La historia como voluntad de imaginación: Una biografía de Salvador Allende

Por Juan Armando Epple

Conversación con Fernando Alegría

En l987 publicamos con Fernando Alegría un libro de memorias en forma de conversación, “Nos reconoce el tiempo y silba su tonada” (Concepción, Ediciones LAR). Programamos una segunda edición con capítulos centrados su visión personal de Salvador Allende, Pablo Neruda y Orlando Letelier. Sólo pudimos completar el capítulo que publico aquí.

Juan Armando Epple: En el desarrollo de tu narrativa se destaca ese ciclo temático centrado en tres personajes de la historia social de Chile: Lautaro, joven Libertador de Arauco (l943), Recabarren (l938, reeditada en l968 con el título de Como un árbol rojo) y Allende. Mi vecino el Presidente (l989). El propósito es caracterizar una memoria colectiva sub-virtiendo las versiones oficiales de la historia, a partir de las prerrogativas de la ficción. Las opciones narrativas que has explorado en estas versiones literarias de la historia han ido expandiendo la legalidad de la imaginación: el arquetipo mítico (Lautaro), la biografía novelada (Recabarren), la novela (Allende). A medida que las historias de estos personajes se acercan a nuestro presente resultan más indóciles a encasillarse en un discurso referencial, «objetivo», y más proclives a definirse en la ficción. ¿Qué principios están operando en tu visión de estos «padres de la patria»?

Fernando Alegría: En forma intuitiva, al comienzo, y más deliberadamente después, le busqué sentido a una historia que los autoritarios de Chile insistían en imponer como una cartilla de catecismo dominical. Sentí que se condenaba a personajes como Lautaro, Recabarren y Allende a representar papeles ilustrativos de la sumisión de nuestro pueblo al poder de una oligarquía conservadora de privilegios abusivos. «Lautaro» era nombre de regimiento, de logia masónica, cuando se me ocurrió rescatarlo y convertirlo en saludable jinete de un caballo de Troya que sorprendió y derrotó al poder de la Conquista española. A Recabarren lo ninguneaban, como se dice en México, considerándolo un simple revoltoso colorado; le ponían toga de pope, antifaz de anarquista, en las caricaturas de la época lo mostraban cargando armas blancas de salteador nocturno; se le acusaba de ser insolente e ingrato con sus patrones. De Allende se dijo que era traidor a su clase, pije amotinado y porfiado, masón díscolo y de malas costumbres. En mi adolescencia viajé a dedo por el norte de Chile y descubrí a Allende en los senderos pampinos de Recabarren, subido en un cajón de velas perorando en defensa de los trabajadores y de su derecho a sindicalizarse. Recabarren fue un social-cristiano que descubrió el materialismo histórico en tiempos de Alessandri, el León de Tarapacá. Lo crucificaron.

Hablando con franqueza, la unidad de la familia chilena se basa en lo siguiente: todos compartimos la herencia araucana, a lo que se agrega cierto matiz europeo (O’Higgins fue realmente el «mulato Riquelme»). Somos todos parientes pobres de una oligarquía que nos explota. Nos educan para empleados públicos y resultamos huelguistas por naturaleza, anti-pacos y anti-milicos. Personalmente, me aficioné a los mitos populares muy temprano en mi vida. Mis libros sobre estos padres de la patria son alegres y combativos. Si se observa con cuidado se verá que la vida les sucede, no la comandan, y la muerte los traiciona: de dos se dice que se suicidaron, y el otro muere de un sablazo en una noche de adolescente enamorado.
Defendieron una causa clásicamente épica, quisieron definir ellos mismos su destino y, sorprendidos por la astucia, el cinismo y la impiedad del enemigo, entran sin vacilar al último acto de la tragedia griega. Ninguno tuvo tiempo para que lo subieran a un monumento.
Lautaro, asesinado, Recabarren y Allende «suicidados», les queman las manos a los alcaldes de parques y estatuas de nuestro país. No sabrían como representarlos. ¿Te imaginas un monumento a Caupolicán empalado? ¿A Anabalón fondeado con un bloque de cemento en el cuello?

