por Josefina Muñoz Valenzuela, marzo 2023

Desde hace algunas décadas ha ido apareciendo con más frecuencia la palabra “experto” asociada a quienes tienen una legítima capacidad de opinión y conocimientos, pero a la que se ha agregado la capacidad de decidir en materias que competen al Estado, a la sociedad y a la ciudadanía. Si bien podría ser un aspecto con lo que podríamos concordar -alguien que sabe más acerca de un tema- implica también un refuerzo más a la desaparición del espacio público de la legitimidad de las voces ciudadanas que, más allá de los aprendizajes formales, son personas capaces de expresar sus pensamientos, opiniones, requerimientos, desde su pertenencia a grupos y contextos sociales diversos, estableciendo con claridad prioridades determinadas desde sus precisiones contextuales.

El año pasado surgió con fuerza de parte de quienes criticaron el quehacer de la Convención Constitucional, el argumento de la ausencia de los imprescindibles expertos y la presencia de personas sin la calificación suficiente en una tarea de tal magnitud como elaborar una nueva Constitución. Al votarse la nueva Constitución elaborada por este grupo, fue rechazada por una importante mayoría. Por otra parte, durante los meses de trabajo de la Convención se sucedieron los ataques permanentes, a menudo con noticias falsas y el claro propósito de deslegitimar y desprestigiar el quehacer de la comisión constituyente.

A pesar de todo ello, tengo la profunda convicción de esta comisión de 155 personas de formación, ideologías y concepciones muy diversas será un día reconocida, valorada y recordada como uno de los hitos más importantes en la historia del país, en busca de mejor democracia, luego del agobio que significó vivir una dictadura como la nuestra y décadas en las cuales se fue validando y cimentando el modelo neoliberal impuesto y sacralizado por la dictadura en la Constitución del 80, que solo ha tenido algunos brochazos de maquillaje.

Sin duda, avanzar como sociedad solo será posible conversando entre quienes somos, con nuestras diferencias políticas, ideológicas, sociales, valóricas, que no nos definen como enemigos, sino como personas con legítimo derecho a tener visiones de mundo diferentes, pero que básicamente creemos que la democracia -para ser tal- requiere avanzar a conformar sociedades cimentadas en un Estado que se haga cargo de las necesidades de igualdad, de respeto a los derechos humanos como tales y estructuras acordes a ello, de participación real en la toma de decisiones de quienes viven en un territorio que compartimos.

Por otra parte, la Convención elegida estaba compuesta por un tercio de abogados, muchos docentes, dirigentes, técnicos, psicólogos, políticos, un almirante (r), dirigentes sindicales, músicos, ingenieros, representantes de nuestras etnias, periodistas, cada uno experto en sus respectivos quehaceres. También entre ellos, militantes activos de diversos partidos políticos, religiosos y laicos, con variados sesgos ideológicos, defensores de determinados valores e intereses de muy diverso tipo, lo que implica la imposibilidad de una supuesta neutralidad. Las fichas personales de cada integrante pueden conocerse en el sitio www.bcn.cl así como el texto final de la Constitución, elaborado en tiempo récord.

Viene al caso recordar que la Constitución de la dictadura inició su proceso de elaboración a cargo de una comisión de ocho integrantes en septiembre de 1973 y lo continuó hasta el 80, siempre con expertos cuyo objetivo central fue transformar el Estado en uno subsidiario, tejer un entramado legal que afianzara el modelo político y económico neoliberal, transformar los derechos en falsas ‘oportunidades’ o ‘libertades’, en tanto las alternativas disponibles implicaban pagar por ellas, en consonancia con el modelo. Todo eso perdura hasta hoy, más de 40 años después, y continuamos sufriendo la imposición de quórums altísimos en el quehacer del Congreso que ignoran el respeto democrático al voto de la mayoría.

Todo lo anterior en consonancia con uno de los propósitos centrales de la Constitución del 80, declarado por el propio Jaime Guzmán: que cualquier cambio de índole política no podría incidir en conceptos fundamentales, como el modelo político y económico y sus pilares. Sin duda, era un grupo muy cohesionado -aunque tuvo varias bajas en el camino- y representaban a la derecha más extrema del país, por lo que la Constitución se hizo para defender los intereses del sector más pequeño y rico de la población, por sobre las necesidades de la mayoría.

