El fallecimiento de Jorge Edwards, el viernes 17 de marzo, me motivó a resucitar, sin mayores cambios, esta ponencia sobre Los convidados de piedra, presentada hace más de 20 años en un congreso de romanistas escandinavos. Considero que esta novela de nuestro Premio Cervantes es una de las mejores de su producción en este género. Además, ella cobra una especial vigencia este año en que se conmemoran los 50 años del golpe de Estado en Chile.

Sergio Infante Reñasco

El precio de la ruptura en Los convidados de piedra, de Jorge Edwards1

Nos proponemos hacer una lectura de Los convidados de piedra (1978)2, del autor chileno Jorge Edwards (1931), que muestre cómo se manifiesta el tema del poder, uno de los tópicos dominantes en esta novela. Conviene empezar señalando que dicho tema aparece plasmado de diferentes maneras; así, por ejemplo, en el seno de la familia, en un grupo de amigos, en una determinada clase social o abarcando el conjunto de la sociedad chilena en un periodo histórico que se extiende desde la revolución de 1891 hasta octubre de 1973, es decir, hasta poco después del golpe de Estado que puso fin al gobierno de Salvador Allende. Sin embargo, este trasfondo histórico no restringe lo relacionado con el poder a lo puramente político, el tema es llevado además, en un ir y venir por los meandros de una estructura novelesca evidentemente laberíntica, a otras dimensiones que se alejan de lo público para tocar jerarquías, normas, transgresiones y rupturas en esferas más privadas.

Se plantea entonces la necesidad de encontrar una definición del poder lo suficientemente abarcadora como para visualizar las distintas variantes de nuestro tema en Los convidados de piedra. En este sentido pensamos que resultan muy útiles las palabras de Michel Foucault que plantean el ejercicio del poder como “[u]n conjunto de acciones sobre otras acciones” (Foucault, 1995:181). Esta definición permite, por un lado, reconocer lo fundamental en la naturaleza multiforme del poder y, por otro, la obstinada resistencia que supone su ejercicio. A partir de tales premisas y atendiendo a la realidad de la novela de Edwards –es decir, de las historias que se nos cuentan, de la instancia narrativa, polifónica y conversacional, del discurso memorialístico, reflexivo a veces, otras paródico y carnavalesco, siempre tocado por la ambigüedad que como dice Shaw “cobra cada vez más importancia” (1981:209) – queremos proponer, a modo de hipótesis, que lo que subraya constantemente el tema del poder, con independencia de cómo y a qué nivel éste se manifieste, es, por una parte, la fuerte presencia de la entropía3 que afecta al orden de las familias y al orden de la sociedad en su conjunto y, por otra, la consiguiente acción de los mecanismos restauradores con que esos órdenes aseguran su propia supervivencia. Es decir, el tema del poder en Los convidados de piedra se manifiesta como una crisis; cuyo síndrome más destacado parece ser lo que la propia novela señala como “el secreto deseo de muerte de la clase alta” (64), clase que, sin embargo, en los momentos decisivos reafirma, como sea, su voluntad de considerarse dueña de los destinos del país.

Para entrar en materia, veamos la fábula básica sobre la que se sostienen las historias que se entrecruzan en esta novela, formulándola de la siguiente manera:

Un grupo de amigos, en el cumpleaños de Sebastián Agüero, en octubre de 1973, evoca lo que más tarde, uno de ellos pondrá por escrito. En la conversación, prolongada hasta al día siguiente por el toque de queda, surgen ocupando el primer plano unos personajes que no participan de la fiesta porque, según el decir de los propios comensales, no han sobrevivido a la catástrofe. Estos son los convidados de piedra.

Aparte de que este evocar conversacional condiciona en gran parte la estructura laberíntica de la obra, destaca la manera en que se va llevando el contrapunto entre los acontecimientos que afectan directamente a los personajes y el trasfondo histórico. Esto tal vez sea así debido a que la diferencia que se establece entre supervivientes y derrotados en el marco de algo que es considerado por los primeros una catástrofe, exige ser explicada, aunque el resultado de su esclarecimiento no sea más que el conjunto difuso de esas evocaciones, de hechos narrados repetitivamente, desde distintos ángulos, por múltiples voces de las que a veces ni siquiera el narrador básico y cronista del grupo parece saber cómo han obtenido la palabra. Se produce, entonces, la irrupción de unos convidados de piedra que son ponderados como “los ausentes, los de nuestro grupo que terminaron mal, [los que] eran probablemente, aun cuando se hubieran equivocado medio a medio, los más íntegros, los de fibra más sólida” (15), para inmediatamente ser valorados en sentido completamente inverso:

O quizás eran los más desesperados y los menos lúcidos. En medio de la euforia de esos años, una euforia que no dejaba de tener aspectos suicidas, instintos subterráneos, escasamente conscientes de autodestrucción, habían desdeñado ese mínimo de cálculo que nosotros aplicábamos siempre, sobre todo en los momentos más vertiginosos, de mayor peligro, y que a la larga nos permitió sobrevivir (15).

Como sea que se juzgue a estos derrotados, lo que queda en claro es que esas acciones por las que terminaron mal son marcas de entropía que afectan al sistema, que los mentados sobrevivientes integran e intentan restaurar, quizás instintivamente o guiados por curiosos mecanismos de mala conciencia. Por paradójico que parezca, dicha restauración resulta imposible si no quedan de alguna manera incorporadas esas figuras incómodas y disidentes, urge situarlas en pertenencia aunque no sea más que para condenarlas o absolverlas póstumamente. Esto se entiende mejor si se toma en cuenta el origen social que cohesiona tanto a los asistentes al cumpleaños de Sebastián Agüero como a los otros: la cuna burguesa y oligarca, el aristocrático y excluyente balneario de la Punta (sin duda una representación de Zapallar), donde se han encontrado cada verano a lo largo de sus vidas. Esa es la extracción social que los vincula, aparte de haber pasado ya los cuarenta y pertenecer a una generación caracterizada por manifestaciones de rebeldía de diferentes grados: limitada y ya pretérito en la mayoría de sus exponentes, abiertamente rupturista, en los menos, como en Silverio Molina, el principal de los convidados de piedra:

