virginia vidalPor Virginia Vidal

 Cuando me matricularon en segundo año de la Escuela Pública Nº 136 de Niñas, yo era una lectora insaciable de El Peneca, “Corazón” y los cuentos de Perrault.

Temprano, yo emprendía la fascinante aventura de cruzar la avenida Portugal y entrar por la calle Ricantén para doblar por Raulí hacia Argomedo. Una calle, adoquinada; la otra, de canto rodado. Si me desviara y saliera hacia Diez de Julio, me toparía con el precioso abrevadero de caballos esculpido en piedra.

Algunas mañanas, solía ver puertas o ventanas abiertas de las casas donde mujeres de batas brillantes cantaban y venteaban cubrecamas acolchadas. Pese a las prohibiciones de mamá, yo las saludaba, pues siempre me decían palabras amables, en especial una señora bellísima de pelo negro y kimono azulino.

Al cruzar hacia la placita vecina a la escuela, me detenía a persignarme ante la animita. En el bandejón, las velas se entremorían en un mar de esperma, mientras aún se mantenían en pie unos cabitos y algunos pabilos flotaban arrojando la última llama. Antes de despuntar el día, (era sabido en todo el barrio), de esas casas salían las mujeres llevando en la mano la vela encendida. De seguro, ellas arrastrarían sus túnicas de seda o las colas de raso; las capuchas de terciopelo o las mantillas les velarían las caras. Caminarían cautelosas por los adoquines. Después, se arrodillarían e irían colocando las velas mientras rezaban y pedían sus favores al ánima de ese cartero asesinado una noche de remolienda.

¿Estaría el cartero enamorado de la mujer de kimono celeste? ¿Andaría él con su bolsón de cartas esa noche? ¿Le llevaría alguna a ella? ¿Sería una carta del propio cartero? ¿Los asesinos se las robarían para leerlas? Pensaba yo.

Según las murmuraciones, unos rotos maleros lo atacaron en cuadrilla y lo agarraron a quiscazos. Contaban que un tipo celoso y despechado le armó una trampa.

—Por una mujer de mala vida, los hombres se desdichan—, se lamentaba una vecina.

Le pregunté a la mamá el nombre de una seda reluciente:

—Si no es raso, ha de ser crêpe satin; el raso también es brillante, pero es muy fino, se usa para vestidos de novia y también para zapatos de fiesta.

Ella dijo “crepsatán” y encontré bello y diabólico el nombre de la seda de esas batas largas.

La escuela era para mí territorio ominoso donde cada día acechaban peligros inauditos. Las niñas eran muy ladronas.

El presidente de la república Pedro Aguirre Cerda había instaurado el almuerzo escolar, delicioso y muy variado, nunca faltaba el postre. Sólo debíamos llevar servilleta. El primer día me robaron la servilleta de damasco que mi madre me encargó tanto. Luego, en el gimnasio, dejé bajo el forro del piano de cola mi preciosa labor. Cuatro clavitos me permitían tejer con lanas un cordón abigarrado que chorreaba por el hueco del carrete de madera: crecía y crecía, sería un cojín maravilloso…En segundos, me lo robaron. Supe quién fue, y no me atreví a acusarla, porque la profesora había golpeado las manos de una niña ladrona hasta reventarle los sabañones. Tampoco podía entender la lógica de la profesora. Yo era tímida y no me atrevía a hablar. Un día ella preguntó de qué se alimentan los peces y allí me puse de pie respondiendo segura, poseedora de la certeza absoluta:

-De los cadáveres que lanzan los piratas al mar.

-¡Cállese niña cochina!

Es terrible perderle para siempre el respeto a quien se supone debemos admirar.

A todo esto, en la escuela me pusieron una vacuna en el brazo, cerca de la muñeca. No entendí bien, pero la profesora habló de la tuberculosis. Lo malo fue que el piquete enrojeció y creció como cráter en erupción. Mi madre se alarmó y le dijo al médico de la escuela que yo me había rascado mucho, por eso se había puesto así. Él me regañó y me sentí importante al ser cómplice de una mentira de la mamá

Murió mi papá. Ya no pasaríamos más los domingos en el Hospital El Salvador, sino en el Cementerio General, el más estupendo patio para jugar. Nos cambiamos de barrio. Me pusieron en las monjas salesianas, un territorio más aciago que el anterior. Había que confesarse y a mis bochornosos pecados de robar el azúcar y leer a escondidas “Germinal” y “El defensor tiene la palabra” libros prohibidos que me proporcionaron las más atroces pesadillas, se sumaban las oscuras e indescifrables preguntas del sacerdote sobre mi cuerpo.

