damadearco La soldadera

Iba a pie. Él, a caballo. Asaba las tortillas, lavaba sus ropas, colocaba paños húmedos en su cuello. Mantenía el filo de la navaja con el cuero, revolvía el jabón y era la guardadora del espejo.

Muchas veces perdí criaturas en la trinchera. Tanta era la sangre. Es que a él no le gustaba mi modo de afeitarlo. Me tenía miedo. Decía que cualquier día iba yo y lo degollaba. Y me pateaba en el suelo. Por eso, esa mañana, le sostuve el espejo. Ante las tres señales de luces, mi comadre tomó su 30-30 y me encajó la bala en el corazón. Tal cual le pedí. A ella la acribillaron ahí mismo. Este hecho no pasó inadvertido para la revolución: nos recordaron como valientes lesbianas.

Anticristo

Me conformaba con verlos fumar un cigarrillo tras otro. Y luego, cadena de abrazos. No les importaba la incomodidad. Yo quería decirles: váyanse a los asientos traseros y olvídense de la palanca de cambios. No. Ahí se quedaban, a oscuras, manoseándose con esa aceleración de los amantes que trituran gasolina antes de llegar a casa. Yo franelaba a otro automóvil, lustraba las ruedas y esperaba mi propina. Esperaba y miraba. Ni frío sentía de tanto ojear y rascar con la uña la caca seca de algún gorrión en el capó del último modelo. El dueño no llegaba nunca y la revolcadera seguía en quinta. Hasta que ella gritó. No era por placer. Le vi la nariz como betarraga. Cuando él le dio el segundo puñetazo, toqué el vidrio.  Oiga, señor, déjela. No te metas, Anticristo, aulló él, abriendo la puerta. Ahí fue que la mujer se bajó y salió cascando calle abajo. Torito la persiguió ladrándole. Llamé al perro, antes del tercer golpe. Fue un duro trabajo, pero entre los dos lo destazamos. Hasta las tripas le robé.

Lista alfabética

Ítalo se siente incómodo con su nueva figura, es como si anduviera volando. Sin embargo, sus heridas sanaron y esto es lo más importante. Ellos le incautaron sus dos pistolas de 9 mm, 108 proyectiles y cuatro cargadores, pero olvidaron el puñal de combate que estaba debajo de una cama. Lo recoge. Ensaya frente al espejo y comprueba satisfecho que está en perfectas condiciones.

En un dos por tres llega al departamento de Araneda. Entra por la ventana. Recuerda la perentoria orden del Tata. Araneda se levanta de la silla, extrañado de la ventolera que bota el periódico al suelo. La primera de las 34 puñaladas la recibe en la espalda; se gira y ve el corvo solo, en el aire, yendo nuevamente hacia su cuerpo.

No fue nada del otro mundo. Ítalo tacha el nombre en la lista que tiene en su memoria. Ahora, le toca el turno a la C. y luego, a la T.

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Estos textos fueron leídos en el Carrusel de microcuentos negros, en el marco del Segundo Festival Iberoamericano de Novela Policiaca “Santiago Negro»), 5 al 9 de octubre de 2011.