[…] Había que concluir que éramos hijos del fuero parlamentario, del cohecho, de los privilegios caciquiles, y nuestra rebeldía se manifestaba en un espíritu de destrucción y autodestrucción, una exasperación anárquica sin posibilidades de acción social efectiva, puesto que se basaba, en el fondo, en el desprecio, en un desdén clasista que llevó a Silverio a la encrucijada de esa tarde en la playa del Pirata[…]. En él se produjo, por el hecho de tocar los límites, un vuelco de noventa grados […], pero nosotros continuamos encadenados al mismo banco, obnubilados, cómplices y víctimas del mundo que nos había parido (91).

Tanto en esta reflexión del narrador cronista, como en otras y en las anécdotas, a veces banales, que surgen de la dinámica misma del opíparo y regado cumpleaños –tan distinto al del año anterior que, por la “huelga de camioneros, había consistido en un par de míseros pollos con arroz, frugalidad que había alimentado, más que el estómago, las iras de los comensales (11)– se busca la explicación de esa entropía. Ahora que todo parece haber pasado y que el orden público se ha restablecido aunque sea bajo el terror de las patrullas militares, se persigue afinar la restauración en el ámbito de lo personal y de lo afectivo. Para ello se hace imprescindible la presencia de quienes se pusieron en la otra orilla, aunque sea para seguir sintiendo el alivio de no haber caído como ellos, para admirarlos en secreto o para aborrecerlos y temerles como a seres monstruosos, pertenecen a su sistema aunque en un momento hayan representado la amenaza, la posible destrucción. La identidad del grupo se desdibujaría sin ellos, especialmente en lo que respecta a la capacidad de sobrevivir, pese a todo, y de reafirmar sus privilegios de clase, sus arrogancias mal disimuladas.

De manera que, al menos desde la temática del poder, esas son las razones para que en una fiesta de burgueses reposados y más o menos satisfechos cobre tanta fuerza la ya invisible presencia de seres transgresores como el Tito, nieto de uno de los prohombres de la Punta, a quien la máquina antimasturbatoria destinada “a proteger a la Familia” (133), naturalmente inventada por un cura, no logra detener los ríos de simiente derramada; como el Pachurro del Medio, a quien la rígida censura de su hermano el Pachurro Mayor, connotado miembro del Opus Dei, no es suficiente para impedir sus escapes sadomasoquistas ni sus arrebatos de misticismo exótico; como Guillermo Willians, militante de extrema izquierda que terminará viviendo exiliado en Suecia, dispuesto a rehacer su vida; en fin, como Silverio Molina, hijo y nieto del latifundio y las costumbres feudales, que rompe con todo y se hace comunista manteniéndose en esos principios hasta el fin de sus días.

Silverio Molina, encarnación de una crisis

Como ya se ha dado a entender, gran parte de lo narrado en la novela se desarrolla en torno a la figura de Silverio Molina. Este personaje descuella –pese a que en la obra se tiende hacia un protagonista colectivo– y esto no se debe únicamente a su frecuencia de aparición sino, sobre todo, a la movilidad que tiene, puesto que es él quien, al desplazarse de un campo semántico a otro, desencadena muchos de los acontecimientos4. Esta movilidad implica casi siempre una transgresión a las normas dictadas por el orden de las familias, y en consecuencia como en ningún otro de los agonistas se manifestará en él la entropía.

Paradójicamente, la condición transgresora de Silverio se destaca aún más si se toma en cuenta su calidad de genuino representante de la Punta, no es un advenedizo que con solo irrumpir en un mundo cerrado lo altera. Esa imborrable pertenencia permite que sus despropósitos juveniles y, más tarde, la opción política que cambiará radicalmente su vida haga de él un sujeto enormemente complejo cuya problemática personal es capaz de representar alegóricamente gran parte de la crisis de conducción de la sociedad chilena en un momento histórico dado. En Silverio –gracias a la forma en que se configura la narración, con la multiplicidad de las voces, con la ambigüedad que se pone, por ejemplo, al contar ciertos episodios usando la repetición y la variación del punto de vista, con las transmutaciones de género que se producen cuando el texto transita entre lo épico y lo paródico, con la conjunción cómico-serio que fusiona lo carnavalesco con lo reflexivo– es posible observar, a veces en un mismo gesto, las presencias de la tradición, la decadencia y la transgresión. Asimismo, quedará a la luz el fracaso rotundo del personaje a pesar de su estatura moral. Esta, a la postre, es superior a la de quienes le sobrevivieron y celebran la restauración de sus privilegios, dispuestos a justificar el peso de una dictadura que desde sus primeros días se muestra implacable.

Para ahondar en esto, resulta pertinente detenerse, entonces, en la forma en que se manifiestan la tradición, la decadencia y la transgresión en Silverio Molina. También debe examinarse el modo en que estas características se combinan, con el propósito de entender la conducta de Silverio como expresión de la crisis que atraviesa tanto una clase como el conjunto de la sociedad en un periodo histórico determinado.

La tradición

Es el origen el elemento que con más fuerza liga a Silverio a una tradición patriarcal. En esa convergencia entre lo rural y lo mundano que da forma a la atmósfera social de la Punta, es fácil relacionar a Silverio Molina con lo campesino debido a que las tierras de su familia limitan con el balneario. Los Molina viven preferentemente en el campo y se identifican plenamente con él5; prácticamente es el poder y el dinero lo que los diferencia de sus peones y los sitúa señorialmente a la cabeza de una vieja estructura patriarcal de tipo rural. Esto es indiscutible y no lo impide el hecho de que sean visto por varios de los refinados veraneantes, y muchas veces sin conseguir ocultar del todo una vieja y nostálgica admiración, como verdaderos salvajes, hasta el llamarse Silverio pareciera subrayar esta condición.

