Por José Paredes

Estaba dichoso: había ganado el premio al mejor pintor del año. Leyó la crítica de los diarios y sonrió con deleite. Por fin, éstos llegaron a entender –aunque sea un poco–  lo que quería decir en sus trazos inseguros.

En un rincón oscuro había un niño oscuro que se limpiaba del rostro una lágrima. En el centro, un hombre de negro, de grandes brazos y cortas piernas, enterraba en una estatua un enorme cuchillo. A lo lejos, un grito salía de la luna que miraba; los árboles mecían plácidamente sus numerosos brazos generosos; el viento corría de celeste por el cercado espacio y unas fusas huían precipitadamente del encierro de los barrotes que sostenían la tela.

 –Curioso cuadro –dijo un concurrente.

 – Sí, curioso –exclamó otro–. Pero me atrae.

Un señor de negro, con aire doctoral, miró a los viejos y habló enfático: “Sin duda, es el mejor cuadro del concurso y merecidamente ganó el Primer Premio. Hay una plasmación de lo satánico y de lo apolíneo en él. Y el trazo, aunque inseguro, es realmente fascinador”.

Los viejos escucharon estupefactos por un momento; rápidamente intercambiaron miradas y salieron.

El hombre de negro siguió absorto contemplando el cuadro. Pausadas, empezaron a emerger de su piel pálida pequeñas gotas de sudor. Sus ojos se ausentaron y sus manos, lentos movimientos comenzaron a representar.

…mi hermanito lloraba mucho… parecía cervatillo asustado… yo llegué a la mansión y vi su rostro inquieto retratado… en el pueblo ya había rumores de lo que hacía el Conde en su casa… nosotros no creímos… necesitábamos el dinero… enceguecido entré al taller: me miraron las arrugas –cercanas a la muerte–  de su libidinoso rostro… tenía sólo trece años.

 Extrajo un albo pañuelo y secó su cara. Extrañado miró a su alrededor: no quedaba nadie en la galería.

La policía estaba sorprendida por el impresionante repunte de asesinatos relacionados con artistas de cierto prestigio que habían tenido conductas socialmente no aceptadas. En el pasado, en ciertas ciudades del país, hubo este tipo de crímenes que no se pudieron esclarecer; pero ahora, esto superaba todo límite: en la Capital rondaba un psicópata. Era probable que él sea el ejecutor de los homicidios, por el lazo extraño que unía a las víctimas, y por lo más inquietante aún: todos habían muerto con un cuchillo que tenía las iniciales N.M.

El problema no se pudo ocultar por más tiempo y por intermedio de los diarios salió a la opinión pública. Las altas esferas quisieron poner coto a este asunto, amenazando a los encargados de resolver esta situación, que si no aclaraban en forma acelerada estos luctuosos sucesos que ya estaban inquietando en demasía a los contribuyentes, los destituirían a todos.

El inspector encargado de estos casos recordó que hace un tiempo llegó un joven sargento con licencia médica a la capital. Este tenía fama en las ciudades que estuvo, por la eficacia en resolver los problemas más difíciles del cuerpo policial.

Julien Sadiet, de 33 años, aceptó el trabajo; le serviría de mucho, pensó en su interior.

 Revisó los archivos concienzudamente. Se hizo asesorar por los policías para que lo pusieran al tanto de las anteriores investigaciones. No dejó rincón de la ciudad y sus alrededores sin recorrer. Preguntar a los vecinos e interrogar a los sospechosos. Fue a los bares; los parques; las casas de Cita; lugares en los cuales se reúnen los intelectuales. Resultado de su investigación: cero. Estaba agobiado. No había nadie que diera una pequeña pista. Hasta que cierto día, vino a su memoria un cuadro que había visto en el Museo de su ciudad. El curioso cuadro que le había gustado tanto. Recordó que el cuchillo tenía las iniciales N.M. y que éstas correspondían al nombre del pintor Narciso Marat. Su rostro se iluminó.

Ordenó detener las investigaciones. Habló con su superior. Le dijo que el caso estaba por resolverse y que necesitaba viajar a su ciudad. El supervisor lo felicitó calurosamente; también pensó en el ascenso que le esperaba por la victoria a conseguir.

 Llegó al condado y se dirigió a la casa de Narciso Marat. Grande fue su sorpresa cuando le dijeron los vecinos que la mansión estaba cerrada hacía 20 años y que habían encontrado a don Narciso muerto con un puñal en el pecho.

¿Qué curioso –pensó para sí, el hombre de negro–  qué curioso cuadro, no es cierto?

***

Ñuñoa, 1977

 

José Paredes (Osorno, Chile, 1951).

Profesor de Literatura Española e Hispanoamericana; poeta y narrador. Ha publicado los siguientes libros: en poesía, Autos de Fe (1983), La separación de los amantes (1990), Viaje a Ithaca (1993), Firmamento y olas (2008); en narrativa, Roja tus bocas (1982), Para nunca olvidar (1985; 2010, segunda edición), Los elegidos (1990), El toro y otros cuentos del sur (2001), Sacrilegios (2005). Actualmente está en el programa de doctorado en Literatura Española e Hispanoamericana en la Universidad de Salamanca, España. Su tesis doctoral es sobre la poesía del poeta chileno Jorge Teillier.