Por Jorge Muñoz Gallardo

El nacimiento de Juan

En tiempos de Herodes Antipas, el tetrarca de Galilea, vivieron Isabel y Zacarías. Eran de edad avanzada y no tenían hijos por la edad y porque ella siempre fue estéril. Pero Zacarías añoraba un hijo varón que prolongara su descendencia, y a pesar de los años ese anhelo seguía palpitando en su corazón, un hijo con el cual hablar, reír y jugar a los dados. Sacarías era sacerdote y una tarde en que entró en el Santuario de Dios para encender el incienso, mientras el pueblo oraba afuera, se le presentó un viejo calvo, desdentado y narigón que exhalaba un extraño olor mezcla de ceniza, sudor y sal, que sostenía un ala de ganso en la mano derecha y lo miraba con sus ojos grises, penetrantes. Zacarías se sintió atemorizado.

-No temas, soy el ángel mensajero del Señor, -dijo el viejo-, vengo a avisarte que tus ruegos han sido escuchados. Tu mujer, Isabel, tendrá un hijo que llevará el nombre de Juan. Será un orgullo y una alegría para ustedes dos y un gran conductor de su pueblo. Abstemio, vegetariano y valiente, no se dejará seducir, aunque las muchachas bonitas, las viudas jóvenes, los borrachos y las prostitutas lo busquen.

-¿Y en qué voy a reconocer ese milagro? Porque Isabel es anciana y estéril, -dijo Zacarías, sin salir del asombro.

-Mira, yo vengo a darte esta buena noticia puesto que soy el mensajero de Dios, como te dije antes. Pero por ser tan desconfiado te quedarás mudo hasta el nacimiento de tu hijo, y por tus propios ojos te convenzas de la verdad de mis palabras.

Dicho esto, el viejo giró y se fue por una puerta que estaba detrás del altar, dejando una estela de aire caliente y ese olor tan singular. Zacarías quiso correr tras él, pero cambió de opinión al recordar que el pueblo lo esperaba impaciente. Cuando estuvo frente a sus seguidores intentó hablar, ningún sonido salió de su boca, debiendo conformarse con hacerles señas con las manos. Entonces comprendió que el viejo lo había castigado por su desconfianza, que tendría que aguantar la ausencia de su voz hasta que Isabel diera a luz. Y nadie podía explicar cómo y por qué Zacarías había perdido el habla, los rumores iban por todas partes, agregando cada cual lo que su entendimiento e imaginación le permitía. Unos aseguraban que el diablo le había hecho un maleficio, otros que una serpiente le había mordido la lengua, otros que no quería hablar porque se había peleado con Isabel. De boca en boca, de puerta en puerta iban los chismes agregando cada cual más cosas. Y durante todo el embarazo de su mujer, que se mantuvo escondida en casa, sin asomarse ni siquiera al patio, Zacarías no pudo soltar una sola palabra, hasta que por fin ella acusó los dolores de parto y él corrió a buscar a la partera, una mujer baja, gorda, con manos de cantero que realizó su labor con gran habilidad. En el mismo instante en que el pequeño lanzó su primer grito Zacarías recuperó el habla. Abrió los brazos y la boca para agradecer al creador, pero la partera lo hizo callar diciendo que se fuera a otro lado porque debía lavar al recién nacido y acomodar a la madre.

Zacarías abandonó la habitación y fue al patio donde empezó a caminar en círculos, con las manos cruzadas en la espalda al tiempo que pensaba en todo lo que le había sucedido: Ese viejo que le dijo ser un enviado celestial ¿era verdaderamente un mensajero del Señor? Tan feo y harapiento que se veía. Porque eso de dejarme mudo por haber dudado un momento no fue muy bondadoso. Me anunció un hijo y eso se cumplió, no voy a negarlo, pero también el diablo puede hacer anuncios y prodigios, que mañas y pillerías le sobran al cachudo rey de las tinieblas. Mira que, con esa tremenda nariz, con esa boca sin dientes, más parecía un vagabundo que un ángel, además, las alas no se le veían por ningún lado. ¿Y para qué necesito yo un hijo abstemio, vegetariano y alejado de las cosas humanas? Prefiero un hombre sencillo y trabajador que me dé muchos nietos para que me acompañen en mis últimos días. Pero será un profeta según el anuncio del viejo. Un profeta, eso es llenarse de problemas.

Le habría gustado llamarlo Zacarías, pero tendría que llamarlo Juan a pesar de sus deseos. Habían borrado de un plumazo sus derechos paternos para elegir el nombre de su hijo. Esto era lo que más lo amargaba.

