susana salimHistorias del  Mandamás, de D. Lagmanovich: indigencia de un discurso que hace posible la inteligibilidad del universo

Por Susana Salim

La  literatura indudablemente está predestinada a cuestionarse y a cuestionar  los límites de la vida desde el arte y asimismo abrir caminos  hacia la experiencia del inicio y el final de la existencia a través de una estética que resulte convincente.

Así, la literatura socava precisamente aquella privación existencial que le impide al hombre el acceso a la experiencia del propio nacimiento y de la propia muerte.

Los microrrelatos de David Lagmanovich de su libro Historias del Mandamás[1], sobre todo las secciones “Historias olvidadas” e “Historias recordadas”, se ubican precisamente en ese punto, donde el conocimiento que se tiene de la vida, en la vida misma, es aquel conocimiento  generado  a partir de experiencias sincréticas. Ellas, en la escritura de David, han sido evocadas  por medio de dos formas estéticas en la que principio y fin se encuentran en su máxima contigüidad,  como lo son  el poema y el microrrelato, formulando así, de un modo muy denso y altamente potenciado, el interrogante acerca de los linderos que separan la vida de la muerte o su dilución, en suma, el sentido del mundo. “Todo y nada están ahí para ser dichos –sostenía la poeta argentina Susana Thénon–. El poema es el puente que une dos extremos ignorados. Pero es también esos extremos. El poema es una vertiginosa excursión por lo ignorado”. Y el propio David Lagmanovich apuntaba en una nota al final  de uno de sus libros de poemas Cuaderno del expósito:

 

En los extremos de mi vida está el silencio

en uno

la madre ausente en el otro el hijo muerto

 

todo responde

con grandes bocanadas sin palabras

a la pregunta de quien quiere

reconocer sus extremos

 

todas las ausencias son una sola

si los días se arrebujan en el gris del silencio[2]

 

Ni confesión ni autobiografía, sólo intensa privacidad

 

Destaca Lagmanovich  en una  nota  al final de Cuaderno del expósito:

 

Los poemas –todos los poemas que un hombre o una mujer escriben a lo largo de su vida– no son ni confesionales ni autobiográficos, aunque parezcan serlo; son, eso sí, intensamente privados, pues es dentro de sí mismo donde el poeta busca la realidad y el sentido del mundo (Lagmanovich, 1997: 44).

 

 La paradojal expresión “Historias olvidadas” con que el autor titula la segunda parte de su libro de microrrelatos,  instala, en primer lugar,  la tensión entre memoria y olvido, entre el afán de preservar el recuerdo y los  intentos de borrarlo, dibuja un campo problemático que remite a una concepción determinada del pasado y de su incidencia sobre el presente. Los textos aquí estudiados se colocan de un modo o de otro frente a una cuestión estética extensamente debatida: la referencia a lo real, como esa superficie resistente, respecto de la que la literatura despliega sus estrategias y, a la vez, se ve afectada por la tensión de significaciones, hechos, fragmentos de discurso. Lo real es la instancia que no puede ser expulsada ni incorporada por completo.

Y agrega Lagmanovich en la nota mencionada:

 

En el proceso de la escritura, lo que uno escribe se carga inevitablemente de verdad; pero no se trata, como creen quienes no saben leer, de la verdad verificable de la crónica, sino de aquella verdad poética que cada uno ha podido encontrar en el rastreo del mundo, en la penetración en uno mismo, en el convivir con las demás criaturas. Por eso no es cierto que la única verdad sea la realidad, como solía decir un personaje de opereta. Esas palabras, de las que tanto se ha abusado, yo las reformularía así: la única verdad que vale la pena perseguir es la  realidad de la poesía (Lagmanovich 1997: 44).