JAE: Una de las paradojas de la versión oficial de Chile es la habilidad para convertir las derrotas en gestos victoriosos: con excepción quizás de Pedro de Valdivia (que por otra parte nunca cumplió con el paradigma ideal del conquistador) casi todos los monumentos que se han erigido celebran héroes ostentando sus sacrificios: Caupolicán antes de que lo empalen, O’Higgins saltando sobre el desastre de Rancagua, Arturo Prat saltando del barco que le han hundido, el Roto Chileno regresando de la guerra del Pacífico, más pobre que antes, etc. Y en la lista de hechos históricos que se enseñan en los textos escolares predominan las derrotas sobre las victorias. ¿Cómo podría explicarse esta paradoja?

FA: Por eso tenemos que inmortalizar nuestras derrotas. El caso de don Pedro de Valdivia es digno de comentarse. Como tú sabes, fue un hombre muy especial: de tamaño diminuto, cargó corazas y yelmos de gigante, tuvo concubinas de carnes macizas y brazos ardientes. A una de ellas le regaló el Cerro Blanco en Santiago. Allí debía estar su monumento: para consuelo de pungas, vagabundos y palomillas. En vez de eso lo pusieron en la Plaza de Armas donde los alcaldes lo cambian de puesto cada vez que se les frunce, le sacan el caballo, se lo vuelven a poner, lo pintan de blanco o de verde como si fuera bombero voluntario. Ahora está bien, pero el caballo me da la impresión que está a punto de cortar las huinchas. A nosotros nos gusta perder, nos sentimos heroicos cuando perdemos. Preferimos las victorias morales. Y, sobre todo, nos gustan los monumentos históricos un poco excéntricos: Prat, caído que fue a la cubierta del Huáscar, nos cuentan que se da vuelta y exclama: ¿quién fue el desgraciado que me empujó? O’Higgins está a caballo en la Alameda pasándole por encima a unos pobres españoles revolcados en el lodo de la batalla de Rancagua.
¿Masoquismo? Quién sabe. Pudiera ser que en la caída el chileno descubre su verdadera fuerza: se requiere una catástrofe para que nos decidamos al combate. Una vez en la pelea, el chileno no se entrega.

JAE: El subtítulo de tu libro sobre Allende, «Mi vecino, el Presidente», pone de manifiesto la intención de definir al personaje desde una óptica familiar, estableciendo un diálogo entre la dimensión privada y pública de la historia narrada. El punto de partida inicial de este proyecto es una conversación familiar, en la cercanía de dos escritores (Manuel Rojas y Julio Cortázar); luego viene otra conversación aún más privada con Allende, quien te pide te hagas cargo de escribir su biografía. Y diecisiete años después cumples la promesa escribiendo un texto que defines como «novela». ¿Cómo se fue modificando tu perspectiva sobre el tema?

FA: A medida que se iba definiendo el significado de mi propio compromiso con el gobierno de la Unidad Popular. A Allende lo conocía de mucho antes. Participé activamente en tres de sus campañas. En una de ellas mi aporte fue un poema-disco, «Viva Chile, mierda», que Salvador Allende regalaba en las proclamaciones. A Tencha Bussi la conocí primero: fuimos compañeros de estudios en el Pedagógico de Santiago en la década del 30. Salvador tenía un rasgo que lo distinguía entre los políticos chilenos: hombre de gran inteligencia y sensibilidad, captaba de inmediato la medida de sus amigos y colaboradores. Gran tacto. Establecía intimidad y distancia al mismo tiempo.
Me imagino que me atrajo la imagen del líder caído -otra victoria moral-, como tema de una novela biográfica. Ficción e historia. Pero, sobre todo, el compromiso de escribirla nació del golpe personal sufrido en septiembre del 73. Todos, unos más otros menos, nos jugamos en la defensa del gobierno popular. En el exilio obligado -en mi caso duró trece años-, demoré en descubrir el sentido de la derrota y el camino a seguir. Cuando escribí mi libro, Allende era ya una leyenda. Mi faena fue traerlo de nuevo a Guardia Vieja, la calle de polvorientos árboles y pequeños jardines, donde el pisco fulguraba con las brisas del verano y también con los aguaceros del Santiago inundado por las lluvias.
Entonces, Allende fue el vecino que todos conocimos, algunos de lejos, otros entre el humo y las voces de la vida de Partido. Yo lo conocí como conocía a mi vecino el profesor, mi vecino el panadero, el jubilado…Héroe de barrio. Allende tendrá su monumento en Chile. Sin duda. Mi libro no es un monumento. Es un encuentro con el amigo a quien no le fue bien. Un vecino que supo vivir. Valiente, romántico y, como se dice en Chile, choro.

