Por Javier Avilés
Pongamos entonces que ponemos un poco de orden y me presento: Si somos memoria no soy nada más que estas hojas de papel que se acumulan sobre la cama, que caen planeando al suelo inundando la blanca habitación. Si somos memoria, tengo que recordarme cada mañana, situar a mi yo de ayer en el último folio escrito, y al de anteayer debo buscarlo en el suelo, quizás extrañamente ordenado sobre la mesita, al lado del vaso de agua. Si somos las cicatrices que el tiempo deja en nosotros, debo hacer inventario de mis pérdidas, de mis ausencias, enumerar las partes de mi cuerpo desgajadas por el tiempo. Esas partes que son yo, pero ya no lo son.
¿Hasta qué punto podemos decir que somos nosotros? Mi brazo, mi pierna, mi ojo, ¿no son también un yo, el mío propio pero otro, ya sin vida, triturados, corrompidos en el cubo de desechos orgánicos de algún hospital? ¿Mi cabeza soy yo? Entonces, si así fuese, la placa metálica que cierra mi cráneo, contiene mi yo, evita que se desborde, que abandone la parte material, el contenedor biológico que lo constriñe. Pero si no hay nada más que carne, mortal y corrompible, mi prisión es mi vida. Y mi vida es una colección de carencias, la historia de mis cicatrices sin memoria. Tengo que hablar, tengo que escribir para mantener sangrantes las heridas, para que el olvido no se apropie de mis amputaciones. Escribo. Soy. Mi nombre es Nuestra Señora de Covadonga. Y así.
Pongamos entonces una ubicación. Un día que se repite indistinguible a lo largo del tiempo. A la noche con su omnipresente luz de luna atravesando las ventanas sin cortinas, ni persianas, sigue la misma mañana con su azul doloroso. Escribo para dotar de continuidad a este limbo claustrofóbico, a esta lechosa uniformidad. La cama, las sábanas, las paredes, la mesa que hay al fondo de la habitación, la enfermera que de vez en cuando entra sonriente con su retahíla de trivialidades que no esperan respuesta, su uniforme, la morbidez de su piel que se adivina bajo la tela almidonada. Blanco y todos sus sinónimos. No nos repitamos, por favor. Albo, lácteo, níveo, cano, 255-255-255. Asolado monocromáticamente me siento perdido en un espacio adimensional, de límites difusos, de improbable realidad. Me afirmo en las excepciones, en el membrete con mi nombre en los folios, en el rojo que a veces mancha las vendas, en las pequeñas imperfecciones del habitáculo donde transcurre este interminable día.
Entonces escribo:
Me llamo Nuestra Señora de Covadonga. Puede que antes fuese otro, que al llegar tuviese otro nombre al que las puertas batientes impidiesen la entrada. Pero sé. Soy. Sé mi nombre, soy mi nombre bordado en la breve camisola, sobre el pecho, bordado con hilo azul. Nuestra Señora de Covadonga. Mi nombre, mi ser, como una esencia negra en el membrete de las hojas en las que escribo. Y en el bolígrafo. Soy Nuestra Señora de Covadonga. Antes de las inexorables puertas cerrándose armónicamente amortiguadas, puede que fuese otro, o que no existiese y las puertas sobre las que golpea el armazón sobre el que me conducen con celeridad marquen el momento de mi nacimiento. Puede. Pero sé. Soy. Con la cicatriz indeleble que poco a poco se cierra sobre mi pecho, con mi nombre bordado sobre la piel con hilo negro de sutura sobre el corazón. Nuestra Señora de Covadonga. Para siempre. Creo que una vez llegué. Lo escribí una vez: «entré con la sorda sonoridad del golpe sobre las puertas y quiero creer, pues la voluntad subordina a la memoria, que luego vi cerrarse las puertas». Lo que escribo es mi memoria. Así que eso es lo que soy, el recuerdo de las imposibles puertas cerrándose, el sonido amortiguado cada vez que las hojas se juntan, cada vez más lentamente, cada vez más lejanas. Soy lo que escribo. Antes, en otro lugar que las puertas niegan, no escribía, así que puede que fuese otro. O que no fuese. Mi memoria es este papel que absorbe el blanco de las paredes. Escribo para anular la blancura, para mancillarla y llenarla con mis carencias. Me falta un ojo. Eso suponiendo que el otro, el que entró aquí, tuviese dos. Quizás tuviese tres o cinco y yo deba estar agradecido a los médicos por tener sólo uno. Tengo un ojo, suficiente. Los otros están vaciados tras la sepultura de las vendas. Media cara y toda la cabeza vendada.
Si me palpo noto algo anormalmente metálico bajo los vendajes. Pero no palpo mucho tiempo. No puedo escribir entonces. Sólo tengo un brazo. Un brazo, un ojo y mi nombre bordado sobre el pecho. Me llamo Nuestra señora de Covadonga y escribo.
Nuestra vida es una sucesión de otros yo atados por la memoria, pero apenas soy yo cada mañana. Me despierto en un lugar desconocido y el esfuerzo de invocar a los otros, a los que fui, no es suficiente para desenmarañar el tupido andrajo que embota mi cabeza. Cada nuevo día supone un asfixiante trabajo de reubicación en el que los sueños no ayudan mucho. Soñé que corría por un carnoso túnel. No importa lo que ocurría, lo cierto es que de repente una revelación me sacudió, devolviéndome a esta mugrienta habitación. «¿Es este el sueño que prometía la enfermera?» Una sacudida de pánico hizo que me incorporase violentamente de la cama, aturdido, descolocado, empapado en sudor frío, febril en una habitación extraña, húmeda y gris.