Las monjas nos enseñaron una canción especial para recibir al embajador de Italia; un coro grandioso, nos quedábamos ensayando horas extras: El día que llegó el embajador, relucíamos en nuestros uniformes azules, blusas de piqué y medias negras, Se alzó el coro celestial con la canción cuyo significado desconocíamos por completo:

Giovinezza, Giovinezza,

Primavera di bellezza

Della vita nell’ asprezza

Il tuo canto squilla e va!

[ …]

Per la gloria del lavora

Per la Pace e per l’alloro,

Per la gogna di coloro

Che la patria rinnegar…

 

Conseguí mi primer trabajo. Cada domingo iba a comprarle flores a una muy conversadora anciana, doña Toya, la esposa de don Gervasio, el dueño del establo. Ella habló con mi madre y a partir de ese día, me contrató como su secretaria.

Todas las tardes, al llegar de la escuela, terminaba mis tareas sin retardo para partir corriendo a escribir sus cartas al dictado o pasar en limpio las que ya hubiese escrito ella. Casi todas iban dirigidas a la Radio del Pacífico: a Tito Mundt, a los hermanos Mario y Guillermo Gana-Edwards. Después, a Doroteo Martí. Si no tenía clases, debía acompañarla para oír sus programas favoritos. Los Gana-Edwards reponían El Místico, de Santiago Rusiñol, cada Semana Santa. Guillermo era su hijo de leche y doña Toya le tejía corbatas a crochet o un portalibros o cualquier objeto de su fantasía. Cuando él y su hermano Mario salían a dar las funciones en el Teatro-Carpa, doña Toya se arreglaba alborozada, se echaba sobre los hombros su capa tejida y partíamos temprano para estar en primera fila. Guillermo la venía a saludar después de la caída el telón y le besaba la mano. Tenía ojos de gato y era un poco calvo, de pelo rubio esponjoso. Me encantaron su traje gris perla y su camisa de seda rosada, sin corbata: sólo un artista podía vestirse de esa manera tan especial. Pero yo prefería oírlo por radio a él y a su hermano, pues no había música que pudiera compararse a las voces, sobre todo la de Mario; también la de Tacho Sánchez. En otra radio se podía admirar la incomparable Eglantina Sour

A Doroteo Martí habría de conocerlo a través de la radio, no sin temblar de horror al oír suplicios chinos, torturas de los monjes herejes y de las brujas dementes. Más tarde, gracias a él, yo sabría de la locura total en el escenario del Teatro Coliseo. Éste había sido un teatro precioso donde se presentaban las compañías de revistas, como la de las hermanas Arosemena, según los recuerdos de mamá.

Por primera vez, fui testigo de la Pasión de Cristo. La encarnaba el Doroteo crucificado y aullante. Mas sus gritos se diluían entre los sollozos de un público acongojado. Esta función culminó con insólita desgracia: se desplomó la cruz con Doroteo y todo. Los espectadores sobrecogidos, no sabíamos si esto formaba parte de la Pasión.

Doña Toya me dictaba los elogios, las críticas, los reparos a todos y a cada uno de los actores. A veces les hablaba ante el brocato dorado del parlante, asegurándome que ellos oían su voz, retransmitida por los hilos eléctricos de la misma radio.

Trabajábamos en el corredor y si refrescaba, nos metíamos en su cuartito de costura, con las paredes cubiertas de macramé y tapices bordados en punto de cruz.