La democracia solo puede afianzarse y crecer cuando acoge los deseos y voluntades del conjunto de la población, y un caso especialmente destacado es la elaboración de una Constitución que, se supone, regirá por varias décadas. Los expertos colaboran entregando valiosos elementos de análisis, pero las decisiones acerca de temas y ámbitos que conciernen a la sociedad en su conjunto están en mano de los gobiernos elegidos democráticamente, y no en las artimañas generadas desde conceptos amparados -entre otros- en la doctrina de la seguridad nacional por décadas.

Cito una entrevista a uno de nuestros políticos respetables, Francisco Huenchumilla, realizada por Alexandra Chechilnitzky (El Mercurio, 29.9.22), con ocasión de haber sido designado por su partido -la DC- como representante en los diálogos constituyentes. Preguntado específicamente sobre el consenso que existiría de la necesidad imperiosa de un comité de expertos y cuál sería su participación, responde lo siguiente: “Los expertos siempre en la vida tienen algo que decir, pero no algo que decidir. En el Senado tenemos asesores y los escuchamos, pero nosotros tomamos nuestras decisiones. Ese es el sentido profundo de la relación entre los expertos y la política”. La neutralidad existe como un supuesto deseable, pero los seres humanos no somos imparciales (o rara vez) y tenemos claras y legítimas preferencias.

Carlos Peña, abogado, académico, columnista de El Mercurio y rector de la universidad Diego Portales, afirma que “Cuando se trata de la democracia, todos tenemos igual capacidad de discernir” (El Mercurio, “¿Para qué los expertos?”, Opinión, cuerpo D, p. 6, 18.12.22). Y en el mismo artículo, agrega “Dicho de otra forma: una cosa son los fines que debemos alcanzar, y en esa materia la deliberación democrática tiene la última palabra; otra cosa son los medios, que permiten alcanzar esos fines, y ahí sí los técnicos son indispensables. Primero los fines, luego los medios. Pero no parece correcto dar primero la palabra a quien sabe de medios y luego a quien le corresponde definir los fines”.

En su artículo de la siguiente semana señala: “Porque ese diseño [el que hasta ahora se ha acordado] dispone que primero los expertos redacten un anteproyecto y después el Consejo Constitucional delibere. Esto se parece a lo que se hizo para la Constitución del 80 en que la Junta de Gobierno nombró una comisión experta (la Comisión Ortúzar), luego se pidió el análisis del Consejo de Estado (presidido por Alessandri) y finalmente la Junta decidió lo que se sometería a un plebiscito (por supuesto amañado). Como se ve, el papel de los expertos es el mismo en el 80 que ahora, solo que el Consejo Constitucional es democrático. Pero en ambos casos y sobre bases más bien escuetas (la Comisión Ortúzar también tuvo bordes) los expertos tienen la primacía” (El Mercurio, “Una propuesta constitucional”, cuerpo D, p. 11, 25.12.22).

Retomando la misma entrevista citada a Huenchumilla, es interesante conocer su pensamiento sobre el órgano que redacte una nueva propuesta de Constitución, a días de la votación y de haber ganado la opción Rechazo por un 61,86% de los votos: “El Rechazo significa un rechazo al texto que se presentó, pero no un rechazo a la forma, digamos, de la soberanía popular que tiene que estar presente en este. Por lo tanto, yo me inclino a que tengamos un órgano llamémoslo Convención, que sea electo íntegramente y que tenga el mandato de la soberanía popular para hacer nuestro proceso constituyente, sin plebiscito de entrada porque creo que esa es una cosa que quedó zanjada con el plebiscito de entrada primitivo. Mi camino se va por una Convención íntegramente elegida, que dé cuenta de la diversidad que existe en Chile y donde no se retroceda en aquellas cuestiones importantes como fue la composición paritaria, la participación de los pueblos originarios y de los independientes”.

Sin duda, la Constitución de dictadura tuvo muchos expertos de pensamiento unívoco, siete años de tiempo y la capacidad de establecer habilísimas ataduras que aseguraron su impermeabilidad al cambio, especialmente por el establecimiento de unas mayorías legales que sepultaron el concepto de democracia de las mayorías.

