por Eduardo Contreras Villablanca

I

Me levanto cerca del mediodía. Me cuesta mucho, mi maldita enfermedad recién entró al plan AUGE seis años atrás, hasta esa fecha caminé a tropiezos, casi treintaicinco años descompensados. ¿Cómo mierda pagaba las rispiridonas y las olanzapinas? Desde que pude recibir el tratamiento mi cambiante humor se estabilizó un buen poco, tanto como para lograr que Mariana volviera conmigo, me aguantó hasta hace un par de años…

Miro la foto de los dos colgada en la pared. “Te la dejo”, me dijo esa vez mirándola y luego dirigiendo su vista hacia mí, “y espero que la que venga después, si es que alguna te llega a aguantar tanto como yo, no me haga maleficios y sortilegios con esa foto”. Nadie llegó después de ella, excepto algunos revolcones con amores de paso, que no me han dejado más marcas de las que ya tenía, casi todas de Mariana.

Ella se aburrió. Pero no es mi culpa no haber podido terminar la Universidad a fines de los ochenta, todo fue por la puta depresión sin tratamiento. La misma razón por la que varias veces terminé corrido de las pegas que me conseguía mi padre mientras vivió.

Tomo del cajón del velador el documento que me entregó Margarita, la Jefa de Administración del restaurante. Cuatro años de cajero, todo un récord para mí, pero tenía que llegar ese fin de semana, el recién pasado. Sabíamos que se nos venía cuesta arriba la cosa desde que se construyó el mall con su patio de comidas a una cuadra de nuestro restaurante de comida típica. Paleteada la Margarita, ella lo hizo con buena intención. “Te faltan diez años para jubilar”, me dijo entregándome el papel con mis imposiciones en la AFP, “si no encuentras pega y te jubilas ahora, sacarías cien mil pesos, te convendría más postular a la pensión básica del gobierno, es por los años que tuviste sin imponer”. Me miró dudando si le había entendido, y siguió, “si encuentras trabajo y sigues pagando tus cotizaciones, y ganas más o menos lo mismo que ganabas acá, te podrás jubilar con trescientos mil pesos, ahí sacas más que con la pensión básica”.

II

Llevo más de una semana acá, casi sin levantarme. Vida de mierda. País de mierda. ¿Desde cuándo no como algo? Me doy cuenta de que sin proponérmelo he estado haciendo una huelga de hambre, contra nadie. Contra mí. Reconozco los síntomas. A pesar de los medicamentos, me fui a negro de nuevo. Vuelvo a pensar en las drogas, pero ya perdí los contactos con los dealers. Sé que a la larga terminan por cagarme más, pero qué bien me vendría ahora un poco de coca.

Si muero acá en la cama, nadie se dará cuenta por días. Quizás debiera salir y tirarme desde la terraza del mall que nos cagó el negocio, un leve acto justiciero. Y le ahorro el mal rato y el olor pestilente de mi cadáver a los vecinos, que han sido siempre buena onda, sobre todo cuando estaba Mariana. En esa época incluso nos invitaron algunas veces a comer, los López más de una vez. Hasta al matrimonio de su hija nos invitaron.

Hago un esfuerzo y me enderezo. Sí, debo salir de acá y ver desde donde me lanzo. Me cansé Mariana, me cansé viejos queridos, donde quiera que estén, allá arriba si es que hay algo. No sé, no creo que haya.

Me siento en el borde de la cama. Me hormiguean las piernas, se han dormido más que yo. Con un último esfuerzo me levanto. Todo sea por los vecinos.

Camino hacia la ventana, ¿tendrá agua el río Mapocho en esta época? Podría ser una opción. Corro las cortinas y una lluvia de luz casi me bota al suelo. Luego de un rato me voy acostumbrando. A través de las ventanas de doble protección veo un mar humano en la Plaza Italia, la alfombra de cabezas humanas se extiende por Avenida Providencia hacia el oriente y por La Alameda hacia el poniente. Distingo banderas y carteles. ¿Qué está pasando?

Tratando de controlar el temblor de mis piernas camino hacia el comedor de mi departamento de un ambiente con un canon de arriendo que un cesante como yo no podrá pagar el próximo mes. En un extremo de la mesa está el televisor, lo enciendo y me siento en el extremo opuesto de la mesa.

Se suceden las imágenes de manifestantes que avanzan por la Alameda levantando sus carteles: “No más AFP”, “Asamblea Constituyente”, “Renuncia Piñera”, “Pensiones dignas”, “Fin al estado de emergencia”, “Chadwick asesino”, “Milicos a sus cuarteles”, “Chile: no te duermas nunca más”, “Por ti, por mí y por todos mi compañeros”, “Seremos la pesadilla de quienes se roban nuestros sueños”, “Somos nietas de las brujas que no pudieron matar”, “La educación pública no se rinde”, “Los alienígenas despertaron”, “Gobierno incapaz, te vamos a abducir”, “Lucharemos por la salud pública digna”, “No estamos en guerra, estamos unidos”, “Nos quitaron tanto que nos quitaron el miedo”.

III

Bajo por el ascensor. Mirna López insiste en que estoy muy delgado, le repito la chiva de la gastroenteritis y que no se preocupe, que ya me estoy recuperando. Me dice que se van a juntar con los compañeros de trabajo, del laboratorio de inspección de pesticidas en el que trabaja, que dentro de media hora todos van a estar en Seminario con Providencia, le digo que gracias, y que los pesticidas bien podrían ir a dejarlos a La Moneda, que parece que lo mejor es desalojar la casa de gobierno. Se ríe, y al bajar del ascensor se despide diciendo que se alegra de verme sumándome a las protestas, que después de tantos días sin dar señales de vida, ya andaban medio preocupados.

Salgo a la calle, se hace difícil caminar. Quedo atrapado en un enjambre humano que parece respirar al unísono, y que corea: “Paco entiende, no somos delincuentes, el único delincuente es el presidente”.

Trato de avanzar hacia Plaza Italia, pero es imposible, no cabe más gente en la calle. Hago un esfuerzo y levanto el cartel que hice luego de desarmar la caja con mercadería que me dieron en el restaurante el día que me despidieron, algunos manifestantes lo miran y sonríen, no saben que no es broma. El “Gracias Chile, me salvaron la vida”, no es una metáfora.

Chile, 1 de noviembre de 2019.