Editorial Camino, 113 páginas.

Por Antonio Rojas Gómez

Pablo Otaíza ha escrito un libro terrible. Y quiero que se entienda bien lo que estoy diciendo. “El verdugo” es un libro terrible, acaso el más terrible de entre los numerosos libros que se han escrito sobre la dictadura militar, la etapa más tremenda que ha vivido Chile en sus doscientos años de historia republicana. Una época de experiencias espantosas para la vida y la dignidad humanas. De las que por cierto la literatura se ha hecho cargo. Se han escrito muchas novelas y cuentos acerca del tema, que presentan crueldades inimaginables para cualquier mente normal. Lo peor es que son ciertas en su mayoría. Y las que nos cuenta Pablo, lo son, aun cuando han pasado por el tamiz de la novela.

El arte en general, y la literatura en particular, dan cuenta del momento en que viven y trabajan artistas y escritores. De manera que no debe sorprender a nadie que se haya escrito tanto y se siga escribiendo sobre los horrores de la dictadura. Quienes la implantaron y todavía la defienden, civiles y militares, no hablan de tales horrores, que al principio negaban; prefieren alabar los éxitos económicos que generó para un sector de la población. Los que la sufrieron y la denigran, colocan a los derechos humanos transgredidos por encima de cualquier beneficio pecuniario para unos pocos privilegiados. Pero esa es una discusión que pertenece al ámbito de la política.

La literatura es otra cosa. La literatura no trata de formas de gobierno ni se interesa por el poder. El interés de la literatura se centra en el ser humano. Ese es su motivo. Como Don Quijote y Sancho, como los hermanos Karamazov, como la Dama del perrito, de Antón Chejov, o Aniceto Hevia, el Hijo de ladrón de Manuel Rojas, como Madame Bovary.

Los grandes escritores han sabido inmiscuirse en los más abstrusos recovecos de la mente y del alma de sus personajes, por más diferentes que sean de sí mismos. Cervantes no era Don Quijote; Dostoiewski estaba muy lejos de parecerse al viejo Karamazov ni a ninguno de sus hijos; Antón Chejov nunca tuvo una aventura sentimental con una dama que paseaba con su mascota en unas termas rusas; ni Manuel Rojas ni su padre fueron ladrones; Gustavo Flaubert siempre fue muy hombre para sus cosas, pero supo comprender y describir el drama de Ema Bovary que la condujo al suicidio.

Así también, Pablo Otaíza ha podido adentrarse en la interioridad de un ser incomprensible. Un tipo que de muchacho se encandiló con Salvador Allende y pensó que era una suerte de iluminado que haría grande a Chile. Por eso se afilió a la Juventud Socialista, fue líder sindical de los trabajadores del cobre y se peleó con sus compañeros de partido y con los demás dirigentes cupríferos porque a su juicio no contribuían al gobierno de la Unidad Popular. De manera que en mayo de 1973 renunció al partido y a la confederación, lo que provocó una ruptura violenta con sus antiguos compañeros. Y ese quiebre le vino como anillo al dedo a quienes conspiraban para derribar al gobierno e implantar el golpe militar. De manera que fue entrevistado en diarios, radios y aun en la televisión para que expusiera sus planteamientos.

Las desavenencias se transformaron en odio cuando al protagonista le incendiaron la casa, en que vivía con su mujer y seis hijos. Y surge en él la sed de venganza. Ya no recuerda sus aspiraciones políticas. Las reemplaza el desencanto, el dolor y la necesidad de destruir a quienes, a su modo de ver, lo destruyeron.

Bueno, ustedes comprenderán que se transforma en el encapuchado del Estadio Nacional, que va denunciando a sus ex camaradas para que sean torturados y ejecutados. Pero no acaba ahí su historia, hay más, todavía más. Y a mí no me corresponde contarles lo que sucede enseguida. Ya se enterarán al leer el libro.

Lo que a mí me resta por decir es que el autor toma distancia al presentar a este personaje singular, tan difícil de entender en lo que piensa, dice y hace. No lo juzga, tampoco lo justifica. Lo pone a disposición de cada lector para que vea si es capaz de entenderlo. Bueno, no es fácil entender a Don Quijote, ni a los hermanos Karamazov, ni a Madame Bovary. A veces no es fácil que la esposa entienda al marido ni el marido a su mujer. Es complicado entender a los demás y en ocasiones, entendernos a nosotros mismos.

Para entender al Verdugo, este personaje que hace cosas tan siniestras y terribles, y que después va y las confiesa a la Vicaría de la Solidaridad, sabiendo que con eso está firmando su sentencia de muerte, contamos con la prosa excelente de Pablo Otaíza, quien en esta, su primera novela, supera con largueza el buen nivel que alcanzó en su libro anterior de cuentos sobre fútbol barrial.

Utiliza una prosa económica, precisa, sin adjetivos innecesarios para calificar hechos cuya simple mención los califica. Presenta, en episodios breves, situaciones distintas que van generando el proceso de cambios en el sentir y el quehacer del protagonista. Los demás personajes de la obra tienen apariciones discretas, lo estrictamente necesarias para captar su trascendencia en el proceso que vive el Verdugo, que es quien importa. Tal es el caso de su esposa, de Manuel, su compañero en la época socialista, de Don Camilo, el empresario que le tiende la mano cuando él ve todo oscuro, del coronel que lo afilia a los servicios represivos. Todos importan, todos juegan un papel trascendente, que no se mide por la cantidad de páginas que les dedica el autor, sino por la agudeza y precisión con que narra sus apariciones.

Pero acaso lo más interesante resulte la adecuada distancia que Otaíza consigue establecer entre él y el Verdugo. El narrador aquí es ajeno. Simplemente cuenta lo que acontece y en ningún momento desliza una opinión, un sentimiento, ni deja entrever lo que piensa al respecto. Y esa frialdad contribuye a hacer aún más terrible la terrible historia que Pablo Otaíza nos entrega en este libro que estremecerá profundamente a cada lector.