Por Rodrigo Barra

 

La alarma, como siempre, suena a las 6 y 6 a. m. Me levanto de un salto, tropiezo con un cable y boto el despertador. Luego de la ducha me preparo el desayuno: un café negro con pan bien carbonizado, abierto a la mitad; a un lado le pongo queso, y al otro, mermelada. Una de las ventajas de vivir solo es comer las mismas porquerías día tras día, sin que nadie te enrostre una dieta. Me cuesta encontrar un vaso limpio en la cocina, entre el desorden de la noche anterior. Como tengo un dolor de cabeza de los «buenos», me embucho un par de aspirinas, pero se me cae el vaso de agua mientras aseguro la pistola en la sobaquera. No hay tiempo de recoger las esquirlas, lo haré a la vuelta.

Tomo el ascensor rumbo al estacionamiento y me pregunto quién será el ganador: si Aylwin, Büchi o Errázuriz. Fueron más que suficientes los dieciséis años de dictadura como para no votar. Trabajo en la Policía de Investigaciones, en el cuartel de calle Borgoño, y justo me tocó turno el día de la votación. Mala suerte. Soy subcomisario, el próximo octubre cumpliré quince años de servicio y mi plan es jubilarme con veinticinco, encontrar una mina, no sé. Quizás poner unas cabañas y dedicarme a descansar. Estoy comprando a cuotas un terreno en el sur, a la orilla de un lago. No sé si incluiré un camping.

De pronto, se detiene el ascensor.

Cruzan la puerta la niña del tercer piso y su madre; las saludo, indiferente. La lleva al colegio, sé que debe atravesar todo Santiago y luego llegar a tiempo al trabajo. Es secretaria en una Pyme y está separada. Una vez salimos a bailar, después subió a mi departamento y… No prosperó. Mejor así, no hay como la vida del soltero.

Me subo al auto y, al retroceder, casi le pego al poste del estacionamiento. Veo poca gente en las calles, me llaman la atención los milicos en los lugares de votación. Tengo que esperar diez minutos para que la mesa se constituya y mostrar mi credencial de la PDI para que no me incluyan en la terna. Finalmente se ofrece de voluntario un señor mayor. Mala suerte, pienso, le tocará venir mañana al recuento. Marco rapidito la opción de Aylwin y me largo.

En la unidad me encuentro a boca de jarro con Castillo y Muñoz, quienes conversan en la entrada. Dejan de hablar cuando los saludo. En ese instante pasa el jefe Boris Pasternak y al voleo me entrega un billete con el rostro de Gabriela Mistral. Se va con el ceño fruncido. Es el pago de una apuesta de septiembre pasado. «¡Lo del Cóndor Rojas era tongo!», corean a dúo Castillo y Muñoz.

—Tenías razón, huevón —dice Muñoz—. Acaba de salir la noticia de que la FIFA lo suspendió «a perpetuidad». Lo peor es que Chile quedó excluido de la clasificación. Adiós, Mundial de Fútbol.

—Se cortó con una Gillette el huevón, hiriendo la dignidad de los chilenos. Cuando se supo, tuvo problemas con su mujer y sus compañeros le dieron la espalda —agrega Castillo—. Pero si hubiera sido un argentino, uruguayo o brasileño no estaría suspendido. Sólo en este país uno no puede reivindicarse.

No entiendo, pienso extrañado. Este diálogo sucedió hace una semana y Castillo estuvo totalmente en contra de Rojas.

—¿Por qué tienes el dedo negro? —me pregunta el jefe, que se devolvió sin que lo advirtiese.

—Fui a votar. ¿Acaso no saben que hoy es día de elecciones?

—Déjate de huevear, para eso falta una semana. Además, será la misma huevada. Habrá que trabajar igual —responde uno.

Rápidamente seguimos nuestro camino. Ya en mi oficina, me avisan por teléfono que un fiscal pide «constituirse» en el sitio de un crimen: apareció una puta muerta en El Arrayán. Partimos con Javier, un novato del sur al que entreno por estos días.

Subimos por Las Condes hasta la Plaza San Enrique. A mitad del trayecto le pregunto a Javier si va a votar y contesta: «no sé nada de eso». Después reconoce que no se ha inscrito.

—¿Y usted por quién votará para senador? —pregunta haciéndose el entendido, cuando ya estamos por llegar a la dirección.

—Ya voté —contesto—, por el chico Zaldívar.

Me mira raro y no dice nada.

La casa está en la mitad de un cerro, cerca de un mirador. El cadáver se halla en el patio trasero. Acordonamos para registrar las evidencias, «desde la periferia de la propiedad hasta el cuerpo», le explico a Javier. No encontramos nada. La mujer sólo viste un negligé. Había muerto de un balazo en el pecho, del calibre 38.

