzar otra cúspide más alta. El aire de la montaña se colaba enrarecido por mis pulmones. Las siluetas oscuras quedaron atrás y sus rumores ya no hacían daño: simples mensajeros de un montón de cobardes. Voces mezquinas que ejercían derechos sin merecerlos. La mujer era un valioso tesoro que podía poseer, hacer mías sus aventuras y desventuras, apropiarme de su felicidad. Ellas debían brindar el cariño y placer que aún no experimentaba. El amor se reducía a navegar en sueños ajenos, cruzando océanos sin mojarse con las olas.