Por otra parte, apellidarse Molina, en el contexto de la Punta, es estar ligado a lo fundacional, tiene por consiguiente connotaciones paradisíacas que remiten a un José Silverio, el Fundador (56) y a un corregidor Molina, lo que hace que ese salvajismo advertido en sus descendientes adquiera prestigiosos ribetes de epopeya

[…] y Silverio salió a la noche, fatigado, sintiendo las piernas tan endebles como debía sentirlas don Marcos Echazarreta. Su padre había sido capaz a los sesenta y tantos años de beber ocho días seguidos, escuchando los chascarros del tío Santiago, que sentaba en su falda a una muchachita de quince años, sobrina de una puta, y le enseñaba a cantar los versos de un cuplé muy bonito que había oído alguna vez en Madrid, el rasgueo de las guitarras, viendo los pases de prestidigitación del Camarón Alzate, que según las crónicas había perdido la playa de los Queltehues jugando al cacho con Silverio el Abuelo, sin chistar, y su tatarabuelo, el corregidor don Silverio de Molina y Azcárate, había, según rezaba la leyenda, domando potro a los ochenta y uno, además de engendrar hasta los ochenta y cuatro, hijos en las hijas de sus inquilinos, hijos que las crónicas le habían atribuido hasta después de muerto, pero él heredero de una fuerza que se trasmitía de generación en generación, sin que prevaleciera la hostilidad o la astucia de los otros, sentía ahora un cansancio completamente inexplicable. (54-55)

La epopeya campestre y dionisiaca que, de alguna manera, remite en lo que acabamos de citar a dos sentidos opuestos, el del origen y el de la decadencia, tanto de su personaje como de su entorno familiar. En cuanto al origen, la figura del tatarabuelo pareciera encarnar el poder en su máximo apogeo y vitalidad, ya que no sólo le basta con poseer la tierra y el privilegio de administrar la justicia, según puede deducirse de su cargo de Corregidor, sino que además es capaz de mostrar la fuerza de su dominio hasta muy avanzada edad domando potros, es decir, sometiendo a un animal que simboliza tanto lo indómito como la capacidad engendradora por antonomasia. Como si esto no bastara, las crónicas lugareñas, independientemente de la ironía rabelesiana del texto, le atribuyen al tatarabuelo una condición de semental que no se agota ni con la muerte, convirtiéndolo en el potro de los potros, siempre a la cabeza de la manada; en el patriarca por excelencia, poderoso pero a la vez creador. La hiperbólica epopeya rural está a un tris de convertirse en mito, sobre todo por la remisión al origen y porque el Corregidor encarna como nadie un modelo de conducta.

La dinastía de los Silverio establece una especie de saga, y el devenir de esta nos lleva en una dirección opuesta a la del pasado grandioso; es decir, a la decadencia que puede observarse de manera soslayada en el pasaje recién citado al nombrar este la sensación de perder la fuerza hereditaria, sentida por el último de los Silverio Molina. Dicha fuerza no es otra que la fuerza del poder; aunque se manifieste como vigor corporal al que el exceso de alcohol pareciera haber minado, es la premonición de una decadencia que va más allá de lo físico y de lo individual. Además, como el texto lo indica, Silverio a diferencia de sus mayores carece de la hostilidad y la astucia, necesarias ambas para ponerse a la cabeza del poder dentro de un esquema patriarcal.

Pero a la decadencia de Silverio Molina y a las posibilidades de salvación personal que emprenderá, nos referiremos más adelante. Antes de entrar en ello, en la ruptura que implica y en el precio de esta, veamos qué elementos oriundos de este poder rural y patriarcal arrastrará el personaje cuando decida situarse en oposición al mundo del cual proviene. Al respecto, en primer lugar hay que señalar en Silverio, al menos en un comienzo, un desdén aristocrático6 por todo lo que sea un orden externo, emanado de un poder central, que coarte su forma de ser y su libertad personal:

En esa época, dijeron, la célula del partido había empezado a reunirse en las tardes en la casa de Silverio, porque él mismo se había adelantado a ofrecerla y, de todos modos, tenía más espacio y era más cómoda que la de cualquiera de los campesinos y pescadores del lugar, incluyendo la de Antolín, el carpintero, y Silverio, además, había innovado en pro del bienestar colectivo y de las consecuencias de variada especie que ya se verían, colocando jarros repletos de vino en la reuniones, vino litreado, se entiende, y de vez en cuando unas pasas, unos pedazos de charqui, algún comistrajo cualquiera (167).

Este pasaje se refiere a una época en que Silverio ya hace tiempo que ha roto los vínculos con su clase social y se ha convertido al comunismo, sin embargo, como puede verse, se las arregla para imponer sus formas de conducta a la célula en que milita, transgrediendo con ello la estricta disciplina partidaria. Con todo, tratará, aunque no siempre lo consiga, de cambiar sus hábitos y de enmendarse, incluso sorprenderá su humildad al aceptar las críticas y reprimendas de sus superiores en el partido (250), humildad que contrasta con esos arrestos de aristócrata que de cuando en cuando vuelven a florecer (287). En medio de esos rasgos frondistas, de “pije anarquistoide” (287), quedan en pie, sin embargo, tanto la sinceridad de Silverio en su opción por el comunismo como la capacidad de un sistema –en este caso el partidario– de absorber y transformar la entropía.