El dueño de casa se ve tranquilo, dice que no escuchó nada. Llegó tarde y se acostó. La encontró alrededor de las ocho de la mañana, cuando salió al jardín por unas zapatillas. Nada hace sospechar de él. El equipo químico viene en camino y ellos comprobarán si tiene trazas de pólvora en sus manos.

Examino a la infortunada, es muy atractiva.

—Qué manera tan absurda e injusta de morir —dice Javier.

—Para mí, no —respondo—. El sexo a cambio de dinero es un trabajo más. Tiene sus riesgos, no cuenta la moral ni ninguna otra mierda. Entre dos adultos, sin daños a terceros, ¿dónde está el problema? Dígame, ¿qué es pecado?

Entonces Javier recita como en un trance:

Hombres necios que acusáis
a la mujer sin razón,
sin ver que sois la ocasión
de lo mismo que culpáis (…)
¿O cuál es más de culpar,
aunque cualquiera mal haga:
la que peca por la paga
o el que paga por pecar?

Enarco las cejas con ironía.

—Con el permiso de Sor Juana Inés de la Cruz —digo—, sus versos revelan el machismo de su época.

—Le daré una vuelta, jefe —responde el muchacho y va al auto en busca de una huincha que le pedí.

El proyectil se aloja en el interior de la mujer: le pegó en un hueso y luego se fragmentó. «Al menos su muerte fue instantánea», me digo en voz baja, «solo sintió calor». Aunque quizá su conciencia siguió viva por algunos momentos.

—Oye, Javier —cuando él llega con la cinta—, cuando en el campo se les escapa una gallina sin cabeza… ¿Sigue funcionando el seso?

Se encoge de hombros, sin entenderme.

Repaso en mi mente si marqué bien para diputado. Escogí a Jorge Schaulsohn del PPD, pero con el apuro ya no sé si lo voté.

Por radio me avisan que la víctima no tiene parientes en Chile: era colombiana. Agregan que ya está «OK» la orden de levantar el cuerpo, de modo que le digo a Javier que llame al Servicio Médico Legal y manden su móvil. El equipo químico llegó hace un rato y, como supuse, no encuentran trazas de pólvora en el dueño de la casa.

—Todo en orden —le digo—. Me acaba de llamar mi jefe y le puedo confirmar que no encontramos restos de pólvora en usted. Ya no es imputado, sino testigo.

—¿Cuál es el nombre de su jefe?

—Boris Pasternak. ¿Por qué?

—Como el autor de El doctor Zhivago.

—La gente siempre se fija, es segunda vez que me lo dicen.

Me sigue doliendo la cabeza, ahora más fuerte. El testigo me pregunta qué me pasa y me da unas píldoras, luego una receta. Es médico y, por supuesto, su letra es ilegible. Le agradezco y la guardo en mi billetera.

—¿Es un problema si salgo de Santiago? —pregunta el doctor.

—Ninguno —contesto y me despido.

Camino alrededor de la casa y doy con unas huellas de neumáticos. Las sigo y me llevan hasta el mirador.

—Que tomen unas impresiones de yeso —instruyo al aprendiz, quien llega de pronto—. Seguramente ella practicaba su oficio en un auto estacionado aquí. Se habrá generado alguna desavenencia y salió del vehículo. El tipo (supongo que fue un hombre, basándome en las estadísticas) sacó un arma y la mujer se dio a la fuga. Se debe de haber metido en la primera casa que encontró, la del médico. Su cliente corrió tras ella, mientras la occisa se refugiaba en el patio de atrás. Le dio alcance y disparó.

El detective novato está de acuerdo, mirándome con admiración.

—Obviamente, el médico no pudo escuchar el disparo —prosigo—, ya que llegó pasada la medianoche. Calculo que la hora del deceso fue entre las diez y once.
Miro hacia abajo, por la ladera, y descubro el pequeño resplandor de un objeto metálico. Bajo a los trompicones, afirmándome en espinos y arrayanes, y encuentro un revólver Smith & Wesson de 38mm. Grito hacia arriba que venga un fotógrafo. Una vez sacada la foto, lo pongo dentro de una bolsa de evidencias usando una rama como pinzas. Huelo el olor del cañón.

Media hora después, camino al cuartel, paramos a almorzar en el centro, en un restaurante emperifollado de un excriminal que me tocó detener un día y con el cual, después de reformarse, somos casi amigos. Está acostumbrado a que vaya a verlo, al menos una vez a la semana, pero hoy no está. Pedimos un vino y mientras hojeamos la carta, a Javier se le da vuelta el vaso sobre el terno.

Al rato, mientras el joven está en el baño limpiándose la ropa, miro a la gente a mi alrededor. Llama mi atención una mujer con aire triste y cansado, pese a ser joven. Está en la barra y parece llevar al mundo en su espalda. Su mirada es distante, como si sólo su cuerpo estuviera aquí. Su belleza está marchita, exhala desconsuelo.

