Por Aníbal Ricci

La artrosis me está matando. Debo caminar unas cuadras o pronto llegará el día en que no me pueda mover. Paso al lado del kiosco frente a la iglesia y un letrero rojo me invita una bebida. Es domingo y está oscureciendo, me siento entre un montón de mujeres ancianas. Sólo me sé el Padre Nuestro que adaptan mis neuronas. “Si yo no tuviera memoria no podría imaginar”, me recuerda Borges. Apenas escucho las palabras despedidas desde el púlpito como un mantra ancestral. Arrodillarse parece una quimera, requiero de una pócima para dejar atrás el dolor. Observo los cuadros y me detengo en la Novena Estación. Jesús cae en una especie de tercera edad. Veo sus ropas ensangrentadas y no me imagino cómo llegará al final del Vía Crucis. Cae un rayo en medio de la penumbra, me da de lleno e ilumina mi cuerpo. Salgo energizado y compro la bebida. “Somos nuestra memoria”, pero “ese montón de espejos rotos” me resulta doloroso. Me pongo el pijama, me tomo la Coca-Cola y duermo como los ángeles.

Al mes siguiente asisto puntual a la misa. Mi rodilla está más flexible y me hinco ante la prédica. Ahora escucho mejor al sacerdote y mi vista se ha agudizado. Veo claramente las Catorce Estaciones y los colores de los cuadros son tan nítidos que me impresiona la imagen de Jesús clavado en la cruz. Repito cada palabra del Padre Nuestro y del Ave María, de nuevo me cae un rayo y los latidos del corazón me fortalecen. Compro la bebida y antes de acostarme bebo el elixir.

Llego con luz de día y soy de los primeros en llegar a las bancas. Ha pasado un año desde la primera vez, todos los domingos asisto sin falta a misa. En el muro lateral han colgado una pantalla gigante y cuando empieza la ceremonia aparece la imagen de la Virgen, qué moderno, ni siquiera hay que utilizar la imaginación. Aparecen unos subtítulos que en realidad son las oraciones que declama el religioso desde su tarima. Ya no requiero recurrir a mi memoria, las letras se van iluminando una a una como en un karaoke. Sigo la misa al pie de la letra y de improviso el rayo. Salgo a la calle y leo las palabras del enorme letrero rojo: Tome Coca-Cola… El color de la felicidad. Antes de dormir me bebo la botella que me hace sentir más joven.

En la pantalla de la iglesia aparece Jesús hablando ante los Apóstoles. Mañana saldré a andar en bicicleta con mis sobrinos (muchos de mis amigos han muerto) y en la noche tendremos un asado familiar. Hace tres años que voy regularmente a misa, las imágenes se han instalado en mi cerebro. Antes recurría a la memoria para describir anécdotas de juventud, ahora estoy pendiente del futuro y vivo de acuerdo a los preceptos de la televisión. Los subtítulos remiten a pasajes de los Evangelios. Las letras son pequeñas, sin embargo, mi vista ha ido mejorando durante las últimas semanas. Inspiro profundo y mis pulmones están como nuevos a pesar de mis años de fumador. El golpe eléctrico me hace salir a la calle.

Han pasado diez años y me he acostumbrado a prescindir de la memoria. Antiguamente pensaba que Dios no tenía nombre ni rostro, pero ahora estoy colmado de las imágenes que proyectan en la iglesia. Ya no tengo achaques y me siento como Benjamin Button. El año pasado murió mi hijo, pero no tengo tiempo para recordarlo. Me inscribí para una corrida organizada por la Municipalidad de Viña del Mar. Me compré unas zapatillas Nike que me hacen volar por las calles. Repito mecánicamente las líneas bajo las imágenes de la pantalla. Dios es un hombre de barba, muy agradable. El rayo me energiza nuevamente. Percibo muchos mensajes y me camuflo usando ropa de moda. Antes era un viejo de mierda, pero ahora la gente me acepta y me incorpora a sus fiestas. Ni me acuerdo del pasado, tampoco leo libros. Rigurosamente bebo la pócima color café, parece que la felicidad aniquila mis recuerdos.

Hoy asistí al funeral de mi nieto. Todos lloraban desconsoladamente y recordaban episodios que escapaban de mi memoria. Mi hija había tomado el lugar que siempre ocupaba el cura y su discurso eran sólo palabras que se sucedían una tras otra. Prefería las imágenes de los domingos, aunque de verdad no tenía idea qué significaban. Intenté recordar los episodios representados en los cuadros de la iglesia, pero tampoco me interesaban demasiado. La muerte parecía ser fuente de sufrimiento para mi familia, de verdad no los entendía. En la televisión no existían los viejos y la muerte era un tema vedado. Hoy mismo me tocaba noche de baile. La discoteca tiene una barra hermosa llena de tragos de distintas marcas y colores. Me siento al lado de una chica idéntica a la de las películas. Intento entablar conversación y no encuentro palabras. Tampoco tengo nada que decirle. Miro la hora en mi Omega y quedo suspendido en un espacio sin tiempo. Estoy aburrido de tomar Coca-Cola y asistir a misa. Mi salud está impecable, pero la felicidad se ha tornado eterna. Estoy paralizado. Tengo terror a quedarme solo y no recordar nada.