Pero volviendo a la tendencia aristocratizante de ponerse a la cabeza del grupo, en el caso de Silverio Molina esta no se revela únicamente al tratar de manejar las reuniones partidarias imponiendo sus hábitos etílicos y anárquicos, también se atisba en ella una propensión a un liderazgo político más público, que en su caso obedece más bien a un idealismo que a una ambición de poder:

Si la memoria no me engaña, fue Pipo Balsán el que estuvo presente en una discusión en la que Silverio, que había sido designado candidato de la izquierda al municipio de Mongoví, trataba de convencer a Emeterio Águila, el viejo inquilino de los tiempos de su padre y de su abuelo, para que votara por él, hijo y nieto de sus patrones, que ahora en virtud de un vuelco del destino que Emeterio, si no fuera un cabeza de alcornoque, debería agradecer, defendería los intereses populares, es decir, los tuyos no los de tus explotadores (estólido silencio de Emeterio, mirada penetrante y a la vez inescrutable, inexpresiva) en lugar de votar por Maturana, un hijo de campesinos que había llegado a ser propietario de dos destartalados camiones y había asumido de inmediato la defensa de los capitalistas (193).

Se deja ver aquí cómo el personaje se sitúa enfrentado su pasado mediante la política. El hecho de que sea el candidato izquierdista al municipio lo sitúa coyunturalmente a la cabeza de todos los que en la zona están en contra del orden establecido, ya que ha asumido la defensa de los intereses populares. Pese a todo, dicha actitud no es suficiente para convencer al viejo inquilino de su padre, puesto que éste percibe la situación desde un orden que considera “natural”, y natural para Emeterio es lo que hace el candidato Maturana, que esforzadamente aspira a compartir ese orden, Silverio, en cambio, procede a subvertirlo. Con su silencio y perplejidad Emeterio Águila expresa una desconfianza hacia las nuevas ideas que se le sugieren y hacia el viejo conocido que se las propone. Romperá su hermetismo para preguntar: “¿Qué quiere que diga, pu’s, patrón?” (195); es decir, desde el punto de vista del inquilino, a despecho de lo honesto que sea el izquierdismo de Silverio, este sigue siendo de alguna manera el patrón, no puede borrar esa imagen, de allí su gran desconcierto. Por lo demás, tal desconcierto se ve aumentado debido a la crisis social manifiesta en el hecho de que el candidato de la derecha sea un pobretón, mientras que el de la izquierda paradójicamente sea un hijo de una de las familias más pudientes y tradicionales de la región, incoherencia que muestra el carácter dinámico de las relaciones de poder, la inestabilidad que dejan traslucir aun las aguas más quietas.

Silverio jamás saldrá elegido para cargo político alguno; a pesar de su esperanza, sus huestes en la Punta y Mongoví son más bien escasas. Por otra parte, como se ha dicho más arriba, a diferencia de sus antepasados carece de aptitudes para el mando que se vinculen con el temor, con

[…] el infinito goce del poder sin trabas de conciencia, sin complicaciones morales: voces de mando [de Silverio el Viejo] que retumbaban en las bodegas, gritos a los inquilinos desde la torre donde los enfocaba con un catalejo de almirante y los sorprendía, más de alguna vez, durmiendo debajo de un sauce, despatarrados, panza arriba, con la cara vinosa tapada por la chupalla, ¡rotos sinvergüenzas!, a esos indios había que mantenerlos con la rienda muy corta (112-113).

Silverio no sirve para mandar, su fracaso como administrador del fundo de la familia, a pesar de sus estudios de Agronomía, lo demuestra. No ha heredado la fuerza represiva necesaria para el ejercicio del poder, además ha optado por un camino diferente. La fuerza de los Molina se reduce en él a la fuerza física, despojada además de su carácter mítico desde el día crucial de la pelea con el afuerino a la cual nos referiremos más adelante.

Finalmente, como otra ligadura con su pasado tenemos la aparición, en Silverio, de un sentido señorial del deber y de la necesidad de guardar ciertas formas, aspectos que se vinculan a sentencias oídas en su familia, especialmente a la madre, y que surgen como brotadas desde el fondo de la conciencia, en los últimos años del protagonista. Estamos en un periodo en que el país vive una de las encrucijadas más difíciles de su historia, y Molina demuestra tener gran disciplina y entrega a la hora de apoyar el gobierno de Salvador Allende (286). Es prudente recordar que Silverio como izquierdista no es ningún advenedizo, a pesar de su origen aristocrático, ha estado con Allende desde su primera campaña y comprende que al nuevo orden, implícito en el triunfo popular, hay que revestirlo de una cierta formalidad, él contribuye a esto con su actitud personal y recurriendo en las situaciones críticas a viejos consejos oídos a sus mayores (286). Esto, dicho sea de paso, nos muestra que un orden por muy reciente que sea lleva implícito una cierta herencia, gestos y actitudes que arrastra del pasado y que se sienten necesarios –aunque no en todos los casos realmente lo sean– a la hora de consolidar lo nuevo.

La decadencia

Entendemos por decadencia el descenso de un individuo o de una organización social desde un plano considerado como superior a otro que se le sitúa más abajo. No basta, sin embargo, con que los hechos concretos estén indicando un declive sino que, además, estos deben ser sancionados desde un determinado punto de vista. En el caso de Silverio Molina nos vamos a encontrar con que su decadencia no se nos presenta en constante descenso, y que esto no ocurre únicamente por los esfuerzos del personaje por alcanzar un mejoramiento en algunos aspectos de su vida, sino también a causa de que en el relato la sanción de su conducta varía gracias a la naturaleza polifónica de la narración. El lector, guiado por el personaje cronista –que ha puesto por escrito tanto lo dicho como el decir y por lo tanto ha diseñado una cierta estrategia de lectura–, tiene ante sí un balance no siempre fácil de dilucidar donde decadencia y salvación personal se cruzan en una ecuación paradójica.

Como lo hemos insinuado más arriba, la pérdida, por parte de Silverio, de esa fuerza descomunal que ha caracterizado a los Molina en toda generación y que a él le ha dado fama de matón pueblerino, es un hecho individual pero que en el plano simbólico –por la representatividad del personaje y de su entorno familiar en el mundo de la Punta– expresa la merma del empuje y de la visión de una determinada clase social para resolver situaciones concretas, la disminución de la fuerza equivale entonces a la mengua del poder; veámoslo en detalle.