Habla algo con el mozo y éste le sirve un güisqui doble. Por su forma de sentarse y sus gestos finos, deduzco que tiene educación. Viste un elegante traje azul y joyas valiosas. Abre lentamente su cartera y saca un cigarrillo, que el camarero le enciende solícito.

La mujer aspira su primera bocanada y queda mirando hacia la calle por una ventana. Nuestros ojos se cruzan, pero estoy seguro de que no me ve. Mira su reloj de oro, Cartier, termina el trago y apaga el cigarrillo en el cenicero. De improviso se abre la puerta y entran dos militares. Van directo hacia ella y la flanquean. Ninguno dice una palabra, ella toma su bolso y se pone de pie, tendiéndole una mano al que está enfrente, que la esposa. Los pocos comensales nos sorprendemos, pero ella se mantiene impávida. Antes de que la saquen, se voltea a mirarme.

—¿Qué pasó? —pregunta Javier, tras regresar.

—Nada —le digo, y pienso en que no será fácil olvidar la triste mirada de la mujer.

Después, ambos con un buen trozo de carne y arroz en la mesa, nos disponemos a comer. Mi joven compañero dice que desde ayer le duele la cabeza. Le comenzó luego de acudir a ese extraño laboratorio colmado de aparatos electrónicas y productos químicos. Nunca habíamos visto algo así. Parecía un set de cine o televisión, con muchas luces, cables, computadores y ese olor…

—La denuncia fue por ruidos molestos —recuerdo.

—¿Por qué no llamaron a los pacos?

—Eso hicieron, fueron ellos los que nos solicitaron. No entendían de qué se trataba el lugar.

—Igual no encontramos nada.

—Ni a nadie —replico—. Me llamaron la atención tantas cosas raras, el Wurlitzer y ese metal tan liviano como una pompa de jabón.

—Y las revistas con noticias que nunca pasaron.

—Cada vez hay más locos en este mundo —y hago el gesto de «nada que hacer».

El papeleo en el cuartel es tedioso, como siempre. A las siete de la tarde me invitan a un cumpleaños, pero no me entusiasma. Un par de horas después, subo en el ascensor hacia mi departamento y me acuerdo de que no pasé por la farmacia. En todo caso, el dolor ha disminuido. Cansado, lleno de agua la tina y me tiendo por un largo rato. «Pobre prostituta», pienso, «tal vez el chico tiene algo de razón». No puedo olvidar la mirada perdida de la mujer.

Luego de acostarme busco algo bueno en la TV. Sólo encuentro aburridas series policíacas. Rápidamente me duermo.

* * *

Al día siguiente, como de costumbre, la alarma suena a las 6 y 6 a. m. y trato de levantarme de un salto. Pero mi esposa me toca el hombro, volviéndome hacia ella. El sexo es automático y aburrido, como siempre. ¿En que momento murió el erotismo entre nosotros? Luego de la ducha, mi mujer me espera en la mesa de diario con el desayuno. Siento deseos de tomarme un café.

—Te preparé un té por tu dolor de cabeza —dice—. Nada de tomar café en la oficina, porque te da acidez y los niños se asustan cuando te ven enfermo.
Me sorprendo hablándole de un procedimiento policial que nunca ocurrió y de un laboratorio con un extraño olor.

—¿Quién ganó? —pregunto después.

—¿Quién ganó qué?

—La elección presidencial tras la dictadura.

—Aylwin, obvio. Después vinieron Frei, Lagos, Bachelet y ahora Piñera. Estamos en el 2013, ¡ubícate!

—No lo puedo creer, fue tan vívido el sueño…

Ella se ríe y afirma que soy una víctima más del «Efecto Mandela». Dice que es la comidilla social desde antes del 21 de diciembre del 2012, cuando pusieron en marcha el Colisionador de Hadrones en busca del bosón de Higgs, la «partícula de Dios».

—El experimento habría creado pequeños hoyos negros —explica—, lo que quizás produjo que nuestras almas se mudaran a un universo paralelo. Para mucha gente fue el fin del mundo anunciado por los Mayas con siglos de anticipación. Desde entonces, nuestra realidad sería otra. Aconteceríamos en multiversos y se arrastrarían trazas de una dimensión a otra… ¡Asústate!

—No tengo la menor idea de lo que hablas. Lo mío es sólo un mal sueño. Soy contador y trabajo en un banco, no tengo nada que ver con la policía —me ofusco.
—Dime una cosa —añado luego—: ¿es obligatorio votar?

—¿Por qué me preguntas eso?

—No lo sé, simplemente se me ocurrió.

—Busca el «Efecto Mandela» cuando estés en la oficina —sonríe.