 

Una poética de la itinerancia

 

 Privilegiando la referencia o abriéndose paso a la significancia, Lagmanovich  construye  en los textos aquí citados un espacio de representación con una toponimia determinante: la pampa, soporte reacio a cualquier intento de delinear imágenes pero a la vez increíblemente fértil  a la hora de inspirar figuraciones. Así el texto que inicia esta sección:

 

EL ÁRBOL

La planicie pampeana se extendía en todas direcciones, como símbolo de la infinitud del mundo. A pesar de su corta edad, cuando el niño miraba la lejanía del horizonte sentía un estremecimiento de pavor. La majestuosidad de la pampa reducía  el tamaño de los seres humanos hasta límites irrisorios. En su mundo no había árboles; sólo un raquítico tamarindo, detrás de la casa, intentaba sin éxito cortar la monotonía del paisaje. Sin embargo, una noche soñó con un árbol inmenso, al que se ascendía por una escalinata de madera; arriba, en una plataforma protegida por la majestuosa copa, encontró a sus compañeritos de la pequeña escuela rural. Nunca pudo relatar a nadie ese sueño, tan ajeno a lo experimentado en sus siete años de vida. Tal vez era un mensaje, pero ¿de qué mundo desconocido, de qué lejano universo inaccesible para los hombres y mujeres de su pueblo? (Lagmanovich 2009: 25).

 

Frente a un paisaje inmenso, topo simbólico de una literatura nacional que minimiza y casi deglute seres e historias, el narrador construye otro espacio autorreferencial que intentará alcanzar una memoria que haga subjetivamente posible un futuro. Desde allí  rompe con una tradición literaria que privilegia el imaginario de la inmensidad negándole sus  dimensiones simbólicas e instala otro, reducido, casi íntimo, a partir del cual  cambia su horizonte visual: el árbol y su proyección  hacia lo alto. Así el personaje se desconecta de lo inacabado y construye una tensión con el territorio que lo rodea. Las preguntas –retóricas–  finales constituirán  puertas de clausura ante el paisaje ilimitadamente extraño; lo hacen además a través de otra paradoja, esta vez escrituraria, pues lo breve de la escritura cierra, minimiza a su modo, lo infinito del paisaje.

 

La desaparecida

 

     Yo tenía seis años cuando, tras una terrible pelea en mi casa, la tía Natacha desapareció. Desde el balcón de mi infancia pueblerina creí comprender lo que había pasado. Algunas expresiones de mamá en las discusiones con su esposo me lo sugirieron: “Cuéntale tus penas a tu prima Natacha, que tanto te quiere”, por ejemplo. Días después mis padres se lanzaron a buscar por todo el pueblo de Nicolás Bruzzone; fueron casa por casa, pero nadie sabía de ella. Poco a poco la imagen de Natacha –que había salido de Rusia con mi padre,  “como una hermana”, decía él– se fue desvaneciendo. Tal vez había vuelto a Europa. Tal vez…

     Cinco años más tarde, tras la muerte de mi padre, volvíamos al pueblo mi madre y yo; habíamos ido por unos trámites a Buenos Aires. El tren se detuvo por un desperfecto menor en Mattaldi, la población inmediatamente anterior, a diez kilómetros de nuestra casa. Allí encontramos a Natacha, trabajando muy contenta en el bar de la estación. Mi madre y ella se estrecharon en un abrazo; ambas sollozaban. “La rusa”, como ahora la llamaban, había estado todo ese tiempo a un paso de nosotros, sin atreverse a regresar (Lagmanovich 2009:27).

 

 En el relato que antecede es evidente la tendencia hacia una voz verdaderamente personal del narrador y protagonista, quien tiene menos interés en informar que en investigarse. Es la escritura en primera persona que se interesa ante todo por la escritura misma, no tanto por la experiencia contada. La auto-investigación entra como proceso, pero interesa más la forma de este proceso: “Desde el balcón de mi infancia pueblerina creí comprender lo que había pasado”. El “yo” íntimo que observa desde la miniaturización geográfica y cronológica, interpreta y actúa siempre desde una conciencia decididamente subjetiva.

Este impulso de escribir, de revisar con la memoria el propio proceso de concienciación se inscribe dentro de lo que Biruté Ciplijaukaité define como el autorretrato, designación para la autobiografía más innovadora, cuyas características generales serían las de expresar una visión del yo desde el presente como revelación continua, mientras que la autobiografía tradicional implica una visión panorámica más reflexiva, a través de un relato continuado; es por esto que  la interpretación del autorretrato resulta más lógica y estática. El autorretrato sería entonces “un examen de conciencia desde dentro y se construye con fragmentos y epifanías incluyendo sueños y su análisis”.[3] Así el texto se convierte en un espejo vacío que se va cargando de significados descubiertos, del yo en formación que la imagen del espejo ha desencadenado.