En rigor, casi todo lo que se nos informa acerca de Silverio está marcado por episodios de decadencia que funcionan como nudos que van uniendo su historia y en los que se insiste mediante la técnica de la repetición. El primero de estos da cuenta del momento en que el personaje es azotado por su padre debido a que don Marcos Ezacharreta acusa al muchacho de haberlo espiado y empujado provocándole una caída. Para Silverio, esto supone un acto de humillación e injusticia ya que goza de una fama de joven salvaje (25) y es azotado en público por algo que considera una calumnia (27).

Silverio tendría unos dieciséis años cuando ocurrió este incidente; otro, el que será decisivo en cuanto a su decadencia y cambiará su opción ante la vida, sucederá diez años más tarde. Se trata de la famosa pelea con el afuerino, donde no sólo caerá el mito de su fuerza física extraordinaria reduciéndose a una bravata (84), sino que además el personaje irá a parar a la cárcel por dar una cuchillada a su contrincante. Aparte de lo personal, este incidente señala el inicio de la declinación de la Punta7 en cuanto lugar cerrado y excluyente.

Recordemos que Silverio al enterarse del atropello sufrido por su madre en la playa, organiza de inmediato una operación punitiva, pero durante el pugilato con uno de los supuestos agresores se ve en duros aprietos y ciegamente recurre a un cortaplumas. Una de las tantas versiones de este incidente la cuenta el propio Molina en un bar cuando está desesperado y no sabe qué hacer:

Reconozco que fui una bestia. ¡Una bestia por la grandísima puta! Llevaba más de una semana farreando […] y el puñetazo en la oreja me trastornó: tenía que hacer algo para que el tipo, que parecía llevar acero en los puños, no me ahogara al golpe siguiente, para que no me hundiera el esternón y me hiciera escupir sangre. Así fue, no más. ¡Qué quieres que te diga! Me sentí perdido y metí la mano al bolsillo en forma instintiva, y cuando él hizo ademán de agacharse, de recoger un palo, me asusté y le tiré el navajazo (83).

Aunque la causa concreta de la pérdida de la fuerza física sea en este caso el exceso de alcohol y de juerga, el propio Silverio entiende que el recurso desesperado del cortaplumas señala una debilidad de orden moral. Como puede apreciarse, la confesión del personaje revela que éste es noble y honesto, incapaz de ocultar sus debilidades, y que se ha visto envuelto en un hecho desgraciado por oponerse a algo que considera un atropello. Sin embargo, esto no basta para impedir que, apenas se hayan enfriado los ánimos, Silverio sea considerado por los suyos como un perdido, un alocado, amén de borrachín, al que se le “anduvo pasando la mano” (111), y que, en consecuencia, estimen que vale más la pena dejarlo en la estacada que aparecer ellos mezclados en un episodio bochornoso. Por su parte, el mundo más allá de la Punta y antagónico a la clase social que esta representa verá en el incidente una expresión de abuso y arrogancia, convirtiendo a Molina en un vulgar “pije cuchillero”(165). Este apelativo, aparecido en plural en los tabloides (121, 158), no sólo subraya el camino descendente del personaje sino que ensombrece su entorno. Esto último contribuirá a que se acentúe el abandono, sobre todo cuando Molina vaya a parar a la cárcel y su decadencia toque fondo, se ha vuelto demasiado incómodo. En este sentido la actitud de su propia madre frente a lo ocurrido es reveladora:

Silverio sólo había visto llorar a misiá Eduvigis la noche de la muerte de Silverio el Viejo […] pero ahora también echó una lágrima, muda, y luego se la restañó con la punta del pañuelito que llevaba siempre adentro de la manga izquierda. Bien, dijo con un gesto de estoicismo: menos mal que tu padre está en la tumba. Así no podrá verte…[…]
Ni siquiera hizo notar, comentó alguien, que se había metido en ese lío para defenderla, sacando la cara por la familia, por las tradiciones puntinas.
Eran tradiciones que habían hecho crisis. De manera que Silverio, como último retoño de los Molina, tenía que pagar las consecuencias. O incurrir en un acto de traición… Su fidelidad, a esas alturas, resultaba suicida, además de extravagante (86-87).

La pena y severidad de la madre se debe tanto al hecho mismo de la cuchillada como a las consecuencias sociales de ésta que afectan y afean el honor de la familia, de ahí la alusión al padre difunto. Silverio comprende que no cabe ya ningún argumento a su favor y calla ante su madre las razones que justifican su actuación, entiende que el resultado de ésta ha sido diametralmente opuesto al de su intencionalidad. El comentario del narrador apunta con vehemencia a las causas de tan rotundo fracaso: la apuesta de Silverio por la fidelidad frente a la traición se torna en una falsa disyuntiva y se vuelve suicida, un anacronismo molesto que lo único que consigue es subrayar la profundidad de una crisis en momentos en que interesa más sostenerse manteniendo la imagen y el decoro que defendiendo los casi extintos valores de un exclusivismo feudal; no hay cabida para los reparadores de entuertos especialmente si actúan en forma tan grotesca, su pureza atenta contra el decoro y sin proponérselo hace más vulnerable lo que se busca defender. Desde el punto de vista del poder, la fidelidad de Silverio es recalcitrante, un manotazo desesperado carente de toda funcionalidad.

Por otro lado, resulta sintomático ver cómo el episodio de la cuchillada ocurre en un contexto local y nacional que algunas voces en el texto también sancionan como decadente, ya que el mundo cerrado de la Punta ha sido vulnerado y en el país gobierna el Frente Popular, y aunque éste se halle en sus últimos días, ha significado un desplazamiento de los sectores políticos más tradicionales del poder y el fortalecimiento objetivo de la clase media y aún de otros estamentos más populares. Desde el punto de vista de estos sectores, el hecho de que un personaje ligado a la oligarquía como Silverio vaya a parar a la cárcel por cuchillero supone algo positivo, no sólo porque implica mayor equidad de la justicia sino porque además muestra el peso de una fuerza emergente dispuesta a conquistar territorios de poder.