Un día, (no sé si podría llamarlo bueno), se inauguró un nuevo programa y doña Toya me dio una difícil tarea. Para un concurso debía mandar la letra de su canción favorita, unida a su propia historia de amor. Yo escribía, mientras ella narraba entre largos suspiros. Desde muy joven, había tenido el pelo canoso. Hija única, sin madre, vivía con su padre en una parcela, a los pies de la cordillera. Él cultivaba almendras y todas las primaveras de su hija fueron una sola nube de flores. A fines del verano, los visitó un joven pariente y los llenó de charlas y risas. Pasó el otoño. Ante la chimenea encendida, cascaban los frutos y llenaban sacos de almendras. Llegó el invierno con una nevazón interminable. El joven le quitó las horquillas y se derramó su pelo. Él dio vueltas al manubrio de la victrola. Una canción invadió la sala:

 

«La tarde era triste,

la nieve caía

y un blanco sudario

los campos cubría…»

 

-Me duele la cabeza, la frente se me parte. Niña, redacta la historia en tu casa y llévala al correo —me ordenó de repente doña Toya, alterada.

-¿Cómo? ¿No la va a revisar?

-No hay tiempo. Aquí tienes listo el sobre con estampillas y la dirección. Despáchalo a primera hora.

Me quedé hasta tarde escribiendo, tachando, pasando en limpio, percudido de tinta el callo de mi dedo cordial, invadida de un confuso placer que sólo podría definir mucho más tarde como la libertad de escribir sin censura.

Días después, estábamos escuchando el programa y empezó mi texto dramatizado, casi sin cambios.

Doña Toya, encogida, lloraba, tapada la cara con sus manos morenas de dedos muy afilados y uñas color rosa pálido.

Todo mi orgullo por haber oído mi diálogo en las voces de los actores, se diluyó en las lágrimas de doña Toya. Cualquier sentimiento de amor propio claudicó ante el misterio increíble, por primera vez presentido, de una anciana capaz de llorar al sólo recuerdo de su primer amor.

Por cierto, no era don Gervasio, pues con su marido no se trataba. Una vez llegué temprano y él estaba comiendo solo en el corredor de la casa. ¿Se habrían amado alguna vez? Tenían una hija de cuerpo joven y cara muy arrugada; vivía en la torre del castillete y no bajaba nunca. Yo habría dado cualquier cosa por subir a esa torre. Para cumplir mi deseo, usé todos los ardides, pero de nada valieron.

Doña Toya me regaló un par de copihues blancos con hojas verdes, tejidos de su mano, como premio por la redacción de su historia.

Pronto, el reuma la fue doblegando y yo me cambié del Colegio María Auxiliadora al Liceo Nº 6 de Niñas, con todo mi horario en las tardes. Luego de pasada la lista, nos turnábamos para leer las noticias de la guerra. La señorita Ernestina Novoa nos mostraba en el mapa el escenario de los sucesos.

Don Gervasio vendió sus vacas y clausuró el establo.

Ahora, venía a diario hasta nuestra casa el lechero en su carretón y nos dejaba la botella de leche pasteurizada, y mantequilla y quesillo los fines de semana. Mi mamá reclamaba, porque nos servía un vaso de leche, la bebíamos y el vidrio quedaba transparente, limpiecito.

Una tía me consiguió trabajo, después de clases, como pasante donde un niño al que le iba mal en la escuela. Vivía cerca de la Estación Central. Desde el liceo, cada día, yo me adueñaba más de la ciudad.

Me olvidé del radioteatro y empecé a ir al Teatro de Arte del Ministerio de Educación, donde admiré a una actriz excepcional que pronto se revelaría como gran escritora: María Elena Gertner, una joven de voz perfecta, soberbia en su túnica griega, que representaba alguna obra de Eurípides. Vi actuar a Eduardo Naveda en una obra alucinante: “El malentendido”, de Albert Camus.

En ese mismo escenario daba sus conferencias sobre aventuras y viajes maravillosos un mago de cabeza acendrada, capa carmelita y anillo de ónix en el índice: don Augusto D’Halmar. Su voz nos embrujaba y él competía con el mejor de los actores. Del liceo, nos llevaron a un concierto de Claudio Arrau. Llegó la hora grandiosa de ir al Teatro Municipal: “La Guarda Cuidadosa” y luego, la presencia inolvidable y la voz única de Roberto Parada en “Monserrat”.

Uno que otro domingo, so pretexto de comprar las flores, iba a ver a doña Toya, pero las más de las veces, desde la torre del castillete, su hija me decía que no se sentía bien. Se quedaba en cama, casi no se levantaba. Su jardín se fue cubriendo de maleza.