Memoria. Hotel, dice el yo de ayer, o deduce el de hoy por el número de la puerta. Pregunto qué hotel tiene el número de habitación por dentro, pero no me contesto. Ominoso silencio. Miro el suelo esperando encontrar hojas de papel esparcidas. Todo me parece tan absurdo, tan irreal, que no me sorprendo cuando empiezo a palparme las piernas, los brazos, la cabeza, como esperando encontrar algo, temiendo no encontrarlo. Llevo la ropa puesta. Un traje gris gastado, una camisa que espera volver a ser blanca con exasperados puños rozados, el cuello desgastado, donde flojea una corbata negra o algo deshilachado que pretende serlo. La habitación es un cubo perfecto, podría estar en el techo, sentado en la cama, observando el mobiliario minimalista. Una puerta (1953), una ventana sin persiana ni cortina por donde se filtra (¿Refulgente luz de luna?) el mortecino albedo de una mañana gris, la cama y en la pared opuesta una mesa con una bandeja metálica vacía. Las paredes sostienen el peso de un papel ennegrecido por miles de viajeros, con un decorado indistinguible. Si lo escudriño sé que me hará estremecer. De todas formas tirito, con la boca seca por la fiebre, los labios cuarteados, pensando en carencias en las que no debo pensar. Tengo que beber, salir de la habitación. Me levanto sintiendo todos los músculos agarrotados.
Aún así, debo salir. El pasillo es una pesadilla recurrente que me aturde. Me muevo como un autómata, avanzo dos pasos por el pavimento ardiente mientras veo como todo tiene el aspecto nebuloso de un espejismo. Todo parece hervir acompañado por un ruido sordo, persistente, que me anula mientras me consumo de calor. Golpeo dos veces la puerta 1957. El número por fuera. Una mujer abre la puerta.
Dice: Usted no es usted. ¡Lárguese de aquí! No debería haber venido. Están a punto de llegar y no deben vernos juntos. ¡Corra!
Me cambian de sitio. Corro hasta el agotamiento por pasillos plagados de puertas cerradas.
Me derrumbo.
Y despierto en la habitación del hospital:
Interior noche. Refulgente luz de luna a través de los cristales. La enfermera entra y se dirige a la mesa al fondo de la habitación. Avanza resuelta, ingrávida, deslizándose liviana sobre los asépticos escaques en un silencio utérico. Manipula bandejas y artilugios arrancando a la quietud broncíneos tintineos. El hombre en la cama solloza impotente. Conoce el sonido de los inhumanos instrumentos. Bronce que corta, rasga, separa, sondea, clampea, dilata, penetra, extirpa, trepana. El horror metálico no es más que el preludio. Inmóvil en su cama, con su único ojo sin párpado, sin brazo, sin pierna, con una placa en la cabeza, el hombre no puede más que mirar. La enfermera se gira y la luna ilumina un rostro sin facciones, una superficie continua de piel sin expresión. Avanza hacia la cama, arranca la sábana, deposita la bandeja con el instrumental sobre el pecho del hombre, que quiere gritar y apenas puede esbozar un sollozo ridículamente suplicante. Sus manos experimentadas trabajan con rapidez. Le tapa la boca con un esparadrapo, inmoviliza su cabeza y coloca frente al ojo del hombre una pantalla conectada a una cámara que la enfermera pone en marcha. El hombre puede ver su propio rostro desfigurado, su pecho indefenso en el que la enfermera clava el bisturí, trazando dos surcos paralelos sobre los pezones del hombre hasta más abajo del esternón. Luego un nuevo corte une los dos anteriores. Levanta la piel y los músculos y cambiando rápidamente de instrumento, separa las costillas abriendo una ventana al corazón que late acelerado en el aire nocturno. Luz de luna, roja sangre. La enfermera palpa el cráneo del hombre hasta encontrar la placa metálica. Extirpa la prótesis desgarrando la piel. La luz de la luna arranca carnales brillos del cerebro, que adquiere la textura de un pez eventrado. A pesar del dolor el hombre está paralizado de horror y ve como protuberancias carnosas y afiladas surgen del rostro de la enfermera. Se alargan y aguzan hasta clavarse en las vísceras descubiertas. Una en el corazón. Otra en el cerebro. Cesa el dolor y el miedo. Una voz suena en su cabeza. «Ahora puedes empezar a soñar»
Pongamos entonces que ponemos un poco de orden y me presento, dice el hombre postrado que aparece en la pantalla frente a su ojo.
© Javier Avilés
El autor:
Javier Avilés. Barcelona, 1962. Sostiene el Blog «El lamento de Portnoy»,
http://ellamentodeportnoy.blogspot.com/ dedicado al cine y la literatura.
En Revista Narrativas Nº 4. Enero-Marzo 2007.
Gentileza de Magda Díaz y Morales. Editora de Revista Narrativas: www.revistanarrativas.com
El análisis no solo es preciso en cuanto a los elementos identificados, sino también bastante concreto al momento de expresar…