La comparecencia en el juzgado y la estancia de Silverio en la cárcel aparecen expresamente definidas como una bajada a los infiernos (164, 251). y por lo tanto el personaje ha llegado al fondo de la sima. Sin embargo, no sucumbe allí sino que emprende una salida que va más allá de la recuperación de la libertad pero que se realiza de una manera poco esperada: Silverio, en vez de resarcirse ocupando el lugar que le correspondía antes de la caída, opta por un corte que lo convierte en un elemento antagónico al aristocrático mundo de la Punta y se hace comunista8, lo que constituye la principal de sus transgresiones como ya lo veremos. Esta transformación radical, incubada en el periodo carcelario, será valorada con interesantes variaciones por el viejo entorno familiar y social. En el mayor de los casos estas opiniones expresan juicios negativos que apuntan a señalar al personaje como un ser atrapado en lo más bajo, despreciándolo con sorna y subrayando la fatalidad del hecho mismo: “Silverio siempre había sido un loco, un irresponsable. ¡Ser comunista y dueño de fundo era recontra fácil!” (119); o inscribiéndolo dentro de un paradigma al comparar su actuación con la de algunos personajes históricos: los hermanos Carrera, Bilbao y Balmaceda, que son valorados negativamente (146-147). En esta retahíla que señala la decadencia, ni los hijos de Silverio se van a escapar, la crítica en este caso, aparte de clasista, es francamente racista:

[…] la perplejidad que le producía comprobar que esos niños, hijos de una mujer tan odiosa y ordinaria, serían los únicos herederos del nombre de la familia, […] el segundo, por lo menos, había salido rubio, de tez clara, con el tipo familiar inconfundible, ¡lástima que el nombre dinástico lo hubiera recibido el mayor!, ¡se había terminado la línea de los Silverios! (288).

Con todo, hay otras voces que consideran la opción de vida de Silverio una salvación de tipo moral (206), para estas la decadencia del personaje se relaciona más bien con su afición a la bebida y con los estragos de la edad: “Silverio se hallaba convertido en una ruina, caricatura desdentada, tumefacta, maloliente, de lo que había sido hacía no demasiado tiempo” (247).

La transgresión

Como se ha visto, la decadencia de Silverio Molina en gran parte es consecuencia de una serie de transgresiones. Esto obviamente no quiere decir que toda transgresión implique un movimiento descendente, también puede esta operar en sentido contrario o al menos ser valorada, desde un determinado punto de vista, como un acto positivo. Como hecho en sí la transgresión es una acción que acarrea el rompimiento de una norma, el traspaso de un límite entre lo prohibido y lo permitido.

Del mismo modo en que sería lato detenerse en las transgresiones de cada uno de los convidados de piedra, lo es hacerlo en todas las oportunidades en que Silverio Molina se manifiesta como personaje transgresor. Por eso, es que examinaremos un solo caso, el que produce un corte definitivo en la vida del protagonista, es decir, la pelea en la playa del Pirata y sus consecuencias posteriores, acontecimientos que, parcialmente, ya hemos tocado más arriba. Estos, que se narran repetitivamente en la novela y por distintas voces, pueden recapitularse de la siguiente manera:

Unos afuerinos –considerados de medio pelo– invaden la exclusiva playa de la Punta y tienen un altercado con la madre de Silverio Molina, a la que agreden. Este se entera y organiza una expedición punitiva donde se trenza en un pugilato con uno de los extraños. Silverio, que lleva varios días bebiendo y trasnochando siente que las fuerzas, las extraordinarias y proverbiales fuerza de los Molina, le flaquean y, viéndose vencido, hiere a su contrincante con un cortaplumas. Va a parar a la cárcel, y es abandonado por sus amigos. Después de estar en prisión se hace comunista.

En términos generales, como hecho en sí la transgresión es una acción que acarrea el rompimiento de una norma, el traspaso de lo prohibido y a lo permitido, según Foucault:

La transgresión es un gesto que concierne al límite; es allí, en la delgadez de la línea, donde se manifiesta el relámpago de su paso, pero quizá también su trayectoria total, su origen mismo. La raya que ella cruza podría ser efectivamente todo su espacio. El juego de los límites y de la transgresión parece estar regido por una sencilla obstinación: la transgresión salta y no deja de volver a empezar otra vez a saltar por encima de una línea que de inmediato, tras ella, se cierra en una ola de escasa memoria, retrocediendo así de nuevo hasta el horizonte de lo infranqueable. Pero este juego pone en juego muchos otros elementos más; los sitúa dentro de una incertidumbre, dentro de certidumbres de inmediato invertidas, donde el pensamiento se atranca rápidamente por querer captarlos (Foucault, 1996: 127).

Al examinar lo que le ha ocurrido a Silverio desde la perspectiva de la transgresión, resulta fructífero situarla en relación con un sistema patriarcal y cerrado. Esto permite entender la pelea en la playa como una realidad paradójica donde tanto la reafirmación del orden como su transgresión quedan involucradas, en un mismo momento, en la acción de un sujeto. Cuando Silverio defiende a su madre y las tradiciones puntinas, léase por sobre todo las condiciones de coto cerrado del lugar, procede con los ímpetus y la arrogancia con que hubiera actuado su padre, Silverio el Viejo, e incluso Silverio el Abuelo, que, “allá por el año diez”, cuando llegaban agitadores a Mongoví no le bastaba con la intervención de la policía, sino que “pistola al cinto, distribuía a su gente, armada de escopetas, palos, laques y azadones, para defender la cosecha de trigo” (254). La actuación de Silverio, por consiguiente, implica un acto de fidelidad a unas normas establecidas que él considera necesario defender, pero su culminación, la cuchillada, por el contrario implica una transgresión de ese orden porque se han llevado las cosas más allá de lo tolerable, dejando a la luz la caducidad de lo que se pretende defender y la decadencia personal de su empecinado defensor. La cuchillada traspasa las formas y las apariencias que también son parte de las normas; por eso sus amigos consideran que se le ha pasado la mano y lo abandonan. Después vendrán la cárcel, la militancia comunista, su matrimonio con la Lucha, la vida primitiva en la casa de piedra, su compromiso durante el gobierno de la Unidad Popular, hechos que mirados desde las normas de la clase que Silverio ha abandonado significan un deterioro social y sobre todo una traición, porque el límite que se ha atravesado implica una transgresión mucho más radical y profunda, un verdadero salto en el vacío que deja tras de sí la evidencia de un mundo vulnerable. Por eso exclamarán que es un loco furioso, un vástago degenerado y que con Silverio la estirpe de los Molina se extingue para siempre (119).