De los dos textos que siguen, el primero fue publicado en “Historias del Mandamás”, el segundo fue presentado en Congreso internacional sobre minificción, en la Universidad del Comahue, en noviembre de 2008, y que me permito considerarlos en forma conjunta:  

 

REGRESO AL PUEBLO

     Tenía siete años, ocho no cumplidos. Lo habían dejado a cargo de una familia de labriegos alemanes, en la colonia agrícola cercana al pueblo patagónico a donde habían llevado a la familia los vientos que sólo su padre era capaz de percibir. El padre y la madre debían llevar a su hermanita a otro pueblo de Río Negro en busca de atención médica, pues la beba estaba enferma. En medio de la aridez de aquel extremo del mundo, los colonos habían creado una pequeña Alemania. La familia que lo acogió era bondadosa, y había un chico muy rubio –Dietrich– con quien a ratos podía jugar, aunque ninguno conocía la lengua del otro.

     Pasó cerca de un mes y un día apareció el padre, conduciendo un sulky, para llevarlo de regreso al pueblo. El niño se despidió de Dietrich y su madre con alguna lágrima y trepó al vehículo. El padre iba muy serio y el niño no se animó a preguntar nada. Llegaron a la casa. En el dormitorio oscurecido, su madre lloraba quedamente. Lo abrazó y sólo dijo: “Ahora has vuelto a ser mi hijo más pequeño”. Por alguna razón, él sintió estas palabras como un reproche (Lagmanovich 2009:32)

 

PEQUEÑO FANTASMA

     Mi hermanita  murió antes de cumplir un año de vida y mis padres la enterraron en un pueblo de la Patagonia. Yo tenía entonces siete años y extrañé no encontrarla en su cuna, pues solía pasar largos ratos mirándola dormir.

Ahora se me aparece en sueños, décadas más tarde.

         Yo quisiera haber jugado contigo– me dice.

 

 

Ambos textos ponen en escena, con perspectivas narrativas y estéticas diferentes, episodios de un proceso en el que se instala una nueva espacialidad real y discursiva.  Con respecto a lo  primero, un estrechamiento  progresivo  que transita desde la vastedad sin límites hasta el dormitorio íntimo, de allí a  la cuna solitaria y finalmente a la anulación de toda topológica real, acompasando  la provisionalidad afectiva de la familia alemana que acoge, hasta  la ausencia definitiva de la hermanita que instala “la voraz tachadura”, “el hueco de la sombra”[4] , homologando al texto que lo patentiza. El  adelgazamiento que éste experimenta, su indigencia  discursiva contrarrestan paradojalmente con la matricidad de la experiencia.  Y el final abreviado que potencia la orfandad  en la añoranza de lo que no pudo ser. Este es el borde, aquí  se cierra la puerta ante la inmensidad, sobreviene la ruptura con un paisaje que fue más una carga que un beneficio pues sólo deglutió imaginarios y afectos.

En  el microrrelato  que sigue –réplica textual de un itinerario de trashumancias seguido por muchos argentinos– será otro tipo de espacio, absoluto y vacío, el que determine una subjetividad azorada y dicotómica:

 

RECUERDOS DE LA CIUDAD

     La  Madre y el niño abandonaron la Patagonia y llegaron a Buenos Aires. El padre había desaparecido, víctima a de uno de los frecuentes  episodios que entonces consideraban “arrebatos” y hoy los llamamos brotes psicóticos. Después de un tiempo en el Bajo, la madre consiguió alquilar una habitación cerca del Parque Chacabuco. Él recuerda de entonces la inauguración del Obelisco, cuya forma nunca comprendió, y la visión de una réplica de la carabela “Santa María”, anclada en un barroso canal de Puerto nuevo. Ambas eran  manifestaciones del cuarto centenario de la primera fundación. Muchos años después advirtió que en esos recuerdos se unían los símbolos de la tierra y el agua, que entrarían para siempre en su corazón y lo ligaría irremediablemente a esa bella y cruel ciudad (Lagmanovich 2009:33).

