Tres textos breves de Lilian Elphick

El fin de la historia

En estos días donde la canícula ladra a tus ojos, lector, enrabiándolos de cansancio, yo, la que redacta estas líneas, quiero pedirte que te quedes para vislumbrar mis horas –esos ríos que van a dar a la mar– y los acaeceres del tiempo sin tiempo, que avanza en múltiples tardanzas, con las corvas al revés.

En estos días de vacío (porque, para hablar con la verdad, aquí no hay nada fuera de lo común o extraordinario, nada que pueda ser olido a kilómetros por lobos montaraces que siempre buscan en su presa un acto para el olvido) puedo ser perfectamente capaz de escribir cuando el reloj marca las cuatro y el sudor traza un camino en mi cuello.

La mano desnuda, que recuerda a una mano enguantada, baraja las posibilidades de la historia; tiene poco que esconder: un tigre muy pequeño que enreda sus colmillitos en las uñas y que ruge en su enanez de caricatura. La mano, decía, va y viene meditando sobre la utilidad del gerundio; quiere escribir sobre silencios y lo que no pudo ser, pero sin embargo fue, a pesar de todas las adversidades fue, con la herida abierta, fue (el sudor, ahora, va por senda angosta); quiere advertirte, lector soñoliento, impasible, inseducible, que es mejor gritar mientras se destruyen esas ideas peregrinas de contar una historia en voz baja, susurrando hipocresías, malogrando la lengua. Grábatelo bien. Cópialo, si lo deseas, en las facturas de tu conciencia.

Soy una desterrada. Yo tenía mi casa en las postrimerías de la palabra. Yo tenía un pasado pluscuamperfecto. Fue cosa de salir a ver el mundo para que el viento de las fatalidades me llevara lejos (sudor o lágrima es lo mismo, dada la condición corporal que tiende a la apertura), obligándome a soltar las amarras de la creación.

Migrada. Cómo explicar que me abandono a mí misma frente a la disyuntiva del ser y del estar. Y camino un poco encorvada, como Dante, según Boccaccio, en la escritura de un exiliado. Nostálgica de la matria mía, terruña que beso a la distancia con el envés de los labios.

Dolida, lector, dolida de signos; a un tris del amor, pero tan condenadamente lejos del amor y, como antes o después, separada del principio. 

(El sudor se convierte en hielo. Caen los primeros copos de nieve).

 

Umbra recta

No quiero que el lector vaya a imaginar esta historia en una época pasada, cuando los mitos no ostentaban el nombre del prodigio. El tiempo, lo saben los mortales, agrega una línea –puede ser una estaca- a los límites de la verdad, que es circular. No iré tan lejos en esta escritura; no confeccionaré itinerarios fáciles de recordar; querré caminar alrededor de las palabras, en vigilia permanente, para asegurar el regreso, si es que existe.

La historia se demora en aparecer: los personajes – un hombre y una mujer- idean un punto de sueño y ahí, en el aire de nadie, se encuentran. Haces de luz y flechas de sombras animan sus pieles detrás de un ajimez, que es otro sueño dividido en partes iguales por un pilar o mainel. Estaca sin filo, ornamentada: arcus, circus.

El encuentro, es previsible, dura lo que ellos quieren que dure en el reducido espacio que no cuenta con oxígeno, sino con erógeno, más liviano que el helio. Así, él y ella pueden reír y comer de sus propias risas, que son fábulas de nínfulas en ínsulas elfico-goméricas, de alta densidad, como la miel, el caucho o el colapez.

Los besos vuelan junto con las babas que tienden puentes entre una y otra boca. Con los dientes no sucede lo mismo: se mantienen en su lugar de mordedura y jugarreta.

«En la umbra recta está mi piel», dice ella. «Por eso te puedo tocar», responde él, acariciando sus hombros con el dedo del medio y los labios del corazón, carnosos al rojo vivo, mientras el tanque –el pequeño circo acuático-, agita sus aguas nostálgicas y adverbiales.

«En la umbra recta…», alcanza a decir ella y no logra dar en el clavo: la aguja del pensamiento ha herido sus palabras; vuelve a la calle ruidosa con la piel entusiasmada, pero triste al fin y al cabo. Recién compra naranjas y tomates y un paquete de cigarrillos sin filtro marca Golpe de suerte. Recién pasa un hombre alto que la mira como si la conociera, pero muy pronto la seguridad entra en sus ojos y sigue de largo, a grandes zancadas. Recién en la esquina, y a punto de doblar, ella se detiene y gira: los faldones de la chaqueta del hombre perpetran una verónica y desaparecen.

La mujer siente en su pecho la estocada.  Las naranjas y los tomates ruedan por el suelo, sin proyectar sombra alguna.

 

Para cuando ya no estés

Cómo me devora el tiempo cuando te leo. Hace un minuto vivía mi lunes nublado, gestionando cotidianidades: esa respiración que me condena a volver a decir las cosas por su nombre. Hace un minuto estampaba el ojo en tus palabras: la sencilla razón para que el pecho suba y baje e intente luego un cese al fuego, una calma de café frío, un silencio que sólo tú podrás oír. Porque se trata de mis manos y de las tuyas en un ahora que se fuga veloz con los ayeres que no tuvimos. No sé decir más. Aquí no hay nada, salvo la pequeña muerte rondando en las carnicerías de barrio, en la tarde de ladrido y trino, en la desnudista que termina el baile y cuenta su dinero.

Hace un minuto mataba con la rabia en la boca, y te escribía para cuando ya no estés. Dentro de ese lapso anida mi vida entera, con sus interpretaciones banales, esos naufragios en la tina de baño, o cuando tú caminas por la sombra de mi sonrisa, canción y epopeya de los dientes.

Para cuando ya no estés, el monumento al perfume desconocido, y una ciudad que se repliega ante mis pasos.

Puedes quedarte con la crueldad, necesaria en toda comunión de fantasmas; útiles las palabras y el equívoco.

Esto no es una carta; aquí el viento es elección y renuncia. Esto es un grito o la bala zumbando deseos bajo sospecha. Esto es la lágrima que se niega a salir; más bien, tragar saliva y seguir viviendo como si no pasara nada. Porque no vamos a esperar que el tren nos vuele la cabeza de tanto amor acumulado, de esa reunión de pieles que el tiempo maltrata en este mismísimo instante.

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Lilian Elphick.

Dibujo de Helena González Sáez.