La militancia en el partido comunista es sin duda la mayor de las transgresiones cometidas por Silverio. Se vincula al comunismo cuando este partido ya ha abandonado el Frente Popular y ha pasado a ser una organización ilegal debido a la promulgación de la ley de Defensa de la Democracia, conocida como la Ley Maldita. La militancia de Silverio, por lo tanto, nace como una doble transgresión que además de afectar a su viejo entorno familiar y social constituye un delito político. Aparte de esto, significará un hito que escinde la historia de su vida:

[…] descubrió en sus viejas tierras puntinas el sabor áspero, sazonado en los primeros años de la Ley Maldita por los peligros de la clandestinidad, de la política revolucionaria, descubrimiento que dio a su vida una orientación que resultaría definitiva y que la dividiría en dos mitades bien claras: la prehistoria matonesca, de oligarca feudal y pueblerino, cuya culminación sería el navajazo clasista y machista, en defensa del feudo pisoteado y de la madre ultrajada por el invasor de medio pelo, y en seguida […] la militancia algo primaria, siempre sazonada de ingredientes utópicos, mezcla de anarquismo y comunismo primitivo en versiones criollas, pero militancia, al fin, en último término y a pesar de todo, disciplinada, fiel hasta las postreras y amargas horas en el hospital, herido de las coronarias y con las defensas del organismo minadas por la desesperanza, en medio del estampido de las balas que retumbaban cada noche, en distintos sectores de la ciudad, en los comienzos de una primavera decisiva (164).

El texto citado, que culmina con una alusión al golpe militar que derrocó a Salvador Allende, muestra con claridad este cambio trascendental en Silverio, caracterizándolo y resumiendo sus etapas. Se destaca el hecho de que el personaje se mantendrá fiel a la postura asumida a fines de los años cuarenta. La mención de la Ley Maldita y la alusión a lo sucedido en septiembre de 1973 conecta la transgresión personal de Silverio con el drama colectivo, en otras palabras la inscribe dentro de una crisis social que se caracterizará por los vacíos de poder, por las transgresiones de todo tipo y, finalmente, por un fatal desenlace.

Los asistentes al último cumpleaños de Sebastián Agüero y su cronista se encuentran en una situación temporal que les permite reflexionar sobre la opción política de Silverio desde una perspectiva donde, además de lo puramente personal, el drama del país es un ingrediente obligatorio, drama que, por lo demás, acaban de vivir y que de alguna manera continúan viviendo a pesar de las celebraciones triunfalistas de la mayoría de ellos. En este mismo sentido, no pueden dejar de ver en la militancia de Silverio Molina, el síntoma de una crisis que se ha dado al interior de las clases altas y que señala un entrópico mecanismo de autodestrucción, en cuanto clase, desconcertante y peligroso. Crisis generacional que con Silverio, a fines de los cuarenta, es todavía apenas la extravagancia de un individuo, pero que veinte años más tarde aparece como un fenómeno generalizado a la par que en los transgresores al orden de las familias se advierten posiciones mucho más extremas:

Era un hecho que toda la juventud estaba infiltrada hasta extremos increíbles, contaminada por el morbo, cuyo contagio había invadido los reductos más inexpugnables. Ibas a casa de fulanito de tal, senador nacional, hijo y nieto de próceres conservadores, dueño de viñas y titular de numerosos directorios de sociedades anónimas, y el hijito te miraba con ojos de odio desde un rincón de la mesa, descamisado, pálido, melenudo, con grandes ojeras que denuncian una noche en blanco, resultaba un mirista fanático, peligroso, capaz de colocar una bomba en su propia casa. ¡Casos así se habían visto, y cuántos quedaban por verse! ¡Cría cuervos! Los principios de nuestros antepasados, el orgullo de las antiguas familias, habían caído al polvo (250).

En este fragmento que muestra, y parodia, una postura alarmista y temerosa, puede observarse cómo las transgresiones políticas de los hijos de la clase alta son vistas como una enfermedad contagiosa que ataca al cuerpo de las grandes familias. Se las describe como una peste que actúa penetrando desde fuera para acometer los centros vitales usando como instrumentos a la juventud, es decir a los elementos que se suponían destinados a asegurar precisamente lo contrario: la vitalidad y la continuidad. Se ve en esa juventud de origen burgués –en rigor una pequeña pero significativa parte de ella que se ha disparado compulsivamente hacia la izquierda– a los cuervos que le arrancan los ojos a quien los ha criado, la ceguera, sin embargo, estriba en no percibir en este fenómeno la incapacidad de conducción social de una clase que, a pesar de todo, continúa siendo la más poderosa.

La crisis de poder que todo esto significa muestra que la vulnerabilidad de la burguesía chilena se produce en dos frentes: uno, externo, constituido por los grupos sociales antagónicos a ella en la disputa del poder político; otro, interno, formado por estos jóvenes que producen la entropía en el seno de lo que el texto llama las antiguas familias. Silverio Molina, de alguna manera señala el punto de partida de esta postura, por eso, y por el lugar protagónico que ocupa en la novela, decimos que es la encarnación de una crisis.