 

La ciudad, a diferencia del paisaje patagónico, traza una cartografía significativa y, emulado al propio microtexto, se convierte en un texto que hay que leer y descifrar. 

         Para volver propio un lugar hay que actuar en él y desde él: esta acción determina una inter-acción entre el sujeto y su entorno.  En el texto que sigue, no sólo se cancela el nomadismo  afectivo y real sino que además se patentiza una elección estética e  ideológica por el margen y, a partir de ella, la relación metonímica de lo narrado con el propio proceso de comprensión vital.

 

VIAJE EN TREN

Viajaron en segunda clase del Ferrocarril  Central Argentino, a partir de Retiro y con destino a Tucumán. Los asientos de madera no eran lo mejor para el viaje de cerca de 24 horas, pero era necesario soportar incomodidades: en el otro extremo esperaba el padre, desparecido meses antes hasta recalar primero en Asunción y luego en un triste hospital de Posadas. Al pasar por los parajes de Santiago del Estero, la madre y el niño quedaron cubiertos por la tierra de esas zonas áridas, lo que les daba un aspecto carnavalesco. Por la mañana, el paisaje había cambiado para bien, pues a ambos lados de la vía surgía el verdor de los cañaverales de Tucumán. Llegaron a la estación de destino, llamada entonces Sunchales, y la madre se asombró por el tamaño pretencioso de esa terminal construida por los ingleses. “Esto indica que Tucumán es por lo menos un pueblo grande, tal vez hasta una ciudad”, reflexionó (Lagmanovich 2009: 35).

 

La visión de un “paisaje que ha cambiado para bien” confirma la opción de la obra de Lagmanovich: lo contable es el margen.  Sin embargo será  la madre, sujeto constructor permanente en la subjetividad del niño,  la que instale, clausurando la itinerancia y con ella la provisionalidad,  la comarca nutricia para ambos. Curiosa inversión, paradójica relación de lo grande y lo pequeño. El microrrelato instala su propia “microcospía”, pues lee en la “localía” reducida del territorio tucumano datos que le permiten captar la figuración de lo pequeño,  alcanzar subjetivamente una memoria que haga posible la existencia pues ambos personajes advierten un ignorado sosiego que los lleva a presentir que había algo vagamente familiar en aquel sitio, tocando a sus memoria el oculto recuerdo de un lugar, de otro lugar y otra historia, un signo y una marca.

Para concluir, podemos marcar que los textos citados  plantean una clara línea isotópica: el nomadismo existencial del sujeto constructor –y construido en el texto–,  quien describe una azarosa trashumancia  en donde convergen la deslocalización primero,  y el descentramiento después.

A ello se suma el desapego voluntario de recursos propios de la minificción, que Lagmanovich maneja con maestría en el resto de su producción, tales como la intertextualidad, los juegos ingeniosos o la ironía. Aquí, por el contrario, todo tiene  la indigencia –en el sentido de máxima economía– que homologa la mirada de desamparo del pequeño narrador.

Por último, ellos instalan toda la dimensión humana – privacidad– de un escritor que anticipó en un micromovimiento discursivo su propia experiencia del final. Así, el último texto de la serie, que se titula “Para abreviar”, concluye: “Debatió consigo mismo el significado contrapuesto de esas dos expresiones, y en eso estaba cuando el infarto lo derrumbó. Murió en un instante. Para abreviar”.

 

Dra. Susana Salim

Universidad Nacional de Tucumán.

 Universidad del Norte Santo Tomás de Aquino.

Tucumán, Argentina.

***

 Ponencia leída en el III Encuentro Chileno de Minificción “Sea breve, por favor”. Valparaíso, junio del 2011.


[1]David Lagmanovich. 2009. Historias del Mandamás, Buenos Aires, Macedonia ediciones.

[2]David Lagmanovich. 2001. Cuaderno de expósito, México, Cuadernos de Norte y Sur, p.37.

[3] Biruté Ciplijaukaite. 1994. La novela femenina como autobiografía. Barcelona. Anthropos. P.19

[4]Lagmanovich, D. Cuaderno del expósito, p. 32.