por Edmundo Moure

En este país aislado e isleño del fin del mundo, la celebridad intelectual y/o artística resulta limitada. Por lo general, quienes la alcanzaron fue por ser reconocidos en el extranjero; casos emblemáticos son Joaquín Edwards Bello, Vicente Huidobro, Gabriela Mistral, Pablo Neruda, José Donoso, Nicanor Parra, Isabel Allende, Roberto Bolaño… En una segunda línea, más cerca de un cabal conocimiento que de la fama, podríamos mencionar a Marcela Paz, Benjamín Subercaseaux, Humberto Díaz Casanueva, Fernando Alegría, Carlos Droguett, Enrique Lafourcade, Jorge Edwards, Luis Sepúlveda… En cuanto a relativa presencia nacional, estarían Pablo de Rokha, Hernán Díaz Arrieta (Alone), Francisco Coloane, Jorge Teillier, Enrique Lihn, Alfonso Calderón, Pedro Lemebel, Antonio Skármeta y otros Premios Nacionales cuya lectura -Ministerio de Educación mediante-, llegará a recomendarse en los colegios, como consuelo volandero. Claro, esto es incompleto, tentativo, pero trato de dar una idea del contexto en que esas reputaciones se han obtenido.

Si nos atenemos a las limitaciones mediáticas para dar cabida a nuestros (as) poetas, narradores (as), ensayistas, cronistas, la posibilidad de volverse célebres resulta escasa. Ni qué decir de exitosos en el plano comercial, hecho que provoca un inmediato rechazo entre pares y su consabido cuestionamiento. El caso más decidor, en este aspecto, ha sido el de Isabel Allende, laureada, reconocida en el exterior y bien vendidas sus obras en Chile, pero repudiada por muchos pares –sobre todo varones- a quienes les produce grima aceptarla como escritora de mérito estético.

El escritor no solo quiere vender sus libros, para financiar las publicaciones, a través del proceso más utilizado, el de la autoedición, sino también que se reconozca su valía estética, de preferencia en los medios de la gran prensa y en los canónicos, como la academia, que sirve de respaldo a muchos de ellos. En Chile funcionan dos vías paralelas que rara vez confluyen: una es la universidad, por la intermediación de técnicos especializados en el difícil arte literario, que promueven valores salidos de su propia forja, proporcionándoles, a menudo, la posibilidad inmejorable de publicar bajo la tutela de sus sellos editoriales; la segunda, sin duda la más extendida y precaria, es la de los escribas autodidactas, que apelan a recursos monetarios propios para poder dar a luz un poemario, un libro de cuentos o una novela, incluyendo malversar el exiguo presupuesto doméstico.

En este caso, proliferan editoras de diversos nombres, más o menos sonoros y pretenciosos, luchando por sobrevivir en un mercado estrecho y constreñido por exigencias difíciles de cumplir.

Ambas sendas tienden a repelerse en nuestra aldea letrada. Los escritores “académicos” suelen despreciar a los “autoeditados”, por una aparente falta de formación, sin percatarse quizá de que la inmensa biblioteca literaria universal está conformada, mayoritariamente, por autodidactas como Shakespeare, Cervantes, Rosalía, Gabriela, la Wolf, Carlos Pezoa Véliz, Manuel Rojas, Nicomedes Guzmán…, Hernán Rivera Letelier, etcétera. A propósito, recuerdo a un excelente profesor del Pedagógico de la Chile, quien nos decía, en 1973, al comenzar el primer semestre de su cátedra: – “Jóvenes, quítense de la cabeza la idea de que esta es una fábrica de escritores; aquí, lo que enseñamos es Pedagogía en Castellano”.

Estimo que tenía razón don Wilfredo Casanova, porque el talento, esto es, la correspondencia anímica y sensitiva con el lenguaje, no se aprende en ninguna academia ni instituto; tampoco se adquiere allí el vicio impune de la lectura, que debe inquietarnos temprano… Esto funciona también en la música y las demás artes, sin negar la complementariedad del estudio y la lectura metódicos y de la rigurosa disciplina en el proceso creativo. Pero si no tienes dedos para el piano, ningún profesor va a proporcionártelos. A la hora de la verdad, que es el juicio, a menudo póstumo, de tu obra literaria, tampoco suplirá tus falencias el dinero que poseas o la clase social que te apadrine.

Resulta patética la actitud de algunos pavos reales de nuestro ámbito literario, expertos en utilizar todos los subterfugios publicitarios y faranduleros para trepar, descalificando a los “amateurs” con frases odiosas: – “Y éste, ¿de dónde salió?, ¿cuáles son sus pergaminos?, ¿quién lo conoce?, ¿qué escritor consagrado lo patrocina?”.

Nicanor Parra constituye un caso excepcional, inclasificable. Tanto su poesía como su figura y actitudes, le hicieron sobresalir temprano, volviéndose un icono que arrastraba multitud de seguidores. Su antipoesía, muy antigua en la historia literaria (Francois Villon y otros), oportuna y hábilmente resucitada, con gracejo criollo propio, fue como una bomba que estallara en la biblioteca-museo de los tontos graves y siúticos de este país melindroso. (El “tontogravismo” en Chile daría para varias crónicas, y aun para un voluminoso ensayo).

Por otra parte, se topa uno con escritores excesivamente humildes, de callada modestia, reticentes a dar a conocer sus productos artísticos, aunque sean de indiscutible calidad. Si omito nombres de vanidosos (no quiero escupir al cielo), doy un ejemplo de creador taciturno, aunque hiera su modestia: Lito López, sólido y hondo poeta que nos sorprende con sus notables y escasas lecturas en la tertulia del Refugio López Velarde.

Al respecto, recuerdo lo que me dijera Filebo, allá por los años 80: – “Esta gente nuestra es muy jodida y envidiosa, Moure… Casi todo podrán perdonártelo, pero jamás que escribas mejor que ellos”.

Tiendo a pensar, a veces, que eso me está ocurriendo; lo digo sin vanidad, desde mi inveterada y proverbial modestia.