JAE: En el prólogo señalas: «Entre la ficción y la historia, no quiso escoger Allende. Se quedó con ambas. Así prefiero hacerlo yo también». Pienso que aquí se declaran los dos principios que consolidan la poética de esta biografía novelada o novela biográfica. Primero, y en relación a la historia narrada, supone que Allende asumió su tiempo como una experiencia creativa, como un diálogo dramático entre lo que vivía y lo que soñaba: entre la realidad y la utopía. ¿Cómo se veía, él mismo, en tanto personaje de su presente histórico?

FA: No creo que llegó a captar cabalmente la diferencia entre lo que era y lo que representaba. A eso me refiero. Sabía, por supuesto, que la historia en nuestros países se inventa. Algunos la inventan con gracia, otros con sangre en el ojo y otros para rellenar el tiempo con letras de imprenta. Allende era un luchador social a la antigua, como su abuelo el Rojo Allende de Valparaíso. Eso de su maestría en el muñequeo de la política palaciega es una leyenda. Improvisaba. Era soñador y querendón. Mujerista. No dado a las utopías. Sin embargo, contribuyó a tejer una visión histórica que, por supuesto, no era la imagen exacta de lo que sucedía en Chile en su tiempo. Cuando se dio cuenta del espejismo, lo aceptó y se responsabilizó. Esta fue su grandeza. Algunos dirán: el valor de morir por una ligera equivocación. En sus últimas palabras reconoce este desajuste entre realidad y ficción. Habla entonces de «las grandes alamedas». Es su mensaje.

JAE: En términos del modo de discurso que asume esta biografía, le transfieres al lector la tarea de deslindar la dimensión histórica de la carnatura ficticia del personaje. ¿A qué lectores
está destinado el libro?

FA: Me gustaría que mis lectores fueran los niños de la década del 70, los que oyeron hablar de Allende cuando sus padres se asilaban en embajadas y partían al exilio, los que ahora no entienden todo este cuento de un mismo Partido con diversos apellidos, los que admiran las aventuras del Chicho y quisieran que Chile no fuera ya un país aterrado por los milicos, sino un pueblo alegre otra vez, visionario, histriónico, bueno para la poesía y el vinacho, aperrado y resistente, enamorado de su propia leyenda.

JAE: Cuando legitimas los fueros de la imaginación para dar cuenta de la experiencia histórica, no es para plegarte al dictum nihilista (otra vez) en boga, que proclama «el fin de ha historia», sino para reforzar una tradición latinoamericana en que la historia ha sido contada con mayor precisión por los escritores que por los historiadores. ¿Qué escritores consideras tus «hermanos de ruta», en este sentido?

FA: Me gusta leer libros de creación -prosa o poesía-, sobre personas que vivieron una vida valiente, entretenida y sin moralejas. Mis preferidas son las geniales autobiografías en que se miente e inventa por el campeonato. En Chile: Pérez Rosales, Vicente Huidobro, Alessandri, el León, Juan Emar, Matta…

JAE: Escribir sobre un personaje tan cercano en el tiempo, y conocido por millones de personas, involucra riesgos adicionales. ¿Qué reacción ha tenido hasta ahora el libro en Chile?

FA: Ha sido muy bien recibido. Por moros y cristianos. El manuscrito lo leyeron familiares y antiguos compañeros de Allende. Tencha Bussi dijo en la presentación del libro en Santiago que, seguramente, iba a tener desacuerdos conmigo. Después me comentó que le había gustado mucho y que era un libro escrito con «cariño».

