Por Josefina Muñoz Valenzuela

15 de febrero de 2018

Algunos talleres culminan su trabajo anual con la publicación de un compendio de obras de sus integrantes, entregándolos así al escrutinio del mundo exterior. Uno de ellos es el de Aída Bezama, realizado en el edificio sede de la Agrupación Nacional de Empleados Fiscales (ANEF), del cual tuve la suerte de leer “Viernes de fabulaciones. Colectivo”.

Los talleres literarios de escritura (también los hay de lectura) han ido ganando espacios en el mundo actual. Sin duda, son un espacio importante para descubrir intereses, enriquecer las creaciones propias junto a otros, darlas a conocer, finalmente, aprender dos o tres cosas que serán importantes para el desarrollo de unas primeras escrituras que pueden ser el inicio de procesos deslumbrantes. También es posible descubrir, tristemente, que nuestros pasos deben buscar otras rutas.

Antes de entrar en materia, algo de historia. Si bien la mayoría de los talleres se realizan en espacios más bien neutros, aquí se da una situación muy particular, ya que se da en el edificio de la Agrupación Nacional de Empleados Fiscales (ANEF), Alameda 1603, hoy declarado Monumento Histórico. La ANEF fue creada en 1943 por un grupo de sindicalistas liderado por Clotario Blest Riffo, quien, ajeno a las ambiciones personales, fue construyendo durante muchas décadas un legado social y ético que es un ejemplo para nuestro país.

Durante el gobierno de la Unidad Popular, dirigía la ANEF el opositor dirigente Tucapel Jiménez Alfaro. Poco tiempo después del golpe militar, Jiménez se transformó en su antagonista, logrando aglutinar grupos muy diversos en condiciones extremadamente difíciles y peligrosas. El 25 de febrero de 1982 nos estremecimos con la noticia de su muerte: cinco balazos en la cabeza y luego degollado. Todo a cargo de un grupo operativo de la Dirección Nacional de Inteligencia del Ejército (DINE), con Carlos Herrera a la cabeza. Debieron pasar más de veinte años para que se descubrieran sus hechores y los verdaderos culpables fueran castigados.

Hago este recuento histórico, porque, así como la ANEF, antes y ahora, numerosas agrupaciones sindicales se caracterizaron por un accionar que incluía no solo la actividad sindical y política, sino también la cultural, todas ellas de manera importante, dado que tenían una profunda conciencia de que sus interpelaciones a la sociedad de su tiempo debían ir mucho más allá de las legítimas reivindicaciones económicas.

Sin duda, el espacio entregado por la ANEF no implica (ni exige, desde luego) que los talleristas compartan ideologías o visiones de mundo, pero sí todos tienen una mirada crítica y participativa acerca de contextos reales, pasados o presentes, que son parte de su propia historia (como el exilio), valorando ese decir y escribir con imaginación y destreza literaria sobre mundos reales o posibles, sobre espacios que anhelan más inclusivos y democráticos.

Dan vida a este libro los relatos de la misma Aída Bezama Farías, Delicia Araya Rivera, Clara Fuentes Insulza, Mila Ríos Lemus, Tulio Ríos Castro, Héctor Quintana Olivares, Tomás Vargas Valero y Alejandro Zurita Echeverría. Las temáticas son muy diferentes y variadas: algunas más cerca del realismo puro, otras empapadas de un realismo mágico o volcadas a la ciencia ficción; los tiempos de Recabarren, las huelgas y la explotación de los obreros nortinos; la muerte sorpresiva que llega sin que alcancemos a darnos cuenta; los encuentros inesperados… Siendo un conjunto muy variado en términos de lenguaje, estilos de escritura y temáticas, mantiene un buen nivel de calidad literaria.

Quiero detenerme en dos autores cuyos relatos están más cercanos a mis preferencias personales en términos de historias y manejos de lenguaje, Héctor Quintana Olivares y Tomás Vargas Valero.

Héctor Quintana, profesor e ingeniero, vivió el exilio en Argentina y Venezuela y en 1992 regresó a Chile y, paradojalmente, se siente extranjero en su propio país, porque percibe que ahora hay una valoración extrema de un nuevo dios, don Dinero… Su relato “El enrazado”, llama la atención inmediata por esa palabra desconocida, pero que despierta rápidas asociaciones en búsqueda de su sentido. Transcurre en un ambiente laboral que acoge a nacionales y exiliados, donde la amistad ha sido un soporte vital para sus nuevas vidas. El chileno, Cucú, cuenta algo que le pasó hace tiempo; manejando por la carretera ve un bulto en el camino, que resulta ser un hombre gravemente herido. Lo lleva a un hospital, precario como la mayoría, y el doctor que lo atiende dice que necesita una transfusión urgente; Cucú es dador universal y acepta ser su donador para salvarlo.

Pasan unos días y se da cuenta que un hombre lo sigue por las tardes; lo comenta con sus amigos y le dicen que se trata del herido que recogió y que ahora están “enrazados” (algo que ya le había comentado el doctor), lo que significa que llevan la misma sangre y que, como le debe la vida, deberá protegerlo. Así, no tiene razones para temer nada. Pero Cucú dice que leyó en el diario que este guajiro, Jairo, había muerto en una pelea entre grupos rivales, lo que lo ha afectado porque siente que ha perdido un hermano. Beben en su memoria y se van. Es un relato muy condensado, que solo podría haberse escrito en una circunstancia de exilio, donde todo lo que se vive no solo es nuevo y requiere de códigos para entender sus profundos significados, sino que marca de manera indeleble la vida propia.