Los sinsabores del banquete

Por razones de espacio, apenas hemos tocado, al hablar del origen, los remanentes aristocráticos, no necesariamente negativos, que acompañan a Silverio al traspasar los límites, asimismo nos hubiera gustado referirnos a los elementos rurales y populares alojados de por siempre en su fibra más íntima. No obstante, antes de finalizar, resulta fructífero detenerse en el modo en que los asistentes al cumpleaños de Sebastián Agüero valoran la conducta de Silverio Molina, o sea, referirnos a lo que el texto –siempre artístico, siempre sacándole partida a la ambigüedad– llama la absolución póstuma:

Lo que pasa, dijo Matías, es que esa gente [los comunistas] lo acogió después de la cárcel y nosotros, en cambio, le hicimos la desconocida, a pesar de que en el fondo había defendido los valores nuestros, los valores representados por el aislamiento de la Punta, por su exclusividad despreciativa. Sentimos que Silverio había ido demasiado lejos, que se había comprometido demasiado y le dimos la espalda […] adivinamos que también nos correspondía una parte de culpa, que Silverio Molina era merecedor de nuestra absolución póstuma […] (123-124).

Se busca una explicación de lo ocurrido que logre restaurar espiritualmente el orden al interior del grupo, es un proceso refinado y no exento de notas de sentimentalismo a las que algo habrán aportado los vinos Macul Cosecha y el coñac Corbusier.

Más allá de la casa de Sebastián, el país entero también sufre un proceso restaurador aunque infinitamente más brutal e implacable, donde el ojo facetado del poder militar recién instalado, como si hubiera conseguido materializar burdamente el panóptico con que soñara Bentham en el siglo XVIII9, lo vigila todo:

[a Sebastián Agüero]El asunto de los reflectores no le había gustado nada. […] Al fin y al cabo, antes no tenía que rendirle cuentas a nadie sobre si salía […] a dar un paseo por su jardín […]. Pero había que comprender […]. Los abnegados muchachos del helicóptero, después de haber salvado su vida y su hacienda, no hacían otra cosa, ahora, que cumplir con el ineludible deber de vigilancia, enfocar los torrentes de luz sobre los claros de la jungla, por si de pronto, en medio del silencio sepulcral que había caído sobre ella, saliera de la espesura algún hotentote extraviado, lanza en ristre, ignorante de que su tribu ya había sido exterminada o dispersada por el horizonte (281-282).

Puede colegirse que en esta novela, tal como ocurre en la realidad, los sistemas generan, aunque sea a un costo muy alto, los mecanismos para sobrevivir. A veces, como en los días que rodean al cumpleaños de Sebastián Agüero, este proceso restaurador es tan violento que buscando recomponer el armónico rostro de Adonis apenas consigue el de Frankenstein, aunque, claro, los que se benefician con este resultado, no lo verán; o de verlo, se apresurarán en justificarlo. Para ellos, será el cuerpo social conveniente, aunque en unos arranques de sensibilidad, a menudo pasajera, adviertan el olor a podrido.

Bibliografía

Edwards, Alberto 1989 [1928], La fronda aristocrática en Chile, Santiago de Chile, Editorial Universitaria.
Edwards, Jorge. 1978, Los convidados de piedra, Barcelona, Seix Barral, Biblioteca Breve
Foucault, Michel.1979, Discipline and Punish. The Birth of the Prison. Middlesex. Penguin Books
—1995, El sujeto y el poder, en Terán, 1995: 165-189.
—1996, De lenguaje y literatura, Barcelona, Paidós I.C.E./U.AB.
Lotman, Yuri.1978, Estructura del texto artístico, Madrid, Ediciones Istmo.
Segre, Cesare. 1985, Principios de análisis del texto literario, Barcelona, Editorial Crítica.
Shaw, Donald L. 1981, Nueva narrativa hispanoamericana, Madrid, Cátedra.
Terán, Oscar (compilador). 1995, Michel Foucault, discurso, poder y subjetividad, Buenos Aires, Ediciones El Cielo Por Asalto.
Urbistondo, Vicente. 1978, “Los convidados de piedra, Novela épica, épica burguesa, y artefacto semiótico”. Revista chilena de literatura 12. 105-127.

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1 Este trabajo fue presentado en XIV SKANDINAVISKA ROMANISTKONGRESSEN (Congreso de romanistas escandinavos) Stockholm 10–15 augusti 1999 y publicado en las actas de ese congreso.
2 Usamos la primera edición, Seix Barral, Biblioteca Breve, Barcelona 1978. En las citas se indica únicamente el número de la página.
3 Se entiende aquí por entropía simplemente lo que, desde el punto de vista de un sistema organizado y normativizado, aparece como desorganización, por lo tanto constituye una amenaza que se debe eliminar o absorber dentro de un orden determinado; por ejemplo, transformando la entropía en información. Véase Segre (1985:151-157).
4 Para los aspectos teóricos de este problema, véase Lotman, 1978: 283-298.
5 Esto los diferencia de otros propietarios de la región como el mundano don Marcos Ezacharreta y de don Teobaldo que defiende e impulsa con éxito la idea de conectar a la Punta con los valores de un mundo más urbanizado.
6 El ansia de poder y dominación, el orgullo independiente, el espíritu de fronda y rebeldía, han sido siempre […] cualidades aristocráticas y feudales, que denuncian al amo de siervos, al orgulloso señor de la tierra (A. Edwards, 1989: 33).
7 Si hubiéramos tenido suficiente perspectiva, dijo Matías, […] si hubiéramos podido tomar en ese momento, la distancia de los historiadores, dejando la pasión a un lado, mirando las cosas con mirada serena, hubiéramos podido fijar el comienzo de la decadencia en ese instante preciso […] (77, Cf. 110).
8 Para el estudio de la caracterización épica del personaje que se desprende de estos acontecimientos, véase Urbistondo (1978: 110-113).
9 Ver Foucault (1977: 195-228, especialmente 200-209)