JAE: La novela de Salvador Allende se desarrolla como un bildungsroman político: es, en rigor, una historia de formación donde la personalidad del protagonista y sus dilemas se definen a partir de las condiciones y retos de un sistema nacional específico: el de Chile. Siendo una figura de prestancia latinoamericana, ¿qué rasgos específicamente nacionales condicionaron su derrotero?

FA: Tu definición es exacta: se trata de la formación gradual de una conciencia y un activismo políticos dentro de un proceso social peculiar de Chile. Ciertamente me preocupé de encontrarle a Allende su lugar en la historia de Chile, sin forzar los términos, sino por el contrario, siguiéndole la pista a plena luz, revelando dudas, indecisiones, contradicciones, así como describiendo sus luchas y esfuerzos, siempre en tono menor y cotidiano. En los años 20 Alessandri inauguró un populismo liberal que le permitió inventar la imagen de una república de bienestar y paz bajo la benevolencia patronal hacia los trabajadores. Fue tarea de Recabarren, Lafferte, Grove y Allende, desinflar ese globo y poner frente al discurso político de la clase alta un discurso de reivindicaciones proletarias, campesinas y de la clase media. La Revolución Socialista de Grove y Matte y el levantamiento comunista de la Armada llevaron a un enfrentamiento que hizo crisis en 1938 con la masacre de los nazis y el triunfo del Frente Popular y don Pedro Aguirre Cerda. Todo esto conforma el cuadro político en que se formó Allende.
Se decía que lo peculiar del movimiento político chileno consistía en su índole democrática y pacífica. Modelo de democracia, decían. Una sola revolución en su vida de república independiente, la de 1891.
Quienes decían esto no contaban los cuartelazos. El ejército chileno ha sido uno de los más políticos en Latinoamérica y durante el siglo 20 ha intervenido en múltiples ocasiones para producir un cambio de gobierno.
Desde un punto de vista más amplio, lo que no debemos olvidar es que Allende llegó al gobierno en momentos en que se acercaba un desenlace político que enfrentó violentamente a los tres bandos en pugna: la oligarquía agrícola e industrial, con apoyo de USA y las multinacionales, la Democracia Cristiana interiormente dividida, y la Unidad Popular con un programa que iba a provocar desacuerdos en sus partidos. La candidatura de Allende no se decidió sino en los últimos momentos.
En mi opinión, la gran crisis política chilena que viene pesándonos desde fines del siglo 19 no se ha resuelto aún. Nada se decidió verdaderamente en 1973. Queda por verse si el gobierno de la Democracia Cristiana descubrirá, al fin, los medios que nos permitan terminar el siglo con un sonoro y definitivo: Adiós a las armas.

JAE: Hay un aspecto que me ha llamado la atención en esta biografía novelada, y que se vincula a un topos narrativo recurrente en la literatura chilena: la mayor parte de los acontecimientos claves se generan en el espacio de alguna casa, puertas adentro…

FA: Cuestión de clima: en el verano los chilenos nos tendemos al sol en nuestras playas. No pasa nada. Ido el verano y con la temperatura enfriándose, los más inquietos buscan la tibia intimidad de salones y bufetes para conspirar. Llegado el invierno, se dan los últimos toques del cuartelazo a la vera de estufas o braseros. Abundan los abrigos, las charlinas, y los ponchos. Finalmente, en plena primavera, emergen los milicos airosos en sus uniformes prusianos y dan el cuartelazo.
Allende fue siempre aficionado a las marchas y grandes asambleas en el Parque Cousiño y la Alameda Bernardo O’Higgins. Deportista desde muy joven -fue nadador, equitador, andarín-, era difícil seguirle el paso. En su campaña del 70 encabezó desfiles de día y de noche, una vez con un terremoto al fondo y, otra, después de una dramática salida de mar. Abría los balcones, volaba en helicóptero, en cierta ocasión se trenzó a puñetes a las puertas del Casino de Viña y, en su juventud, se batió a duelo con un dirigente radical. Evidentemente, nunca fue un descamisado, en el sentido peronista de la palabra. Todo lo hacía con elegancia, incluso sus derrotas tenían algo de fatalismo irónico de muy buen tono.