Su cuento “La clase” es breve, pero resume una situación en que el personaje va despertando a medias de una operación y escucha al doctor decir que se salvó. Al inicio leemos la dedicatoria a dos queridos amigos que no tuvieron su misma suerte; con pocas palabras, somos impulsados a revisar nuestras vidas, intentando encontrar razones al eterno misterio de por qué, en similares circunstancias, unos mueren y otros continúan viviendo. Así, se trata de relatos que recuperan los exilios, esas penas de extrañamiento que, seguramente sin excepciones, cambiaron de manera crucial las vidas personales y familiares.

En el caso de los relatos de Tomás Vargas, ingeniero y profesor universitario, una característica central está en su gran humanidad en términos de empatía con los seres vivos en general. En el cuento “Amigo de infancia” el protagonista es un cerezo, que cuenta cómo ha vivido el abandono de un niño que desde siempre encontró en sus ramas un lugar de refugio, de ensoñación y de amistad sin palabras, con una mutua acogida silenciosa. El árbol lo extraña y recuerda el día en que el gran terremoto (el de 1960) sacudió la tierra y cambió todo para siempre. Su pequeño amigo se fue, pero él sigue recordándolo a través de los niños que fueron llegando a habitar la casa; también, está seguro que el niño lo recordará siempre.

Recientes investigaciones nos hablan de la vida de los árboles, seres vivos que mantienen una estructura solidaria y “familiar” en su hábitat, el bosque. Tolkien nos maravilló con los “ents”, esos árboles pastores de árboles, que pueden desplazarse y hablar. Y quienes han estado en ese espacio sagrado que es el corazón de un bosque, habrán experimentado esa comunicación que sube desde las raíces más lejanas hasta nuestros cuerpos, creando un mundo nuevo en el que se da una relación mágica con otras formas de vida.

“¿Y qué será de Turides?” es un relato muy diferente, pero hilvanado también por un concepto de amistad y lealtad que, en este caso, apela a lo que se era en el pasado y a lo que se es hoy, como parte de un colectivo que puede no existir ya, pero que en algún momento nos convocó. Un grupo de compañeros de universidad se reúnen una vez al año; cuentan sus vidas y recuerdan. A uno de ellos, Turides, no volvieron a verlo después del golpe militar y de ahí nace el título del cuento; también, la recurrente idea compartida de que debió haber muerto a manos de los golpistas.

Si bien los acontecimientos históricos los dispersaron, cada reunión anual es un espacio de comunicación y reafirmación de sus vidas, de estar ahí; y allí siempre surge la pregunta por el destino de Turides.   El narrador nos cuenta que, sin saber por qué, él fue el amigo más cercano de este personaje. Y en una de esas reuniones dice que ya sabe qué pasó con Turides, generando asombro y un silencio expectante. A nosotros, sus lectores, nos informa que lo buscó durante años sin éxito, hasta que alguien le dice que está vivo y en Suecia. Y al fin un día logra llamarlo, con gran emoción, porque fue una figura ideológica y política muy importante de su juventud. Lo que sigue es un relato muy bien logrado, que mantiene la tensión y que enfatiza que lo que nos va haciendo más humanos es la posibilidad (inquietante también) de tomar opciones, muchas veces no las que quisiéramos, pero tal vez, las que debiéramos… Siempre sin saber si tomamos la mejor y sin la posibilidad de saber qué habría sucedido si la opción hubiera sido otra.

Es un excelente cuento, que muestra el poder de nuestras decisiones y que me hizo recordar un inolvidable poema de Robert Frost, “The road not taken”, de gran importancia en mis lejanos años de liceo, porque de una manera oscura y cautivante me hizo evidente ya en su primera línea, cómo vamos construyendo el humano que seremos. Encontrarán el poema en Internet, en su idioma original y traducido.

Two roads diverged in a yellow wood,

and sorry I could not travel both

and be one traveler, long I stood

and looked down one as far as I could

to where it bent in the undergrowth;

Dos caminos divergían en un bosque amarillo… En este relato, la opción fue el camino más humano para esa memoria colectiva de un grupo que continúa percibiendo necesaria esa reunión anual en que revisan y dan cuenta de sus vidas frente a otros, pero también frente a sí mismos.

Por todo lo anterior pienso que no hay que dejar pasar esos libros nacidos de un trabajo de taller, con integrantes de disímiles edades, orígenes, intereses personales y literarios, ideologías… Las publicaciones también son diferentes, desde algunas con gran calidad de diseño e impresión a otras más bien modestas, pero todas guardan escritos que pueden sorprendernos o interesarnos, porque engarzan de una manera nueva con nuestras propias preferencias. Normalmente, no son libros que podamos encontrar en las librerías, por lo que nos llegan por el azar, el conocimiento o la amistad. Por todo lo dicho, ¡LARGA VIDA A LOS TALLERES!