Al llegar a mi escritorio reviso mi billetera y… ¡encuentro la receta! Con la misma letra ilegible de mi sueño. Bajo a la farmacia y pido el remedio, pero me dicen que se descontinuó hace veinte años.

Busco la dirección del membrete en mi computador. Corresponde a un sitio eriazo en un cerro de El Arrayán. Al cabo de un momento, desisto y dejo la receta a un lado.

A las seis en punto bajo al estacionamiento subterráneo. Como todo viernes, me encuentro con tacos por doquier. Manejo despacio y al final logro llegar a mi edificio. Una vez en el departamento, me llama la atención que no estén los niños. Mi mujer dice que están en las pruebas finales y se fueron a estudiar a alguna parte. No pongo mayor objeción.

—¿Cómo estuvo tu día? —pregunta ella en la sobremesa.

—Como siempre, números, cálculos y más números. ¡Me aburre la vida que llevo! Todo lo hago por esos quince días de vacaciones con la familia.

—No es tan terrible, siempre se puede inventar algo. El matrimonio se creó para necesitarse mutuamente. Hoy haremos una cosa especial: seré tu «puta colombiana». ¿Te parece?

Al rato aparece con un negligé negro, suave y ajustado.

Tenemos sexo del mejor: en la terraza, la ducha y la mesa del desayuno. Recobramos nuestros monstruos internos. No recuerdo nuestra última noche así, hasta nos fumamos la marihuana que guardaba en una cajita debajo del colchón. Me la dio Pasternak, mi jefe, cuando él casi me atropelló saliendo de un motel con su secretaria. Se dio cuenta de que podía confiar en mí, desde ese día salgo del trabajo justo a las seis. A veces imagino a esos dos haciendo sus cosas y yo mirándolos, escondido por ahí. Con una sonrisa de satisfacción y pensando en que la vida no es tan mala, me quedo dormido.

* * *

Al día siguiente, despierto con un dolor de cabeza atroz, en un auto que no me pertenece. En el tablero veo que el reloj marca las 6 y 6 a. m. Contemplo Santiago desde un mirador en El Arrayán. Aún está la luna en el cielo, transparente, y tengo un revólver en mi mano. Huelo mis dedos y percibo la pólvora. Alarmado, abro la ventana y arrojo el arma por la ladera. ¡No puede ser! Estoy viviendo lo que soñé… Pongo en marcha el automóvil y me voy. Pero no sé a dónde ir. ¿A la playa? Necesito poner en orden mis ideas, saber qué está pasando y decidir qué haré. Esto no puede ser verdad.

Llego a un peaje por la Ruta 68, abro la billetera y afortunadamente tengo un billete de cinco mil pesos. Pago y me dan el vuelto. Voy camino a Valparaíso. Necesito refrescarme y estaciono en el restorán Antumapu. No sé cuánto tiempo paso en el baño, lavándome la cara. En los parlantes suena un tema antiguo, de Huey Lewis.

—¿Qué le traigo? —pregunta el mozo, mientras limpia la mesa con un trapo.

—Un expreso doble —digo.

Me lo trago apenas lo sirve.

«¿Y si fue la hierba?», me pregunto. Tal vez el desgraciado de mi jefe le pone algo. Pago y decido irme por la Cuesta Zapata. No tengo apuro en llegar a ningún lado. Ya no sé qué es mentira y qué es verdad. Leo un letrero en la carretera con el nombre de Quintay y tomo el desvío.

Bajo a la Playa Larga y camino sin zapatos por la orilla. Está desierta. En el mar, sobre la superficie, veo un remolino. En el centro despide una luz, parece vibrar. Me recuerda a las luciérnagas. Desaparece de golpe. Debió de ser un fenómeno meteorológico, pienso.

¿Y si fue un campo de fuerza? ¿O un portal que se abre y cierra a voluntad? ¿Cuál voluntad? ¿La mía o la de alguien más? Las cosas no pasan porque sí, me digo. Estoy cansado, desvanecido, perplejo. Han pasado tantas cosas que no entiendo, tengo tanto que pensar y decidir… Al minuto siguiente duermo en la arena.

* * *

El frío me despierta veinticuatro horas después. Estoy desnudo en la cama y todas las ventanas están abiertas. Descubro una mancha de sangre a mis pies. Tras un parpadeo, reconozco mi departamento y de un salto voy al baño. Me miro en el espejo y… ¡soy una mujer! Consulto mi reloj Cartier, son las 6 y 6 a. m., sólo me restan unas seis horas de libertad. Las aprovecharé arreglándome lentamente. Usaré el vestido azul. Llegando al restaurante me tomaré un güisqui doble y fumaré un último cigarrillo. Cuando vayan por mí a la hora acordada, me entregaré. No quiero estar despierta otra vez.

Rodrigo Barra es odontólogo y escritor. Prepara su primer libro de relatos Algo habrán hecho.