La metamorfosis de Diana

Puebla, México, 2015, 90 pp.

Por Diego Muñoz Valenzuela

José Manuel Ortiz es médico-cirujano, destreza que traslada desde el mesón quirúrgico hasta la palabra escrita -siempre tarea de cuidado- más aún cuando nos encontramos en el terreno de la microficción. Ortiz ha publicado antes dos libros de poesía, uno de minificción (Cuatro Caminos, publicado por la Benemérita Universidad Autónoma de Puebla, 2014) y un par de antologías (de las cuales conozco El libro de los seres no imaginarios. Minibichario, Ed. Ficticia, 2012; una alucinante recopilación de minificciones escritas a propósito de estupendas fotografías de autor, lujo de libro).

José Manuel Ortiz muestra en este volumen una voz narrativa muy especial y claramente distinguible dentro de la minificción mexicana y latinoamericana: filosa y precisa (ya hemos dicho, como de bisturí); cargada de humor, sarcasmo o crudeza; directa, llana, exenta de florilegios, frontal, sucinta; en constante juego entre la realidad y el absurdo. Es decir, con una marca de autor muy nítida.

El texto que sigue es uno de los más extensos y si bien está en el orden la página y media (hay rigurosos extremos quienes lo situarían fuera de la frontera de la minificción; no está demás aclarar que no comulgo con tales rigideces), su nivel de concisión es notable. Nos deja un sabor de fábula y antifábula; el lector sometido al absurdo y atractivo imaginario no sabrá muy bien a qué atenerse, y se dejará llevar por el embrujo literario de la narración.

Creer en sapos y viajar

El sapo dijo que no habría poder en la charca que lo hiciera cambiar de parecer.

-La vida aquí se ha vuelto insoportable, todos me acosan por mi fealdad; es momento de irme, de recorrer el mundo -concluyó.

El sapo se enfundó en los pantalones de mezclilla deslavada que tanto le gustaban, calzó zapatos tenis y se echó a la espalda una mochila de lona con sus escasas pertenencias. Dio a su madre y hermanos un último beso pegajoso y se marchó a encontrar el resto de su vida.

Luego de mucho caminar, el batracio llegó a un estanque donde se criaban peces de colores. Fue tal el asombro que le causó la reverberación efervescente del agua, que no dudó en externar a los desconocidos:

– iEn verdad que son ustedes bastante raros, por no decir otra cosa!

-iEn verdad que tú eres más que horrible! -replicaron los peces, ofendidos, pero sobre todo desconcertados, pues en su breve y cautiva existencia no habían visto sapo alguno.

-Quizá no sobresalgo por mi belleza -contestó el visitante, inmutable-. Pero a diferencia de ustedes que destilan hermosura en el estanque, yo admiro y poseo la belleza de los lugares por donde voy. iA pesar de ser feo he estado en tantos sitios!

Sin nada más que decir, el sapo se dispuso a continuar su camino.

Indignado por la actitud del anuro, y desoyendo a los patriarcas del estanque, un joven y pendenciero pez salió del agua y fue tras el sapo. Pero apenas el calor abrasivo del mediodía cayó sobre su cuerpo escamoso, el pececillo comenzó a boquear desesperadamente y murió. Mientras el alma abandonaba el cuerpo reseco del pescado, todavía tuvo algunas palabras para el sapo:

– ¿Quién dijo que no se puede ser bello y viajar?

En el segundo texto de esta breve muestra de minificciones pertenecientes a Las metamorfosis de Diana, vuelve a imperar el absurdo y el ambiente de fábula con el perro humanizado cuya historia se nos narra. La crueldad y el crimen imperan en esta ciudad innombrada, que se nos hace familiar, y la reflexión viene a mostrar el predominio del individualismo exacerbado debido la necesidad de mantener y justificar la supervivencia. Cualquier semejanza con nuestro mundo habrá que atribuirla a una mera coincidencia.

Testigo presencial

«iDebo considerarme afortunado!», se dijo el perro callejero al ver que, sin mediar palabra, aquel hombrecito insignificante asesinaba a su compañero de parranda. Y como si nada hubiera sucedido, desaparecía entre las sombras del callejón. Cuando los primeros curiosos arribaron al lugar, el animal fue echado de la escena del crimen por el mismo hombrecillo insignificante, que los acompañaba. «Al menos no tendré que declarar», ladró aliviado y fue en busca de la cena a otro basurero.

El tercer texto puede considerarse una amplia ironía acerca de la forma grotesca en que nuestros sistemas de gobierno se alejan de la meritocracia, producto del imperio de la ambición desenfrenada. Recientemente Philip Roth ha mencionado esta cita de Harry Louis Mencken para describir la democracia estadounidense como «la veneración de los chacales por parte de los subnormales». Como se apreciará, muy conectada con esta minificción.

El burrito que no quería estudiar

Hace mucho tiempo, existió un burrito pardo de enormes orejas y el mal hábito de jugar en exceso. Cuando tuvo edad escolar, su esperanzado padre lo conminó:

-Es tiempo de que asistas a la escuela, pues un borrico que no sabe leer ni escribir es bestia sin provecho.

El chico rezongó, contrariado. Dijo a su arcaico progenitor que ni el más sabio maestro normalista sería capaz de recortar con enseñanzas un milímetro a sus enormes orejas, símbolo indiscutible de la pesadez de cerebro que distingue a su raza.

-iJijoooooo,jijoooooo! -estalló el padre, furioso-. iLas orejas no las despuntará maestro alguno, pedazo de animal! Pero nunca será lo mismo el burro de recua que va por la vida con el lomo pelado, que el borrico de un bufete jurídico.

Y a punta de coces, condujo al chiquillo al colegio. Con el devenir de los años, aquel burrito pardo de enormes orejas que no quería estudiar, llegó a ser magistrado presidente de la Suprema Corte de Justicia de su país.

Un humor sarcástico, oscuro, muy emparentable con el del ácido Ambrose Bierce (el tercer gran escritor estadounidense crítico de su sistema que mencionamos en esta crónica): penetrante, implacable y gracioso. Para un gran final, este cuento brevísimo de Ortiz.

Palabras de pescado

-Es la cobardía lo que te hace decir cosas extrañas -profirió el hombre con sarcástica crudeza.

Un tanto resignado, el pez agitó sus aletas.

-Fue estúpido creer que entenderías -boqueó, abrió y cerró las branquias en busca del oxígeno que tanto necesitaba-. Después de todo, son las mismas palabras que dije a la lombriz de tierra antes de tragármela. La diferencia es que ahora yo soy quien danza en el anzuelo.

El hombre dio por terminada la discusión, y atizó el fuego. Cuando el almuerzo estuvo listo, lo engulló sin más preámbulo.

-iExquisito! iNo había probado nada igual! -se deshizo en elogios, al tiempo que una fuerza descomunal lo halaba por los aires.

Antes de perderse en la inmensidad del infinito, el hombre supo que había sido un grave error ignorar las palabras del pescado.

Textos como este -agreguemos Mencken, Bierce, Roth a la nómina- si bien arrasan con las idealizaciones y las esperanzas necias, también señalan que la construcción de otras rutas es posible. Y que no debemos perder la posibilidad de creer en un mundo diferente; tal vez por los humanos leemos y escribimos.