JAE: Allende está vinculado a dos escuelas de formación y acción políticas que terminaron des-encontrándose en el tenso período de la década del 70: la tradición liberal y parlamentaria y la de un movimiento popular que iba expandiendo sus parámetros de requisitorias sociales. ¿Crees que esta doble lealtad entrabó finalmente su capacidad de orientar el proceso chileno?

FA: Fue un serio problema personal para Allende. Nunca llegó a poner en práctica el estilo que debía definirlo políticamente en Chile. Caballero liberal, por tradición de familia, se rebeló y le volvió las espaldas al Club de la Unión y al momiaje vitivinícola. Enfrentado a los arrebatos de quienes nunca se bajaron de la motocicleta acelerada, no vaciló en llamarlos al orden: paró huelgas y detuvo intentos terroristas sin vacilar, defendiendo un sentido básico de responsabilidad social dentro de los partidos de izquierda. Sin duda, esto iba contra las tentaciones demagógicas de algunos de sus aliados. Los acelerados, al final, lo aislaron. Los liberales ya lo habían desahuciado. No tuvo tiempo de asumir la dirección de los cuadros que iban a luchar hasta el fin junto a él.

JAE: El conflicto político que vive Chile durante el gobierno de la Unidad Popular va empujando al Presidente a una impasse personal que tiene todos los visos de una tragedia, y que él asume con la entereza de un héroe trágico. ¿Qué interrogantes puso en tensión Allende con su muerte?

FA: Allende pudo salir de la Moneda y dirigir un movimiento armado contra los golpistas. Rehusó hacerlo por lealtad a la tradición del poder presidencial en la historia de Chile. Siempre creyó que su puesto estaba en la Moneda. Como Balmaceda, quizá dio su vida por una metáfora. ¿Romántico? Puede ser. Allende no quiso provocar una masacre popular. No obstante, murió combatiendo. El pueblo lo escuchó, sin duda, y no olvida su ejemplo.

JAE: Cuando Allende perdió su tercera campaña presidencial sus adversarios políticos le urdieron una broma condescendiente, referida a la tenacidad de sus aspiraciones (en ese tiempo las contiendas se celebraban con humor): decían que el candidato había decidido que cuando muera le graben en su tumba:» Aquí yace Salvador Allende, futuro presidente de Chile». ¿Qué dirían ahora?

FA: Un periodista – ¿de Ercilla? – provocó la curiosa respuesta. ¿Hoy? Algo así como: «Aquí, por fin, espera el Presidente del pueblo la tumba y el monumento que le corresponden».

JAE: Con un largo historial democrático, Chile sigue ostentando en su escudo oficial un lema vinculado a uno de esos tópicos de la Conquista: «Por la razón o la fuerza». Es como si nos hubieran legado la tarea de dilucidar el dilema de las armas y las letras. ¿Crees que ha llegado el momento de inventarle un nuevo lema al país?

FA: Es un lema pendenciero, claro, como lo digo en mi libro. ¿Por qué un cóndor voraz ha de matar a un dulce animalillo de los bosques chilenos? ¿Qué fuerza? ¿Qué razón? Es cosa peligrosa inventarles lemas a las naciones. Sin duda, el lema debió decir: «Por la fuerza de la razón.» ¿Y qué hacemos con el cóndor y el huemul?

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Palo Alto, California, julio de l990.

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JUAN ARMANDO EPPLE
Es profesor emérito en la universidad de Oregon. Ha publicado libros de ensayo sobre literatura chilena y latinoamericana, además de varias antologías de microrrelatos. Ha sido incluido en antologías de cuentos editadas en Estados Unidos, España, Alemania y Chile. Es autor de los libros de microrrelatos Con tinta Sangre (Barcelona: Thule Ediciones,2004) y Para leerte mejor (Santiago de Chile: Mosquito Editores, 2010).