Por Omar López, Puente Alto, 27 de julio 2023

Entre los distintos tipos de soledades, tal vez la menos helada sea la soledad de estar con uno mismo. Mejor dicho, es posiblemente, la más recomendable como ejemplo de autonomía existencial y exploración de espacios íntimos y, algunas veces, hasta inconfesables. Ese divagar por la jungla de las emociones y los actos no es en ningún caso, el desacreditado “pasarse rollos” o volarse frente a una realidad apremiante, mecánica y utilitaria. Estar solo y tranquilo ante el espejo muchas veces nebuloso de la conciencia y los actos consumados, es un ejercicio de ventilación anímica para dibujar la sonrisa más allá de un cuarto oscuro o en el fondo escarchado de una noche sin luna.

Seres supuestamente “pensantes” o racionales que deambulamos a diario en el enjambre ciudadano, no estamos programados para ver lo que vemos ni traducir en palabras certeras, lo que sentimos. Es algo así como un interminable desfile de autómatas apresurados que van a ciertos lugares, llámese oficina, fábrica, escuela o familia. El día como escala de tiempo. El año como techo de sueños y los minutos como pan infinito.

Hoy, a media tarde observaba a un solitario gato paseando en un parque enorme, (de su completa propiedad, por supuesto) con esa parsimonia de fina y bigotuda factura, ajeno incluso a algunas palomitas que, por ahí, bailaban. Un gato que, para mí, es un constante misterio de al menos, tres años. El recinto donde habita pertenece a una congregación de monjitas que hace rato, abandonaron ese lugar. Ese tipo de soledad felina es un modelo para armar: respira naturaleza y ocio; acumula libertad y una serena convicción de felicidad secreta. No escucha los aullidos del metro; no es esclavo de celular alguno; no paga con tarjeta electrónica ningún apremio; no tiene sed de competencia ni hambre de vitrinas; no está sujeto a ningún ansioso control remoto de salida o de entrada a nada; es dueño de su universo y conoce sus trampas y, sobre todo, al decir de Neruda… “sabe lo que quiere”.

La soledad entonces, asumida como una construcción personal, habitable y cómoda con vista al mar, tiene su encanto. Eso sí, hay que dormir poco. Porque también esta soledad implica crecimiento y un afán de persistir en las propias fortalezas y no dejar de buscar esa fibra de creatividad y confianza que late (o debiera latir) en cada ser humano. Y se crece, leyendo; escuchando lo que nadie escucha y mirando lo que pocos miran. A veces, es necesario imaginar otra puerta detrás de cada puerta y tal vez, esa sea la verdadera.

Como ese anónimo gato vecino, que se desplaza con pasos de serena confianza en el próximo paso, uno debiera saludar la luz de cada día.