Enzo Traverso (Italia, 1957), historiador e interesante autor de obras sobre las ideas y el ejercicio del pensamiento en estas décadas, sobre historia y memoria, y el recurrente tema del rol de los intelectuales y sus relaciones con el poder, aborda también el tema de los expertos. Uno de los primeros aspectos que remarca a nivel general es que “no se comprometen por valores” (“¿Qué fue de los intelectuales?”, Siglo XXI, Edit. Argentinos, 2014). Y a continuación, “Es el caso de los economistas neoliberales, que pretenden encarnar una posición objetiva y axiológicamente neutral, cuando en realidad defienden intereses de clase”. (p. 44).

Apunta también a las universidades como fábricas de expertos, en un derrotero generado especialmente por el modelo, que no debería ser el propio de su quehacer. La universidad es un espacio privilegiado para compartir saberes, para construir conocimientos nuevos desde las interdisciplinas, en que cada parte contribuye y enriquece la otra, a pesar de las diferencias.

Este proceso se inicia ya en la educación inicial y continúa en los años siguientes. En el quehacer humano, uno de los aspectos más relevantes es el lenguaje (hablado y escrito), no solo para todo ejercicio de comunicación, traspaso y construcción de conocimientos, sino también para instancias de conversación, transmisión de afectos y sentimientos, toda manifestación cariñosa de relación en una concepción solidaria y colaborativa. Por otro lado, el quehacer educativo se ha alejado del fundamental estímulo al pensamiento crítico, en tanto las pruebas que implican premios en aportes económicos a los establecimientos municipales, particulares subvencionados y sistemas locales de educación pública (SLEP, aún en instalación, premian económicamente el logro de aquellas habilidades posibles de medir gracias a evaluaciones estandarizadas, despojadas de aspectos subjetivos, porque son muy difíciles de medir con procedimientos formales/tradicionales.

Traverso da un ejemplo muy iluminador en relación al historial de los expertos: “Veamos lo que ocurre con la crisis económica mundial. ¡La gran mayoría de los economistas que nos la explican pertenecen a fundaciones solventadas por los bancos y las instituciones financieras que las causaron! Se los presenta como especialistas y los medios nos enumeran sus títulos académicos; pero ellos mejoran considerablemente sus ingresos al sentarse en las juntas de directorio de bancos y empresas. Así se cierra el círculo: el especialista se convierte en experto, se integra en el mundo de la economía y las finanzas, asesora a partidos y gobiernos, y luego se interviene en los medios para analizar la crisis económica que no había avizorado. Estas prácticas son la perfecta antítesis del pensamiento crítico. El experto jamás será quisiera rozado por la idea de cuestionar el capitalismo o de develar su naturaleza. Su papel consiste en explicar cómo salvar los bancos o reducir la deuda dentro del sistema dominante” (óp. cit. p. 90).

Podemos reconocer estas afirmaciones de Traverso en nuestra sociedad de hoy, en nuestro país y en muchos otros. En Chile vivimos mayores desigualdades que hace 50 años, pero ahora quienes trabajan y ganan menos de $500.000 tienen en sus manos el poder (ilusorio) de las tarjetas de crédito, con las cuales pagan la comida, el pan, el café, etc., hasta que puedan hacerlo y, sin ser expertos en economía, podemos predecir que un día no podrán hacerlo.

Los expertos que nos predican lo que nosotros y la sociedad debemos hacer, que nos inmovilizan en una aceptación pasiva, nos impiden ver nuestras reales necesidades para alcanzar una mejor vida colectiva. Necesitamos recuperar una formación en ciudadanía, porque solo esta nos permite participar y convivir activamente, formándonos en tanto constructores de toda sociedad humana. Necesitamos también organizaciones gremiales, sociales, políticas, culturales, que vayan cimentando mejores relaciones humanas, modos solidarios y cooperativos de hacer y pensar; valorar aquellos espacios que nos permitan un hacer colectivo y orientado a crear formas de sociedad más justas e igualitarias, donde todos tengan su lugar en un marco fundamental de derechos humanos que no estén concebidos como falsas ‘libertades’ a las que solo accederían -como sucede con la Constitución del 80- quienes pueden comprarlas.

Y necesitamos una nueva Constitución, radicalmente diferente a la de dictadura, que asegure y no burle los derechos, que respete la simple mayoría democrática, que es la que puede resultar más justa. Una Constitución que no sea un impedimento para un flujo más igualitario de la sociedad, lo que no significa que se acabarán las diferencias, porque son inherentes a lo humano. Siempre las habrá, pero lo que debe existir es la seguridad de que existe una igualdad de oportunidades para quienes viven en este y en cualquier país.