Anunciación

El sueño de María fue incierto y embriagador: un ángel, envuelto en la luz de la luna, entraba por la ventana de su cuarto. Una vez en el interior se quitaba las alas, la túnica y se quedaba desnudo. Era delgado, musculoso y muy ágil. Después de mirarla, con sus ojos claros, le quitó la ropa de la cama, ella también estaba desnuda. Hicieron el amor toda la noche, una noche muy breve y a la vez interminable. Al menos eso fue lo que sintió, de manera intensa y confusa, la sencilla muchacha de trece años que deseaba retener al ángel. Cuando despertó, mirando a su alrededor con asombro, continuaba sintiendo en todo su cuerpo las ardientes caricias y al descubrir que estaba sola en la cama, hundió el rostro en la almohada y estuvo llorando durante largo tiempo, pero una pluma blanca que halló entre las sábanas le sirvió de consuelo. La luz del amanecer hería su corazón. Sin embargo, para alegría de la joven, el ángel volvió a la noche siguiente y así se le presentó en forma reiterada, hablándole en un arameo rústico que en los momentos de mayor pasión llegaba a roncos aullidos y variadas obscenidades. Al cabo de tres meses el ángel desapareció y María se halló preñada. Desgraciadamente, el embarazo no era un acontecimiento onírico sino una dura realidad, aunque María siguió creyendo que todo había sucedido en un sueño, un sueño inspirado por Dios. Pero tenía miedo. No sería fácil escapar a la condena social que podía llegar a la crueldad. Una tía vieja, comadrona y celestina, encontró la solución. José, el anciano carpintero miraba a María con ojos de buey; la tía desplegó sus habilidades y a poco andar se celebró el matrimonio que, como sucede en todo pueblo chico, despertó dudas, miradas burlonas y sonrisas maliciosas. María le contó el sueño a su marido que al oírlo se estremeció. Mucho meditó José sobre el sueño de su mujer, hasta que se decidió a visitar al rabino. El rabino era un hombre de unos cincuenta años, bajo, grueso, calvo, con ojillos de serpiente y una cerrada barba gris. José le contó todo lo que su mujer le había referido para explicar su embarazo. El rabino lo escuchó con un silencio expresivo y después de tirarse los pelos de la barba con el pulgar y el índice de la mano izquierda le relató un cuento de la tradición talmúdica que hablaba de los sueños probables y las realidades soñadas. El cuento hizo sonrojarse al carpintero que salió de la casa del rabino con la cabeza inclinada. Caminó a paso lento por las callejuelas estrechas y polvorientas, donde ululaban las palomas y los perros hundían el hocico en los montones de basura. Quería pensar, los sueños de una mujer demasiado joven podían ser como una piedra en el zapato, y si se convertían en realidad eran algo verdaderamente grave. Los comentarios venenosos de la gente no le importaban, pero la criatura que iba a nacer… La comadrona había dicho que sería un niño… No sabía por qué, mas tenía la sensación de que ese niño causaría muchos problemas, no a él sino al pueblo judío. Esa noche no pudo dormir, las ideas le daban vueltas en la cabeza como si fueran tábanos. Mientras, María, con los párpados cerrados, con la inocencia perdida y una criatura en el vientre, respiraba con dulce regularidad en su lecho, él fue al taller donde trabajó sin pausa. Cuando la luz del sol empezó a brillar y los pájaros dejaron oír su canto había terminado su obra: una cruz.

PRIMERA PIEDRA

La hermosa mujer cruzó la arena corriendo hacia el templo. Pero, antes de llegar al pórtico cayó de rodillas, con la cabeza inclinada y el rostro entre las manos. El llanto la estremecía agitando sus hombros. A su alrededor se agruparon sujetos de mirada dura, en las manos llevaban piedras, dispuestos a lapidarla como ordena la ley de Moisés hacer con la mujer adúltera. En ese momento apareció Jesús que amonestando a los hombres dijo: “Arroje la primera piedra el que nunca haya pecado”.

Una piedra voló por el aire y golpeó en la cadera a la mujer. La había lanzado un niño de unos seis años; era su hijo.

PALABRAS DE JUDAS

Era la última cena, los discípulos compartían con el maestro. Judas cogió la copa y se puso en pie. Los demás lo miraron con atención. Judas habló con voz fatigada:

-Les voy a revelar un secreto. Voy a traicionar al maestro. Cuando estemos en el huerto de los olivos lo voy a entregar a los guardias para que lo detengan y lo lleven ante el sanedrín. Sufrirá el martirio y acabará en la cruz.

Detuvo un instante sus palabras para tomar aire y paseó una mirada inquieta por todos los presentes. Los demás apóstoles lo observaban en silencio, sin dar crédito a sus oídos. Judas volvió a hablar:

-Pero, no me consideren un individuo perverso, no lo soy. En realidad soy un instrumento de Dios. Sin mi abominable actuación no podría cumplirse el plan divino. Consumada mi traición el maestro irá al cielo, yo al fuego que nunca termina. Soy el que se sacrifica para gloria del que se ha hecho hombre para redimir a las criaturas humanas. Mi nombre será maldecido, el suyo cantado en alabanzas. Ahora levanten sus copas y brindemos.

Los apóstoles contemplaron a Jesús que permanecía en silencio, sin que ninguna emoción se reflejara en su rostro, luego dirigieron la mirada hacia Judas diciendo a coro:

-No te creemos.

Judas colocó su copa en la mesa y volvió a sentarse, parecía agotado y envejecido. Jesús lo miró, el otro también. Entre ambos había un enigmático entendimiento.